Sobre la Barca de la vida
Las aguas de ese mar, mal llamado mar, porque es un lago, que esta circundado por montes y se yergue pacifico, en los días de calma, solo movidas sus aguas por la brisa de primavera, las mece y ondea levemente. Es el Mar de Galilea, en Israel, sentimos el menear de las olas, en esa barca de turismo, cuando mi esposa y yo, junto a nuestro grupo de viajeros disfrutamos, es una sensación de verdadera paz, paz que acoge, paz que es espiritual.
Nuestro viaje incluía un paseo por las aguas del Mar de Galilea, un hermoso lago de agua dulce en el centro de la provincia de Galilea, al igual que en la época de Jesús, alberga a muchos pueblos circundantes, pueblos bíblicos pero ahora con nombres en su mayoría árabes. Así embelesados por la calma del paseo, ella, mi esposa me tomaba fotos y más fotos, benditos Gigabytes que ahora nos permiten almacenar miles de fotos, tantas que a veces ya ni las revisamos.
Pero a mí me invadía una melancólica reflexión, caía en una absorción interna, que me trasladaba a una época muy antigua, a más de dos mil años, a esos días en que el Señor Jesús navego por estas mismas aguas, en una barca de pescadores, con su amigos, sus discípulos, bueno por supuesto, que ellos no estaban tomando fotos a diestra y siniestra, no por favor.
Mi reflexión era que a pesar de esos dos mil años transcurridos, algo en mi me traía a la mente una situación, un hecho que paso en ese mismo lago, en esas aguas, en una barca. Y lo que se me presentaba era como una película ante mí, la historia era esta: 23 Luego subió a la barca y sus discípulos lo siguieron. 24 De repente, se levantó en el lago una tormenta tan fuerte que las olas inundaban la barca. Pero Jesús estaba dormido. 25 Los discípulos fueron a despertarlo. —¡Señor —gritaron—, sálvanos, que nos vamos a ahogar! 26 —Hombres de poca fe —les contestó—, ¿por qué tienen tanto miedo? Entonces se levantó y reprendió a los vientos y a las olas, y todo quedó completamente tranquilo. 27 Los discípulos no salían de su asombro, y decían: «¿Qué clase de hombre es éste, que hasta los vientos y las olas le obedecen?» Mateo 8:23-27
Somos tan pequeños, tan poca cosa ante el poder y la inmensidad de Jesús, tan inútiles y frágiles somos, nos creemos dueños de nuestro destino, del cual nos engañamos en creer que hacemos y deshacemos en nuestras vidas, pero no, realmente no podemos, nuestra vida es limitada, finita y en cuanto llega esa tormenta a nuestras vidas, nos desesperamos, nos angustiamos y gritamos como los discípulos: —¡Señor —gritaron—, sálvanos, que nos vamos a ahogar! Sálvanos, sálvanos empezamos a gritar, a clamar, a llorar.
Cuando las aguas están tranquilas en nuestras vidas, navegamos placidos, relajados, alegres, llenos de vida, es cuando nos sentimos dueños del mundo, henchidos del pecho, pero no siempre será así. Tu, yo, el, todos pasamos por tormentas, a muchos nos agarra desprevenidos, sin recursos, porque las aguas calmas nos embriagan de confianza, y luego nos cae encima la ola fulminante, ¡Nos vamos a ahogar! Ese es el grito.
Aunque muchos piensen que podrán salir airosos de esas tormentas, que si pueden salir avante de ese trance triste, no podrán evitar quedar heridos y afectados por la tempestad. Y es que en esa última parte de la historia de Jesús, El mismo dice: —Hombres de poca fe —les contestó—, ¿por qué tienen tanto miedo? Miedo, si ese miedo que paraliza y se convierte en pánico, cuando tratamos de resolver nuestra vida de tormentas solos, con nuestras propias fuerzas, ese es el error que comúnmente cometemos, nos olvidamos que hay alguien más fuerte, todopoderoso y a quien nadie ni nada se le puede oponer, ese es Jesucristo, aquel que calmo las aguas con tan solo ordenarlo, “Entonces se levantó y reprendió a los vientos y a las olas, y todo quedó completamente tranquilo;” ese es el Señor en quien podemos estar confiados, el que estará ahí si lo llamas, si le dices: Señor, sálvame, sálvame de mi propia maldad, sálvame de mi egoísmo, sálvame de mi mismo. Y El vendrá a salvarnos, y será para salvación eterna, para una vida con El por siempre.
Ahí está la barca meciéndose sobre las aguas del lago, suave brisa que apacigua y llena el alma de paz, esa paz que solo Jesús la da.
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