Estaba harto. Los potes de pintura fueron desparramados por el suelo. Todos sus lienzos fueron rasgados, destruyendo así las pinturas más bellas que había hecho en la vida. Y él estaba ahí, acurrucado en el suelo, esperando a que la muerte lo visitara.
Pasaron las horas y él seguía ahí, llorando sin parar. De vez en cuando miraba hacia la ventana, el cual aún deslumbraba con la luz del sol. Pero ni eso era real. El mundo hacía tiempo se sumió en la oscuridad. Y el ingenuo del pintor creía que podía poner color a la vida.
Sí. Vaya vida de mierda. O eso pensaba él, que hacía tiempo no salía de esa depresión. Solo la muerte podía liberar de ese peso, de esa angustia que sentía por ser una carga para su familia.
El exterior se oscureció. El pintor siguió en el suelo. Ya no lloraba. Sus ojos se secaron por completo. No recordaba cuántas pastillas se tomó. Aún así, le daba igual. La muerte seguía sin aparecer.
O quizás ya había muerto. No lo sabía y no quería saberlo. De todas formas, solo se dedicaba a respirar, como un autómata, sin objetivos ni deseos de seguir adelante.
Cuando la oscuridad lo envolvió por completo, se levantó. Si había muerto, podía atravesar las paredes sin problemas. Hizo la prueba, pero terminó golpeándose la cabeza.
Aún seguía vivo, muy a su pesar. Pero ya era tarde. En tres días sería la exposición y aún tenía varios cuadros que terminar.
Se quedó pintando toda la noche. Ya después de finalizar la exposición, lo volvería a intentar. A la próxima, no fallaría. |