El pintor surrealista, retrocedía y regresaba, exactamente al mismo punto de partida, como un sincronizado cronómetro. Aún colgaban en sus manos manchadas, la paleta colorida y el viejo pincel especial de cerda de caballo que utilizaba para definir el color de los espacios amplios de su obra.
El cuadro firme e inclinado hacia atrás (sobre un tosco caballete de aluminio) en un ángulo de cuarenta y cinco grados, ejercía una terrible influencia sobre él, lo perturbaba profundamente y no lograba entender, por más que se esforzaba, el motivo de esa incomprensible y peculiar atracción compulsiva.
En el centro del cuadro inconcluso, un hombre joven con los brazos ensangrentados, sentado en un destartalado sofá cama (los ojos llenos de terror) apretaba por el cuello a un iracundo gato negro que se debatía, desesperadamente, tratando de liberarse de sus manos; en el desesperado movimiento las filosas y puntiagudas garras de sus felinas patas dejaban visibles surcos verticales de sangre, que se abrían en la piel, dolorosamente.
Se acercó nuevamente, a escasos centímetros del lienzo (creyó sufrir de algún tipo de alucinación o efecto hipnótico psicosomático; es decir, de la presencia de algún fenómeno extraño provocado por algo que pudo tomar, comer o ingerir de algún modo en cualquier momento) y miró detenidamente lo extraño de la composición temática de la pintura (parecía tener vida), una y otra vez, hasta convencerse totalmente de que no era una simple ilusión óptica lo que presenciaba ese momento.
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Un hombre joven con una bata ancha azul entraba lentamente al interior del taller de pintura (un gato negro se desliza entre sus piernas, ronroneando), empujó violentamente con el pie derecho al gato negro que lo había perseguido desde el dormitorio, haciendo un gesto de fastidio. Hechó una ojeada rápida entre el montón de pastas de óleo apiladas sobre la mesa, hurgó entre el montón de pinceles que se remojaban en un líquido viscoso en el interior de un recipiente de vidrio y escogió el mismo par de siempre.
El gato desapareció. Él, empezó a sentir una especie de mareo y se recostó, mecánicamente, sobre la superficie incómoda del destartalado cama sofá de la buhardilla; de pronto, como surgido de otra dimensión, el ataque inesperado del gato negro lo sorprendió horriblemente, se repuso lo más que pudo y tomó al felino por el cuello, empezó a apretar más y más en forma exasperada mientras el animal poseso lo arañaba en los brazos con salvaje ferocidad.
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Despertó empapado de sudor, la resaca de la ingesta alcohólica de la noche anterior lo atormentaba fatigosamente. Miró a su alrededor, confusamente, el brillante resplandor del sol le pegaba directamente en el rostro después de atravesar el tragaluz de la pared frente a la cama. Se emocionó un poco al comprobar que todo ese alboroto psicológico había sido simplemente el producto de esa alucinante y fea pesadilla que se repetía por quinta vez en la semana; copo negro (un bello gato negro Angora) descansaba profundamente dormido a lado de la cabecera de la cama, sintió una inusual repulsa y fastidio (copo negro dormía todo el tiempo en el mismo lugar) y lo lanzó hacia el piso de un violento manotazo, un doloroso maullido se dejó escuchar. Se levantó, ya no podía seguir acostado, el calor era insoportable, la sed, el dolor de cabeza que parecía explotar dentro del cráneo, todo lo incomodaba ese momento.
A fin de cuentas, después de experimentar profundos estados depresivos como esos es que parecía que la inspiración por pintar se agigantaba en su interior de artista plástico frustrado. Terminó por fin de vestirse, tomó la ancha bata azul que utilizaba para pintar y se la puso por encima de la camisa. Salió del dormitorio en dirección del taller de pintura (un pequeño cuarto de construcción de caña a lado de la casa), abrió el seguro y caminó hacia el interior sin ninguna prisa; un hermoso gato negro Angora se desliza entre sus piernas, ronroneando.
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