La casa de Don Isidro.
I
Oliver Uriel se había recargado en el Chevrolet rojo afuera del porche. Junto a Omar, su bajista—porque formaban una banda—cultivó el sabor de la cebada en su barriga. No tenía alguna molestia que le arruinara el momento. Se dedicó a repartir su ocio en actividades llenas con regodeo. Deslizó su cuerpo a pasos de rock por el mármol de la cochera, para más tarde vomitar carcajadas por causa de las bromas ocurridas a palabras de sus compañeros. Ya exhausto, se recargó para divagar con su cigarro en la boca.
—Esmeraldas hermano, una montaña llena de bombones.
Omar solo prestó atención, sonreía al ver que Oliver Uriel se le había subido un poco el alcohol.
—Y de pronto las esmeraldas desaparecieron—dijo con voz agotada, rasgada al cansancio y apagó el pequeño incendio en su muñeca.
A diferencia de la gente en el sitio, Oliver Uriel era el único sin pareja. Por un largo tiempo prosiguió con toronja abrazada en vodka. Fue así su noche hasta que un conocido se le acercó. Le hizo plática y entre risas se perdieron por un momento, pero se detuvieron al instante en que el aire se les ahogó frente a una linda rosa que les distrajo. Nadie la conocía, no había duda porque se quedó inmóvil, tan recta como un alfil de ajedrez en los cuadros, en este caso, los de mármol. No hubo mano que se le extendiera, solo luces de colores que le espiaban. Era un ángel—me acerco al punto—tan deseable a pesar de su tímida estampa regada por dos acechos erectos a su mirada.
—Háblale—dijo el conocido.
—No, hermano, es muy inocente—hizo un gesto con la mano y bebió.
—A veces la luz es oscura, quizá se ve así para no hacerse la difícil.
—No creo—rascando su barba y con sus ojos hacia la faldas del cerro otra vez negaba.
—¿No te gustan las mujeres?
Se detuvo en sus caricias pero los dedos se quedaron en los vellos. No pensó en lo que podría ocurrir. Teniendo las premisas en su cara cerró los ojos y aceptó su hombría. Un insulto a su identidad bastó para zarandear su timidez y guardarla debajo del inmueble. De inmediato olvidó quién era, no importó, pues ella lo saludó primero.
—¿Tienes fuego?—contestó Oliver Uriel esquiando un cilindro por sus dedos y luego terminando por clavarlo en sus labios.
—Claro.
II
Tenía seca la boca a la mañana siguiente. No era así en su orgullo. Oliver Uriel se había adjudicado un valioso trofeo: una amistad. El alcohol fue una ganzúa que abrió su persona. Tal herramienta en lugar de ahuyentarla, fue vital para ser del agrado de la joven.
Los meses pasaron y las pláticas aumentaron. Su frecuencia se dio al alza, más repetitiva hasta mejorarla en un suceso similar al de su presentación. Oliver Uriel se desgastó en una reunión donde su memoria voló hasta el amanecer sobre un diván. Él estaba seco otra vez, sin un vaso con agua o algo que lo levantara, pero sí, tenía una nota en su mano
Vía Flamingo 451 Colonia Fuentes del Valle.
Con el señor Isidro.
“Cuídalo, que no se haga daño”
La nota era un candado, un compromiso que tenía por llave a la espera y su responsabilidad en aquél resbalón a causa de la última noche de regocijo.
—¿Entonces, te atreves a cuidarlo?
—Todo por ti cariño.
—Ten—ella anotaba y luego se la extendió.
—¿Quieres que me quede?
—Solo un día, tengo un compromiso y él se quedará solo.
—¿Y qué gano?
Ella le señaló la nota. Justo en la parte inferior, estaba su respuesta.
“P-D. Fuego cariño…”
. Murmuró Oliver Uriel. Era tan relativa esa respuesta que una variedad de significados entraban en ella. No le importó a Oliver. Su mente le decía la verdad. Cada letra era clara en su intensión, sólo hacía falta unirla a la consecuencia más apta: cuidar a Don Isidro.
Javier Isidro Vázquez Flores, un anciano sin razón, al cual se le debía observar a cada instante por lo peligroso de sus actos. Un viejo cascarrabias, rezagado por los traumas de la revolución, hombre que no dormía, sólo respiraba el escaso aire que en sus pulmones circulando se mantenía. Este señor sería su compañero o bien, paciente por un día.
Oliver Uriel tomó dos camiones para situarse en la dirección mostrada en la nota. Entre fragancias hediondas, falta de amortiguadores y sofocante calor pudo trasladarse hasta el largo camino a pie que lo conduciría a la fachada de su destino. La milla iba colmada de jorobas y valles—quizá por ello se le llamaba a sí a la colonia—.La vista gozaba de naturaleza viva. Los arbustos en los primeros pasos de Oliver Uriel abundaban móviles al paso de los tlacuaches que posteriormente si no tenían suerte en su trayecto, acababan arrollados por los autos que el muchacho veía.
El camino se extendía y los lujos también. Como espejos en cada banqueta, se reflejaban casas tupidas de riqueza. Enormes igual que hoteles de las zonas montañosas, con arquitectura fina, no rústica ni mucho menos lisa. Se llenaban de relieves al estilo citadino con privilegio. El lugar era un santuario a la belleza elegante—no a la plebeya—aunque por un lado había sus excepciones.
Una de ellas era de gran tamaño, hecha completamente de madera, pintada en tonos oscuros (gris, negro) sin limpieza en su piel, con lodo seco y un panal colgado de su tercer piso. Sus cuernos asomaban un espejismo pequeño de la Silla al otro extremo de la cuidad. Sus ojos lo miraban a pesar de estar parchadas. Las ventanas estaban bloqueadas—a excepción de una—y desde su interior sería imposible divisar las hojas secas, provenientes de los árboles desnudos en el jardín. El terreno entero transmitía frío, no solo de forma táctil sino visual. Era verano afuera pero en ese lugar el telegrama acerca del cambio de estación no había llegado. Quizá era así, por ser la casa de Don Isidro.
III
La puerta no tenía seguro que bloquease el movimiento de la perilla. Adentro, Oliver Uriel dejó caer su mochila de cuero y la arrastró dando fricción en la acongojada caoba.
Saludó a la nada buscando una señal de vida. Al plantarse en la sala principal, el rostro de Oliver Uriel se pintó de asombro. La zona estaba cubierta de una colosal alfombra en negro con estrellas fugaces amarillas que contrastaban el espeso color en el que el visitante se sumergía. Encima de la alfombra había muebles de madera forrados con un diseño que le hacía compañía al soporte negro y de adornos amarillos.
En cuanto al resto de la panorámica, alrededor tenía asentado objetos de valor antiguo. Entre ellos había un tocadiscos, reluciente, tan aseado y bien conservado que tenía la habilidad de engañar a cualquier inquilino, haciéndole creer ver una recién fabricación del objeto musical. A un lado del tocadiscos, no muy lejos de él, un minibar. Era inmenso en su estante, tupido con bebidas de gran calidad. Ballantiness, Chivas Regal, Buchanna´s, Brandy Don Pedro y otras más. Sumada a todas ellas, había una botella de mezcal sin marca. Oliver Uriel la tomó con sus manos para adivinar su verdadera sustancia. De pronto, un sonido le interrumpió el análisis crítico recién iniciado.
Sobre las escaleras, en el pasamano, unos dedos arrugados como ciruela hacían percusiones usando un ritmo de espera a si mismos pero daban presión al visitante. Una de sus manos fue parar en su cara, llena de surcos y terminó en la boca, para después, con un armónico tosido, llamarle la atención al muchacho. Oliver Uriel al verlo, dejó la botella en su lugar. El viejo subió las escaleras y se metió al segundo cuarto en ese nivel. De inmediato, el joven fue a cumplir su tarea y en poco tiempo alcanzó a su “paciente”.
Su habitación sólo contaba con un muro repleto de libros sin título, cada uno caracterizado por tener sus pastas sin letras que cubriesen su pudor. Era lo único que adornaba junto a una silla, acompañada por una mecedora, la cual, era iluminada por una ventana justo en el techo de la habitación. Bajo las faldas de esa luz, el hombre grande tomaba asiento.
—Acércate, hijo, toma asiento—rompió amable el relativo silencio.
Oliver Uriel atendió a la sonrisa del viejo. Acompañado de un suspiro, hizo un comentario acerca de lo fresco del sitio a pesar de no haber sistemas de enfriamiento pero como si no lo hubiera escuchado, el viejo habló.
—¿Vienes de parte de…?
—Si, señor, mucho gusto—respondió y se presentó sin permitirle finalizar la pregunta.
—Hace tiempo que nadie habla conmigo. Soy invisible a todos, me pierdo en los pasillos, al igual que la verdad en el bullicio humano.
Oliver Uriel apenas entendía lo que la desgastada figura enfrente suyo le decía. Tuvo la necesidad por concentrarse a cada sílaba, pero las manchas en el rostro del viejo le distraían.
—Es fácil para un joven como tú perderse en la oscuridad, sin embargo recuerda que la imaginación es un recurso que enlaza las infinitas realidades.
—Sí, la oscuridad—dijo en un tono apenas impaciente.
—Sí, pero la luz, que para muchos es una guía, a veces ciega y dificulta el camino. De ahí depende el creer en ella a pesar de no verla, por ello mientras más claro veas el concepto de la vida, un amigo o el tú, con certeza debes dudar y utilizar el mismo recurso que en el otro espectro del umbral, para así coexistir armónicamente con el todo—se refería a la imaginación y en un cambio siguió con una advertencia—Cuidado Oliver…las puertas aquí son otros mundos.
La boca se alargó, tan estirada liga parecía dándose paso a través de sus arrugas que hipnotizaba cualquier ojo. La abrió con delicadeza y asomó su dentadura, blanca, limpia y sin desgastar. Lentamente iba soltando una risa, enmarañó su garganta y liberó una telúrica expresión.
—¿No se le ofrece algo?
—No, hace mucho que no necesito algo—siguió con la sonrisa en su cara mirándolo fijo.
—Si necesita de mis servicios, hágamelo saber, estaré en el pasillo.
—Anda, ve y mira toda la casa.
Antes de comenzar la inspección sugerida por el viejo, Oliver Uriel casi derrotado por el desvelo, la cruda y por madrugar—según dicen, Dios les brinda ayuda—fue al final del pasillo, a la última puerta arrojó su cuerpo a la cama. No observó el sitio y cerro sus ojos. Era mediodía, el sol con ardor fundía las calles pero en la habitación donde Oliver Uriel dormía, el clima era frío.
Él sin prisa, ni mucho menos curiosidad, relajó su cuerpo en la ausencia del ruido. Minutos pasaron, un zumbido le molestó. En un santiamén lo relacionó con abejas, venía del exterior y segundos más tarde se desvanecieron hasta morir en la mente inconsciente del muchacho.
IV
Encima de Oliver Uriel se montaba erguida su amistad. La mujer que había dejado en sus manos a Don Isidro, se agitaba el sudor esparcido fuera de cada poro. Ella cabalgó vehemente casi rompiendo su sexo con el del joven. La habitación comenzó a arder, chispas saltaron alrededor de ellos y a cada grito de la mujer el suelo iba explotando. Al espectáculo entero se le agregaron espectros sonrientes, estimulados y babeantes. En sí, eran chocarreros, trataban de participar en el acto. Oliver Uriel les ponía poca atención, le hipnotizaba el coito aunado a los gritos de su amante.
Con fuerza gimió , con rostro perdido, similar al de una droga estimulante en sobredosis. No paraban, ella no se rendía y él en ese estado no se venía. Igual deslizaba como una torre petrolera, atorando y sacando su enorme hombría, sólo que en este caso, no había crudo que se llenara dentro del pozo.
Él la detuvo. La puerta fue rota por una bestia llena de arrugas. Los miró con el único globo ocular en servicio, con él danzaba recorriendo sus cuerpos hechos uno. Ella carcajeó. Al instante, la bestia abrió su mandíbula escupiendo un enjambre a gran presión para que invadieran el santuario carnal. No dejaban de salir, fueron cubriendo los cuerpos de los amantes. Atorándose en sus pubis crearon un camino a la garganta de Oliver Uriel. Los gritos murieron en las cuerdas vocales del muchacho, sólo el golpeteo de las alas sacudió su cuello interno. Las abejas no se detuvieron y el zumbido era tan fuerte como una orquesta. Al final todo el ruido no dejó de parar.
V
Apenas controló su respiración. Lentamente se retiraba de lo que al principio fue una fugaz ilusión. No salió del todo. Se despertó pero el zumbido aún lo invadía. Oliver Uriel miró el reloj en su celular. Eran las tres horas con treinta y tres minutos. Cuando dejó de mirar la hora, se percató que debía cerciorarse del estado de su paciente. Abrió la puerta y sin ayuda ésta se cerró rechinando sus viejas láminas adheridas a la madera. Oliver delicado—el sueño lo había desorientado—peló su mirada, llena de sorpresa y delirio.
hablaba la frase incrustada en la pared. Era distinta a la anterior, la que él presenció antes de relajar su mente en la cama. No había puertas, sólo retratos.
—¿Don Isidro? —la curiosidad cercenó la escasa seguridad que llevaba consigo.
Nadie o nada rompió el viento con sonidos que rescataran a Oliver Uriel de su naufragio en la casa. Se retiró a lo más profundo del pasillo. En el viaje consintió al miedo con un dulce al que algunos llaman “incredulidad”. Revivió su ánimo con premisas que justificaban la pérdida en la casa. Las puertas que dejaron de existir, fueron simple juego de su imaginación. De inmediato tomó cartas en el asunto y dejó su puerto, aquél con el nombre de un desconocido.
Oliver Uriel se acercó al final del pasillo. Encontró unas escaleras, húmedas, rechinantes y en forma de cóncava. Le sonrieron al momento de alzarse sobre ellas. Oliver, consumido por sus demonios internos, se apresuró a la puerta más próxima.
Nada. Sin perilla o madera que acariciara su nariz. Él sufría las consecuencias de los bramidos de su corazón. Estos rasgaron sin piedad al conectarse con el impulsor de su miedo: un ratón. Sigiloso pero evidente al cosquillear los zapatos del casi albino Uriel. Éste miró al roedor, en su cuello cargaba un reloj de mano enredado a su escurridizo cuello pero sin retraer su agilidad. El ratón huyó hacia una abertura, un túnel de la Loma Larga para la percepción del pequeño de cola rayada. Para Oliver era una salida. Para Uriel no era más que una trampa del destino. La decisión fue dividida entre dos. Uno cedía al llamado del fanático del queso y el otro tenía sus pies en cemento.
Un murmullo, tan ahogado y lejos de ahí excitó su valentía. Ese retraído canto le recordó a ella. La única con el conocimiento claro para explicarle la extraña contracción en sus órganos. Al ser la única, la alternativa más pragmática a su alma, fue arrojarse en la madriguera. Lo hizo sin cuidado, las cavidades del túnel lo lastimaron pero su interés estaba al otro lado y esas heridas le parecieron necesarias.
Las puertas que dejaron de existir para él de nuevo florecieron al cruzar el conducto. El viejo, sonriente, le invitó a conocer la casa.
—Anda, hijo.
—Necesito hablar con usted.
—¿Para qué? Yo me pierdo igual que tú.
—Por favor, no entiendo…
—Claro que no, todo está oscuro para ti, te haz encapullado en los terrores humanos, lo que no conoces te paraliza y huyes de él en lugar de examinar—hizo una pausa—anda, mira la casa.
Abrió una de las puertas. Oliver corrió para alcanzarlo, sin éxito la puerta tragó al anciano primero y ésta quedó asegurada. Oliver Uriel en una serie de empujones, derribó el candado interno. Dentro, o bien, fuera, sólo sillas, una hielera volcada sobre gobernadoras sin arrancar. Era el exterior, no una ilusión. Una especie de mujer hambrienta devoraba los cebos extraídos de cráneos ajenos. Sin ojos, mas bien canicas trasparentes, apuntó a Oliver Uriel. Él cerró la puerta. Los golpes detrás de ella reventaron en el corazón del joven para liberar su adrenalina.
Los impactos terminaron. Oliver Uriel, sucumbió a los números en su mente y al tercero dejó la cerradura y veloz, se alejó hasta pasar once perillas y terminar en la doceava.
El sudor empapaba su cuello. Lo iba ahorcando con cautela, pues al enfriarse retraía su garganta y la respiración se hacía menos frecuente ante la resistencia del cuello. Sin importarle, las sorpresas se mantenían a la orden y se habían proclamado en la sopa del día.
—¿Sorprendido? —el viejo, siempre con sus alegres pómulos marcados.
—¿Porqué?
—¡Excelente!, la duda es el primer paso al conocimiento, lamentablemente, es toda la luz que te puedo dar en el camino.
—Déjeme por el amor de Dios—dijo con la desesperación en sus ojos.
—¿Amor? ¿Dios? Palabras tan cotidianas y normales que van en contra del ultraísmo, pero a pesar de ello, son tan ilógicas si las cuestionamos y van más allá de la frontera de esta corriente que trató de innovar.
—No le veo al caso sus comentarios.
—Así de simple, si Dios tiene amor…¿porqué no te protege de mi amiguito?
Con el mismo calibre de su comentario fue disparada la expresión de la pequeña bestia verde decidida a espantar a Oliver Uriel. No lo pensó. En un parpadeo heterogéneo disipó su presencia fuera de ahí.
Al fin en la intemperie. Rodeado por edificios en construcción. El aroma a soldaduras y cemento mezclado en agua voló en los pulmones de Oliver Uriel, quien incrédulo se dijo.
—No es real, una mentira más del viejo.
A lo lejos una desgracia derritió la indiferencia del muchacho. Un joven, cercano a su edad, terminó en piezas separadas por el enorme material que le arrancó cada miembro. La pareja del fallecido, con horror desató lágrimas contiguas al ritmo de la negación. Fue corriendo al otro lado de la calle, se cruzó con Oliver Uriel.
—¡No! ¡No! —la mujer lo tomó de la camisa y con fuerza lo empujó.
En un grave tropiezo, él cayó en una alcantarilla. Tenía fondo. Era claro, de lo contrario no se hubiera llevado tremendo descalabro que lo dejó casi inconsciente. Se quedó al borde del desmayo, ya no escuchaba a la mujer del accidente pero sí, un cascabel acompañado de una canción de cuna. La música lo arrulló, mas tarde el zumbido del ya familiar enjambre, fastidió su persona hasta dormirlo en las cloacas.
VI
Numerosas luces pasaron iluminando el agujero. Al ser constantes los choques en el rostro del joven, dieron bravura a sus párpados para asomarse a la vida. Oliver Uriel tenía una molestia en su espalda, trató de amasarla para desinflamar sus anchas heridas. Los brillos que le despertaron de su inconciencia, aumentaron con fuerza su intensidad y así como aparecieron de igual forma dejaron de acosar al herido.
Solo, a la deriva de las gotas densas de la cloaca, Olive Uriel talló su cara con las manos. En una media vuelta, dio un saltó atrás. Llevó la palma de su mano para callar lo que pudo ser un grito, pero el susto agrietó sus sistemas y los sismos en los nervios lo tambaleaban sin importar que él estuviera harto.
Una ninfa, coqueta y sin mostrase peligrosa inclinaba su cabeza de lado a lado, inspeccionándolo con sus iris verdes.
—¿Es tuyo? —la mujer de blanco le extendió un objeto.
Él habló con el movimiento horizontal del cuello negando todo derecho de pertenencia. Ella con una insigne reverencia se retiró danzando en el agua. Desapareció en la oscuridad, junto a su cabello rojo.
Oliver Uriel encaminó su persona con el deseo de encontrar una salida. En un centenar de pasos la penumbra se agasajó por completo. Usando su cuerpo, el joven pudo chocar con madera, de una fragancia a pino mojado: otra puerta.
Se acomodó en el nuevo cuarto. Tomó asiento mirando a la ventana, la cual era un mirador a falsos edificios—Oliver pensaba así, nada era real, ni siquiera el sofá donde descansaba—El más cercano se adornaba de ladrillos, vidrio y una ventana rodeada por cinta amarilla, con signos oscuros señalando la jurisdicción de una autoridad.
—“Las puertas aquí son otros mundos” —murmuró y entretuvo su vista con una fotografía en la pared.
Dos uniformados sometían a un pintor obsesionado por el arte. Su obra yací envuelta en sábanas llenas de una tinta natural y horrorosa cuando se es filtrada de sus cunas sin necesidad alguna, según sean las ideas del individuo. En el extremo inferior derecho del cuadro, una firma, al parecer, de quien tomó la foto, cuyo espacio se realizó en la ventana ahora abrazada por cintas amarillas.
La imagen se perdió a la vista. Golpes en una de las dos puertas—porque había otra—lo aterraron. Su pesadilla tomó forma al sucumbir la puerta. Aquella bestia con abejas soltadas de fondo de su barriga hizo presencia ante él. Lucía más humano, vestido de pies a cabeza, pero su lenguaje delató su condición, apenas podía articularse sus sílabas y espantaban al muchacho. Oliver Uriel en su carrera evadió aquello que osaba atacarlo.
Toda su aventura continuaba siendo absurda, poco verídica y sin explicación. Su gancho fue una mujer, su deber un anciano y la recompensa parecía no llegar. Exasperado, empuñó su mano para estropearla con la pared—sí, en otra habitación—y ésta se hinchó al menor movimiento. Sin esperanza, apretó las pestañas entre sí. Al separarlas pudo entender uno de los acertijos del viejo. La bombilla en el techo alumbraba el sitio. Oliver Uriel entendió el engaño y de inmediato en un movimiento vertical en un interruptor, la oscuridad apareció. Se puso de pie—el así lo imaginó—empezó a reír y con un suspiro negó toda luz en el camino pues la salvación estaba en entender la nada o bien lo que desconocía hasta entonces.
VII
Durante varios minutos aplicó su imaginación en espacios no visibles a su percepción. Siguió a oscuras. Paulatinamente se fue disipando la negrura que lo carcomía y el anciano apareció a su espalda.
—Felicidades, ya entendiste que hay que enfrentar lo desconocido.
Oliver Uriel giró su cuerpo hacia el único parlante en la sala principal—ahí se encontraban—El viejo relajaba su cuerpo en un sillón individual, vestido con bata, sosteniendo una pluma grande, quizá propia de una ave. Tenía algo peculiar, sus filamentos eran cabellos humanos, secos y endurecidos sin razón aparente. Con ella, el anciano escribía ciertas notas que no fueron vitales a los negocios del joven.
—Quiero que me explique todo.
El viejo no dio señal mas que su caminar hacia el segundo piso de la casa. Entró en el cuarto donde se conocieron. Ahí se posó recio en la mecedora, con el afán de aclarar las incógnitas que se respiraban en el aire.
—Los hombres tienen una visión pobre de la realidad. Hay que recordarles que la esfera a la que llamamos vida tiene una infinidad de ángulos.
—¿Cuál es el punto?
—Está claro señor Oliver, que los humanos se han desviado a una pobre vida, encarcelada en la cotidianidad. Han olvidado a seres como nosotros en sus inertes curiosidades. ¿Es que no lo ven? En esta ciudad, la industria crece igual que una plaga, se han enterrado en el dinero, la pobreza, la explotación demográfica, el tráfico…
—Vaya al punto.
—¡Van en un línea recta, se han tapado los ojos a lo sobrenatural y olvidaron que existimos! Usted señor Oliver, es la llave a una leyenda. Historias que enlazan generaciones pero a la vez nos mantienen “vivos”, si es posible definirlo así para las mentes de las personas. Como usted, varios pasaran aquí y darán vuelo a nuestra leyenda, a la casa que habitamos y así se darán cuenta que no están solos.
—Entonces…¿Soy una leyenda?
—Bueno, hijo, primero tienes que sobrevivir, yo por mi parte lo he hecho a pesar de ser perseguido en esta casa. Pregúntaselo a él que nos ha mantenido en este mundo. Él era el único, ahora tú eres el que debe salir.
—¿De quien habla?
El viejo con un curioso movimiento del índice apuntó respondiendo a la pregunta. Ahí erguida y furiosa estaba la bestia del sueño. Arrojó su surcado cuerpo en contra del anciano—él, sonriente, no puso resistencia—y la mente de Oliver abrió un pasaje suyo.
“Cuídalo, que no se haga daño”
Olvidó todo. Sin recordar lo ocurrido en la casa fue a proteger al paciente. Tomó unos de los libros vacíos, el de mayor grosor y lo estrelló en la nuca de la tartamuda bestia. El anciano tomó asiento. Oliver Uriel fue arrastrando el cuerpo y para su ignorancia, el monstruo resultó ser humano. No podía creerlo. La situación se tornó en una gran decepción, la amistad del joven arribó ardiente al segundo nivel y con voz varonil y diabólica le llamó la atención.
—¡Te dije, cuídalo!
Oliver dio un vistazo al cuerpo que venía arrastrando. Confundido, miró al cuarto. La mecedora bajo el resplandor de la única ventana con luz, rechinaba de un lado para otro sin que nadie estuviese en ella.
Monterrey N.L. Junio de 2004
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