Clarice Lispector
“Un cuerpo mirando por la ventana”
Rodeado de cientos de miles de libros en varios pabellones de la Feria del Libro, en mayo pasado, me preguntaba con una amiga escritora qué sentido tenía escribir un libro más, para lo cual eran necesarias varias jornadas de insomnio forzado junto a tazas ya frías de café tinto.
–Por el placer de escribirlo –concluimos.
Y no por un egoísta sentido de escribirlo por escribirlo, algo así como el arte por el arte. Sino porque la escritura forma parte de esa búsqueda interna de lo que se es. O de lo que se sueña ser.
Para eso escribo yo, al menos: para tratar de encontrarme y, en la medida en que lo haga, acercarme un poco más, con afecto, al resto de la humanidad.
En tanto el proceso de creación es íntimo, individual, solitario, se siente como si se fuera un sencillo demiurgo que permite que otros seres afloren a la vida. Seres que habitan el alma, o almas que habitan un espacio desconocido y piden permiso para vivir. “Todo lo que escribí es verdad y existe. Existe una mente universal que me guió”, dice en “Silencio” –y no es un juego de palabras– la escritora brasilera Clarice Lispector.
Me gusta. Mucho, me gusta Clarice Lispector. Por su forma desobligante de abordar la escritura, por la forma de relacionarse con los lectores y consigo misma (“mi juego es claro: digo lo que tengo que decir sin literatura”), por la forma como establece códigos que el lector verá en su libre albedrío si toma o deja. Si lo hace, establece un diálogo con la autora, pero si no acepta esos códigos y deja el libro a mitad, a ella no le importa.
Y hete aquí –como dice ella– que estoy hablando en presente, pese a que Clarice Lispector murió en 1977. Y hablo en presente, porque los autores y sus obras perduran, algo que seguramente a ella tampoco le importa. Su búsqueda continúa siendo interior, pretendiendo alcanzar los más recónditos secretos de su alma. Es por eso que cuando empieza una historia lo hace con la contundencia de quien dispara una pregunta a quemarropa: “El caballo está desnudo” o “Esta cosa es más difícil de lo que cualquiera puede entender. Insista” o “Más allá de la oreja existe un sonido, la extremidad de la mirada un aspecto, las puntas de los dedos un objeto: es allí a donde voy”.
El resto de la historia se desenvuelve sola, a pesar de Clarice Lispector o precisamente por sus múltiples dudas compartidas con el lector: “¿Y qué hacer con la historia? Tampoco lo sé, la doy de regalo a quien la quiera, pues estoy harta de ella”. Y que sea el lector, en una construcción mutua, quien la termine, al convertirse, también él, en un demiurgo de la literatura. Complicado.
Le brinda a ese cómplice los elementos para que juntos avancen en un texto absolutamente impredecible, “esa cosa que no quiero todavía definir”, para que ambos imaginen y ensayen, e incluso llega a permanecer expectante la respuesta del lector: “Me siento curiosa y atenta. Es sólo eso”, afirma en un cuento que lleva por título “Un caso complicado”, en el que no duda en confesar que, por tratarse de un caso complicado, no le será fácil desentrañarlo. Y pide disculpas “porque además de contar los hechos yo también adivino y escribo lo que adivino. Yo adivino la realidad. Pero esta historia no es de mi cosecha. Es de la zafra de quien puede más que yo”.
Así que le queda a uno el compromiso de la construcción compartida, aunque al final sea ella quien ponga el punto final al cuento sobre el papel encuadernado. Porque, en la práctica, el texto debe ser construido más allá, en una proyección cuya responsabilidad recae, esta vez, sólo en el lector.
Por eso escribo, ahora, de Clarice Lispector, de quien no tendré la fortuna de que me lea, con la misma pasión con que yo leí su último libro de cuentos, “Silencio”. Aunque, a lo mejor, sí lo haga, en la medida en que también se convirtió en uno de mis personajes y yo hago con él –con ella– lo que me dé la gana, esto es, dejarlo libre, para que viva, como ella dice: “Soy una mujer, soy una persona, soy una atención, soy un cuerpo mirando por la ventana”.
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