Era un viernes por la noche cuando Carlos despertó de forma fugaz e intempestiva por una luz brillante y un ruido ensordecedor. Carlos era un niño de 13 años que vivía con sus padres y su hermano mayor. Le encantaba la astronomía. Se perdía, navegaba entre los planetas del sistema solar, las bellísimas estrellas, el pasar fantástico de los cometas, y los peligrosos y enigmáticos asteroides y meteoritos. Creía firmemente en seres de otras partes, de otros mundos.
A Carlos esta firme convicción, le produjo diferentes problemas. Sufría las burlas, el rechazo y la animadversión de todos. De sus compañeros de escuela, de sus amigos del barrio, de los vecinos, incluso de su familia, que en muchas circunstancias lo tildaban de “loco” u “orate”. Pero esto a Carlos no le importaba. Seguía creyendo firmemente en su sueño, en su deseo. Un día Carlos tuvo la idea de hacer una nave espacial, para viajar y conocer a los marcianos. De este modo, al tiempo que cumplia sus obligaciones en la escuela, Carlos poco a poco fue fabricando metódicamente su nave. Con elementos simples, como llantas, el cascarón oxidado de un carro viejo que era de su padre, aluminio, cajas y algunos elementos extraídos del desván, pero sobre todo con una fe incalculable. Esto, terminó por absorberlo, por consumarlo e incluso llegó a límites insospechados. Pero al finalizar aquella tarde soleada, logró terminar su tan anhelada nave espacial.
Al siguiente día, caminaba despacio para ir al colegio. El aire chocaba de forma atroz en su cara angosta y lánguida. Estaba dichoso. Su alegría era inconmensurada. Dos sujetos, uno alto con gafas y otro pequeño que parecía un mono, lo vieron pasar con tan semejante felicidad y murmuraron.
-Mira, ahí va el niño loco de los alienígenas-. Dijo en forma peyorativa el de las gafas.
-Si-. dijo el que parecía un mono. -¿Porque irá tan contento?-.
-Quizás, venga de hablar con su amigo de Júpiter- Dijo sarcásticamente el de las gafas
Lo cual causó la risa burlona de los dos sujetos. Carlos no les prestó atención. Ese día en la escuela fue plenamente satisfactorio para Carlos. Su entusiasmo era radiante. Era contagioso. Respondía a las preguntas de sus profesores en clase.
Al terminar la jornada escolar, Carlos se dirigió de manera fulgurante y lleno de júbilo hacia su casa. De repente el cielo se volvió gris y comenzó a llover muy fuerte. Al llegar a la casa, escuchó ruidos y al percatarse que provenían del segundo piso, corrió y subió las escaleras estrepitosamente, casi cayéndose, se dio cuenta que su hermano Calixto había roto su nave con un bate de béisbol.
-¿Qué has hecho?- exclamó Carlos -¿Porque?- preguntó con atónito asombro.
-Estoy mamado que la gente diga que somos unos locos por tu culpa- respondió con enojo Calixto -Madura bobo, los extraterrestres no existen. Ahí tienes tú estúpida nave dañada, para que crezcas de una vez por todas-. Con una fuerte indignación, una ira descontrolada y pronunciando fuertes alaridos, Carlos se abalanzó hacia su hermano y comenzaron una lucha desigual, donde Calixto llevaba todas las de ganar por ser más robusto que Carlos. Sus padres los separaron rápidamente. Se llevaron a Calixto a otro lugar de la casa, y Carlos llorando sin consuelo alguno miraba su nave hecha trizas, buscando entender lo que había pasado. Vio, cómo su sueño se fue al piso, como se le escurría de las manos, como agua que se escurre entre los dedos. Su tristeza era inmensa. Pasó así varios días. Hasta aquel viernes por la noche, donde aquella luz brillante invadió toda su habitación y de una manera mágica y sorpresiva aparecieron ante Carlos los marcianos. Aquellos seres maravillosos en los cuales había creído siempre y con los que había soñado toda su vida. |