Joel tenía una caja llena de cosas que no iba a usar en su vida. Las iba a poner en el sótano. Idea que a Joel no le gustaba nada. Le aterraba el sótano porque la noche anterior había escuchado varios chillidos, como una especie de coro de ratas.
Joel no solo le temía a las ratas, las odiaba.
De todos modos va a poner esa caja en el sótano. No había nada de qué preocuparse, se decía a sí mismo. Lo único que tenía que hacer era bajar como un rayo, dejar la caja donde sea, subir de nuevo corriendo, llamar al exterminador y problema resuelto.
Joel abrió la puerta mostrando solo una bruma de oscuridad. Con la no tan pesada caja en sus sudorosas manos, que le impedía ver sus propios pies. Dio el primer paso.
Nunca en su vida se había arrepentido tanto de echarle mucha cera al suelo.
Cayó rodando por las escaleras junto con sus objetos inútiles. Mientras caía un rápido pensamiento pasó por su cabeza, que era golpeada por los escalones. Mejor hubiera arrojado la caja.
Aterrizó en el suelo terroso, tenía tierra en los ojos, la nariz y la lengua. Se puso de pie como pudo, los músculos le dolían a matar y a morir. Pudo ver una pequeña luz saliendo de la puerta abierta. Los diez escalones que tenía que subir le parecían cien.
- ¿Esto podría empeorar?
El sonido de la puerta cerrándose respondió su pregunta.
Joel soltó una maldición en la oscuridad. Los chillidos empezaron en la negrura del sótano. Joel comenzó a temblar. Necesitaba luz. Buscó entre tanteos y encontró un interruptor. Rogó con todas sus fuerzas que el foco funcionara. Cuando acercó su mano para encender la luz unas cucarachas le cedieron el paso.
La luz tardó un poco en encenderse y cuando lo hizo Joel se dio cuenta que ese foco no había sido cambiado en años. Más que una luz amarilla era una luz casi de color mostaza. Sin embargo el sótano estuvo lo suficientemente iluminado para ver a una rata escondiéndose detrás de un viejo ropero.
Joel quería huir pero esa mancha roja aplastada en la pared captó su atención impidiéndole ir a una dirección que no sea hacia adelante. Era una mancha de color rojo enorme y viscosa. Lo que más captó su interés y su miedo fue que esa masa gelatinosa latía. Estaba viva y ocupaba casi toda la pared.
Joel se acercó cada vez más hasta estar a solo unos centímetros de la cosa. Tenía un enorme grumo en el centro. Era lo que latía. Joel quería tocarlo, debe de ser como silicona pero resistió su curiosidad. No sabía que le podía pasar si tocaba esa cosa. Mejor sacaba una muestra, tenía una cajita de hisopos en su cuarto y un pequeño frasco de mermelada en su cocina.
Joel podría llevarlo al laboratorio de la universidad en la que trabajaba, es profesor de literatura. Sus colegas deben de saber mejor que él que era esa masa. Se dio la vuelta para salir del sótano pero cinco ratas grises interrumpieron su camino.
Joel soltó un grito de niño asustado. Corrió hacia el sentido contrario golpeándose la cabeza contra la pared y con la masa.
Sentí a la cara caliente y el cuerpo pegajoso. Su ropa se pegaba con el sudor y la masa. Intentó salir pero la masa se hacía más caliente y pegajosa, como si fuera una mosca en un papel atrapamoscas bañado en miel.
En poco tiempo ya no podía moverse, intentó gritar, pedir ayuda al aire porque estaba solo. No podía, su boca estaba cubierta con masa gelatinosa que se hacía más espesa dentro de él cuando la tragaba.
Ya no quedaba nada de Joel solo una mancha roja mezclada con su sangre. El bulto grumoso latente de la mancha roja comenzó a caerse poco a poco hasta llegar al suelo terroso. El líquido gelatinoso se mezclaba con la tierra mientras se iba disolviendo del huevo membranoso que se dejaba ver.
Era transparente y se rompía poco a poco. Una criatura de tres paras salió de ese huevo. Se puso de pie con mucha facilidad y abrió sus enormes ojos negros. Su boca también se abrió mostrando unos pequeños colmillos en desarrollo.
La mancha roja también dejó caer otro bulto. Esta vez era la pierna de Joel en carne viva. El pequeño ser de tres patas caminó tambaleándose hacia su comida y comió su primer alimento.
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