Mis familiares fallecieron a temprana edad y ese choclo existencial comenzó a desgranarse a comienzos de mil novecientos cincuenta y siete. Fue cuando murió mi abuelo paterno, a la edad de 59 años, lo que hoy escandalizaría a muchos adultos que posiblemente ya están en una nueva relación luego de un matrimonio frustrado o acaso proyectan iniciar una aventura de escalamiento, incluido el Everest o una gran corrida por Nueva York o, ¿por qué no? desafiar a esos furiosos toros de Pamplona.
Una década más tarde, uno de mis tíos políticos falleció a la casi juvenil edad de 42 años, víctima de la prodigalidad de un vicio que hoy más más me huele a un programado suicidio, aunque a lo mejor él sólo aspiraba a embriagarse en silencio y sin compañía. Él era un ser muy pacífico, hogareño y de gran simpatía, una de esas personas livianas que se hacen queribles por el simple motivo de tener poca o ninguna injerencia en la vida de los demás, salvo por el parentesco, que a veces se confunde con la blandura del saludo a la pasada y de su propia intrascendencia cotidiana. Su afición, o su evasión de beber grandes cantidades de vino tinto, trasegado con mirada melancólica pudo ser inspiración para crear mundos diferentes. Y esa fue su panacea para irse a tan temprana edad de esta vida, que se le apagó de golpe.
Mi abuelo materno se fue a los sesenta y ocho años, en la antesala de sus años dorados, tan pregonados hoy por las aseguradoras y administradoras de pensión. Vivió y amó como quiso y es posible que hubiese durado el doble, salvo por el vicio del licor, que le puso fecha de término a sus grandes dotes de conquistador. Se casó ya bien maduro, ya que la viudez temprana le obligó a cuidar de sus hijos sin intermediarias. En eso fue noble y abnegado. Gustaba del servicio público, del contacto con sus pares y como era bien encarado, las féminas le rondaban. Pero, a la edad en que hoy muchos se proyectan con nuevas tareas y metas, él dobló el asta y se fue de este mundo en medio de lágrimas y vítores.
Todo este prolegómeno lo hago ante una noticia que leí hoy y que habla que Chile es el segundo país con más esperanza de vida después de Canadá, con 85,5 años promediados. Y eso no sé si me suena a epifanía o a maldición, considerando que muchos de esos provectos personajes cargarán por una gran porrada de inviernos sobre sus esqueletos famélicos, coleccionando miserias, enfermedades y privaciones. Hay algo discordante en todo esto, considerando que las pensiones de vejez son miserables para la gran mayoría, la vejez carece de oportunidades en la sociedad, es estigmatizada, arrinconada, escondida. Existe un culto a la juventud, no hay modas ni espacios que incluyan a los viejos, que condescendientes, sólo sonríen con tristeza cuando se les denomina integrantes connotados de los años dorados.
Y no puedo evitar recordar a esos parientes difuntos, que vivieron en una época en que al parecer la vida se saboreaba y se disfrutaba y hayan sido cuarenta y dos, cincuenta y siete o sesenta y ocho los años que estuvieron en esta tierra, no creo que se hayan ido disgustados con la vida, porque mal que mal y cada uno a su manera, la disfrutaron o la abandonaron en la plenitud y en el hartazgo, tan rozagantes e incluso más vivos que esos ancianos que hoy languidecen en sus carencias.
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