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Ana y Miguel llevaban un año casados. Las complicaciones en el parto, que se produjo en casa, del que la “pequeña Anita” de Miguel salió muerta, no menoscabaron la fe del joven profesor en el poder de un amor apasionado para recuperarse de cualquier pérdida.

La semana siguiente del parto, Miguel retomó las clases con normalidad, podría decirse incluso que con renovado optimismo. Algunos de sus alumnos cuchicheaban, sin llegar a reconocer en su pletórico maestro a aquel individuo taciturno que musitaba fórmulas químicas con el hastío de un condenado. Miguel sonreía ahora durante las explicaciones, y conseguía que aquella veintena de púberes participaran en su mundo de elementos y reacciones isotópicas.

A las cinco de la tarde, Miguel cerraba de un carpetazo su jornada laboral, bajaba a comprar un ramo de los claveles que habían conquistado a Ana en sus años de noviazgo, y corría hasta casa con la impaciencia de un niño, de un loco, de un enamorado. Cerraba detrás de sí la puerta que los separaba del mundo y silbaba el cariñoso aviso que siempre había acompañado cada nuevo y esperado reencuentro.

Entraba en la sala de estar y la encontraba allí, eterna y bella ante sus ojos, cada una de las trenzas filtrando la cálida luz menguante que auguraba el ocaso. Y él le sonreía. Y no hacían falta palabras. Y la amaba allí mismo. Y recobraba la felicidad incondicional de la no muy lejana luna de miel en Praga.

Por la mañana, Miguel preparaba el desayuno con ilusión escolar, se despedía de Ana con un delicado beso en la frente y salía a la calle brindando a silbidos por la recuperación de la ilusión.

Al llegar el fin de semana, Miguel decidió que irían a comer al parque. Un acogedor aperitivo entre robles y rosales. Llevó a Ana al coche en brazos, recordando a besos el primer día que entraron en su nuevo hogar, inmaculados él, ella y la casa.

Miguel no dejaba de hablar mientras conducía, relatando con qué optimismo preparaban sus alumnos el próximo examen, y fantaseando sobre las próximas vacaciones. Viajes, ensoñación y pagas dobles. Ya se habían esfumado las brumas del pasado reciente. Todo era una dulce y prolongada mirada al futuro.

En el parque, ausentes del mundo, Miguel sólo tenía ojos para Ana, para sus mejillas, para su flequillo, para el silencio luminoso de un sábado por la mañana. Por esta razón Miguel no vio llegar al agente de policía hasta que estuvo a su lado y lo esposó, en un arrebato de grito y flores caídas, y se lo llevó hacia el caos del asfalto. Y Miguel no pudo siquiera darle un beso de despedida a Ana, tan bella una semana después de morir.

Texto agregado el 13-09-2004, y leído por 438 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
31-01-2006 Genial, Felicidades. bayi
24-10-2005 Simplemente me fascinó. MARIAOTILIA
05-04-2005 Una maravilla. Ni por asomo imaginé el final. hadamadrina
05-10-2004 Muy buen relato, fluido y bien narrado. Expresas muy bien las emociones del personaje y su gran amor por ana. Buen final. yoria
05-10-2004 no lo vi venir, muy bueno, te felicito, conoces thanatopia de dario? Mercurio
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