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Eran los días de mi infancia. Mi abuelo trabajaba como velador del Archivo Histórico de la ciudad. De vez en cuando me invitaba a pasar la noche con él, gustaba de mi compañía, y para ser franco yo disfrutaba de la suya, pero nunca me gustó ese edificio, me daba pavor estar ahí; pero a pesar de todo, siempre acompañé a mi abuelo cada que vez que me lo pidió. Sólo en él me era posible encontrar a la persona que aceptara escuchar mis razonamientos infantiles sobre el mundo circundante y la forma en que debería de ser.

Como es lógico, la noche que más recuerdo de mis visitas a ese lugar, es la primera. Nunca había entrado a esas oficinas, así que no conocía la casa. Llegué con mi abuelo justo a las seis en punto de la tarde, la hora en que entraba a trabajar; en el lugar quedaban solamente unas cuantas personas laborando, secretarias sobre todo, los jefes ya se habían marchado desde una hora antes.

Mi abuelo era alguien muy querido por todos los trabajadores. Todos se iban despidiendo de él, pero no sin antes hacerle preguntas sobre su nieto, a las cuales el respondió siempre con orgullo y alegría, y porque no admitirlo, siempre engrandeciendo mis pequeños e insignificantes logros o inventado cosas que yo nomás no hacía.

Por la concordia que reinaba entre mi abuelo y esas personas que se marchaban, no había caído en cuenta de lo tenebroso que era ese lugar. Conforme la gente se retiraba, el lugar iba recuperando su estatus de macabro. Fue tal el impacto que este cambio de atmósferas produjo sobre mí, que antes de siquiera poner un pie dentro, ya estaba más que apañado a la pierna de mi abuelo, gesto que fue entendido por todos como un profundo amor a él o acaso timidez.

Ya con el lugar vacío, mi abuelo se dedicó a cerrar ventanas, levantar papeles, acomodar sillas y escritorios, siempre conmigo a su lado, claro que ya no tenía que caminar con su nieto sujeto a su pierna, gracias a un coscorrón bien plantado. Después de esa labor, a la cual yo no contribuí en nada, más que a estorbarle con mi necedad de no separarme ni un milímetro, nos dedicamos a cenar. ¡Ah! Sabiamente la abuela nos había colocado dos piezas de pan recién comprado a la señora que recién lo había hecho; eran un par de deliciosas conchas; como los abuelos nunca olvidan los gustos y placeres de los nietos, me había sido colocada en el bastimento, una concha con el glaseado de chocolate. Mi abuelo vertió en dos tasas el chocolate caliente preparado por la abuela, aun se levantaba el vapor del líquido. Cenamos a la par de que el abuelo contaba sus anécdotas, como hacía enojar a la abuela, como le hacía bromas, o la dejaba en vergüenza con los amigos, pero nunca logré ver en sus palabras que él no la quisiera, todas sus historias encerraban amor, y sobre todo un profundo respeto. Un respeto que se vuelve generalizado en las mujeres de mi familia, de mi ciudad, de mi estado, de mi región y nación. El respeto por aquellas mujeres de antaño que supieron aguantar al hombre mal educado, que no tuvo nunca más referencia de trato que la que veía en casa, y creían que las cosas debían ser así, pues eso era lo que vivían.

Esa noche confirmé el amor que el abuelo sentía por mí, y descubrí el respeto y admiración que yo sentía por él. Había acomodado en una de las habitaciones un catre, que no hay velador sin catre, nos habíamos echado a dormir, tapados con la misma manta. Recién estaba por quedarme dormido cuando comenzaron a jalarme la manta, adormilado reaccioné y la sujeté con fuerza mientras un miedo me invadía por completo, totalmente en pánico comencé a gritar: “Abuelito, abuelito”. Mi abuelo se levantó furioso y vociferando: “Ya vas a empezar… con una chingada deja dormir”. Yo me quedé quieto, petrificado por el miedo. Mi abuelo se acercó y me dio un beso en la frente y me dijo: “Vuélvete a dormir, ya no va a molestar más”. Yo le creí y me quedé dormido. Tiempo después, entre sueños escuchaba el sonido de agua chapoteando, me desperté aterrorizado y comprobé que el sonido venía desde el patio central, de una de las fuentes estaban sacando el agua con las manos, arrojándola hacia el piso y haciendo el mayo ruido posible, nuevamente comencé a gritar: “Abuelito, abuelito”. Y mi abuelo se irguió sumamente irritado, salió hacia el lugar, mientras yo me cubría completamente hasta la cabeza con la manta y cerraba los ojos con fuerza, nuevamente regañó a la presencia, que yo creo que se asustó tanto, porque no volvió a dar problemas por esa noche.

Feliz me encontraba la mañana siguiente, ya por fin me marchaba. Mientras mi abuelo abría las ventanas y la puerta para que entraran los conserjes, yo iba descubriendo lo bonita que estaba construida esa casa. Ahora se que esa casa tenía la misma fisonomía como todas las de la zona centro de la ciudad; cuatro pasillos formando un cuadrado, las habitaciones en el perímetro, y un patio central con un par de fuentes y muchas plantas en las jardineras. Realmente la casa no era tenebrosa, se volvió así debido a los sucesos que dentro de ella ocurrieron; como en todas las casas, guardaba sus propios misterios, sus propias historias de amor y desamor, de odio y de pasión, de alegrías y tristezas, de muerte y vida, de nacer, crecer, envejecer y marchitarse. Nunca se sabe lo corrosiva que puede llegar a ser el alma del hombre, va desgastando al material, al tabique y ladrillo, a la viga de madera y a la teja, pobres materiales que fueron dotados de memoria y que quizás nunca se han acostumbrado a estar solos, por eso recuerdan y liberan esos recuerdos cuando se sienten abandonados.

Por supuesto que seguí acompañando a mi abuelo, a pesar de que cada noche era peor para mí, yo no menguaba en mi esfuerzo por ganarme el respeto de él. Yo pensaba que si el fue capaz de sobreponerse al miedo y enfrentarse a eso que ni el mismo podía ver, yo debía hacer lo mismo. Por eso lo acompañé, incluso más seguido cada semana, a pesar de que siempre se me retorcía el estomago porque sabía que me iban a jalar las mantas, me iban a echar agua, jalarme los pelos, tirarme libros a la espalda, hablarme quedito al oído, arañarme, pellizcarme, esconderme mi concha de chocolate, apagarme y encenderme la luz, pero nunca me rendí; con el tiempo se dio cuenta de que yo adquiría el temperamento de mi abuelo y me fue dejando en paz.

Mi abuelo murió y yo no volví más por el lugar. Hasta hoy que estoy parado esperando un taxi afuera del edificio. No me había dado cuenta de donde estaba parado, hasta que alguien me arrojó una bolita de papel desde una de las ventanas, es de noche, así que se quien fue, en vez de enojarme y regañarle, preferí dedicarle una sonrisa agradeciéndole el haberme traído todos esos recuerdos.

Texto agregado el 13-09-2004, y leído por 141 visitantes. (0 votos)


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