Fue un día de otoño, en el que las hojas parecían bailar una danza de difuntos, cuando Elisa encontró a su abuela inerte sobre la cama. Entre lágrimas miró a la anciana que yacía envuelta en aquella antigua camisola blanca con los cabellos blancos cayéndole sobre el pálido rostro. La luz de una tarde grisácea la iluminaba en el que ahora era su lecho eterno. Una dulce paz adornaba aquel noble y querido rostro inanimado que, aun con el soplo de la muerte sobre la cara, se veía hermosa.
Sobre el pecho de la anciana descansaba un cuaderno de hojas amarillentas y ajadas, que muchas veces ella vio a su abuela guardar en el cajón secreto de su escritorio. Sólo una vez, siendo casi una adolescente, al advertir la curiosidad en sus ojos, su abuela con un tono que anunciaba un secreto, le dijo: -Es mi Diario mi niña, mientras la anciana lo guardaba y cuya llave siempre llevaba colgada al cuello.
Elisa tomó el viejo cuaderno con los ojos inundados de lágrimas. Al abrirlo un papel cayó al suelo y por entremedio de los pliegues se asomaron restos una rosa seca. Se agachó para recoger con delicadeza cada uno de los pétalos marchitos de aquella flor atrapada en el tiempo. Luego tomó el papel en el que la anciana había conservado aquella rosa durante años y lo abrió desplegándolo lentamente; bajo la rosa, en forma casi imperceptible y apareció una caligrafía antigua y diminuta, donde con dificultad podía leerse: “Te espero a las 5 en la plaza junto al quiosco de música. Si no vienes entenderé que ya has decidido y te amaré siempre. Alberto”.
Elisa abrió sus enormes ojos verdes, el mismo verde de los de su abuela y una pregunta enmudeció en sus labios: ¿Quién era o sería aquel Alberto? Tomó el diario y se sentó en el sillón junto a la cama donde ahora dormía la anciana su último sueño. Abrió la primera página y leyó la anticuada pero hermosa caligrafía de su abuela.
La primera página estaba fechada en 1920. En ella leyó que su abuela escribía sobre sus angustias y temores acerca de la que sería su boda. Un matrimonio en el que no tuvo participación alguna. Tenía 18 años y estaba a un mes de casarse con un hombre al que no amaba. Su familia había elegido por ella.
El relato comenzaba con el día en que su abuela buscando por algunas horas una válvula de escape del inexorable destino que le esperaba, salió a comprar un cuaderno como éste una tarde en que la lluvia caía lenta y fría.
Se enteró leyendo página tras página de aquella tarde de lluvia en que su abuela caminaba absorta en sus pensamientos con la cabeza gacha había chocado con un desconocido y, el cuaderno que había recién comprado en un ayer ya muy lejano había caído al suelo mojado por la lluvia. De cómo al mirar los ojos de aquel forastero se había sentido atrapada por el marrón casi de miel oscura de su mirada. Relataba como Él se disculpó y se quitó un viejo sombrero en un gesto galante y le recogió el cuaderno que había caído en el charco de la acera.
Así habían empezado a hablar. Cuando el desconocido se disculpó de nuevo por su torpeza y sinceramente sonrojado se ofreció a adquirir uno nuevo, que Ella por supuesto no se lo permitió, pero, como un modo de disculpa aceptó que la invitara a tomar un café en la única cafetería de la ciudad.
Ese mismo día se enteró de que se llamaba Alberto, que trabajaba en una tienda de abarrotes y de que algunas noches tocaba el violín en un restaurante. Por su parte ella le contó que era Emilia, hija de un aristócrata en bancarrota, pero con un apellido pomposo y que estaba destinada a casarse para dar nombre y alcurnia a un rico industrial sin nombre conocido, pero que salvaría a su familia de la pobreza inminente.
Así su abuela relató cómo había caído bajo el hechizo simple y sincero de Alberto. Se vieron muchas veces más, siempre a escondidas, dándose y robándose besos, abrazos y poesía. Se amaron entre las sombras de los árboles y enredaderas del parque, como niños que descubren por primera vez la magia de primavera.
Poco antes del día de su boda, cuando ya el vestido y el velo de la toca colgaban del maniquí y los mozos y cocineros ultimaban las recetas, los arreglos de flores y decoración para la gran boda, Alberto le propuso que se fugase con él. Ella con el corazón latiendo tan rápido como un zumbido desbocado, aceptó. ¡Sí aceptó! porque la vida junto a Alberto, a pesar de pudiera ser más pobre y menos acomodada, sería mil veces más auténtica.
Decidida a todo, preparó una maleta y se dispuso a esperar que Alberto le avisara mediante un mensaje el día, hora y lugar de la cita como habían acordado antes. Pero, al día siguiente un mensajero sólo trajo un regalo para Emilia. Su familia no puso reparos en que lo recibiese pese a la vigilancia draconiana a que sometían su vida en los últimos días. Y el regalo fue a parar junto al centenar de los otros que ya había recibido.
Aquel regalo era un cuaderno con un hermoso empaste de cuero que tenía grabado su nombre en letras doradas, EMILIA. En su interior sólo encontró, protegida por un papel de seda blanco, una rosa prensada; capturada en toda su perfección y de la que aún hoy emanaba un dulce aroma. Ella, ansiosa y sonriente buscó y buscó en todas y en cada una de las páginas tratando de encontrar el mensaje que Alberto debería haber escrito en alguna de ellas. Lo único que no tocó por miedo a estropear la rosa, fue aquel papel de seda, que sin duda estaba allí para proteger la flor. Sólo la abrió un poquito para aspirar su aroma. No encontró nada y descorazonada, escondiendo su dolor y lágrimas guardó el cuaderno con la rosa envuelta en el blanco papel de seda.
Jamás volvió a ver a Alberto y jamás volvió a tocar la flor, guardándola como una muda prueba de su único gran amor. Nunca más le llegó algún mensaje, ni hubo ninguna comunicación posterior.
Meses después, de vuelta del viaje de bodas supo por conversaciones casuales que Alberto había desaparecido de la ciudad y que se había comprado un pequeño hotelito cerca del mar en una playa lejana. Resignada Emilia continúo con su vida, con su matrimonio y con su creciente familia, escribiendo siempre en el cuaderno que tenía su nombre en letras doradas.
Llegando al final, casi en las últimas páginas y sintiendo cercana su muerte, la anciana escribió que agradecía a la vida su larga existencia. Todo estaba escrito allí y en esas fotos color sepia que había ido pegando en algunas de las páginas: sus viajes, sus hijos, sus nietos y biznietos. Sí, la mayoría de lo que mereció la pena haber vivido en este casi siglo de existencia.
Eliza Cerró el diario y secó sus lágrimas. Luego acercó el viejo cuaderno a su nariz para aspirar el olor de su abuela que aún estaba impregnado en aquellas hojas y guardó el viejo cuaderno en el que aún se podía leer el nombre grabado de su abuela: Emilia. Y pensó que lo mejor que le había ocurrido en la vida a su abuela no estaba allí.
Ya en el cementerio luego del responso final y una vez que los sepultureros hubieron acomodado el féretro que contenía el cuerpo de la querida anciana para bajarlo a lo que sería su última morada; antes de que sellaran definitivamente la tapa del ataúd, Elisa se acercó al cadáver de su abuela y besó su frente depositando entre sus manos pálidas y frías el ahora amarillento papel con la rosa reseca.
Nadie notó que en una esquina lejana del cementerio bajo el árbol de las Magnolias un hombre joven con sombrero sonreía, ni que una leve sonrisa se dibujaba en el cadáver de Emilia mientras era bajado a lo profundo de la tierra.
FIN
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