Caminaba apurada por Pio Nono, atrasada, pero con esa tranquilidad de que ya nada puedo hacer. Prendí un cigarrillo. La gente me empujaba, estaba lleno y caluroso, aunque eran las nueve de la noche.
El olor de las mezclas de incienso y palo santo prendidas por los vendedores ambulantes, mareaba un poco. De pronto, apareció aquel rinconcito de libros usados. Me acerqué a husmear, y en tu mano vi un texto que no me gustó nada. “La puta de Bailonia” encontré que estaba lleno de resentimiento y además mal redactado.
-Lo encontré muy malo -no pude evitar opinar.
El vendedor arqueó las cejas y con una mirada de desaprobación me hizo callar. Seguí revisando la pilita de libros gastados, pero insististe.
-No encontraras lo que buscas –añadí- Sonreíste, y te apartaste.
No vi nada interesante y el hombrecito miró molesto. Así que continué con mi caminata a la clase, muy atrasada. Unos pasos apurados me alarmaron y desconfiada observé que venías hacia mí. De forma muy educada.
-Lees mucho –preguntaste.
Hubiese querido decirte que amaba y confiaba en los textos, en ocasiones más que en las personas, pero sólo:
-Dije- sí.
Conversamos sobre libros y espiritualidad. Cuando sacaste aquel maso brillante de cartas y vi la portada de Jodorowsky.
-¿Te puedo leer el tarot? –preguntaste.
-No tengo plata -admití tímidamente.
-Es un regalo por ser tan simpática -replicaste.
Nos sentamos en un banco al frente del bar “Trasnoche”. En el costado una bella joven vomitaba de forma compulsiva. Observé el ruido, la gente, las músicas mezcladas, y tú y yo en aquel rincón con las cartas sobre el frio banco.
Encendí el segundo cigarrillo y tomé las cartas, una tras otra. A esa altura mi clase debía estar terminando. Absorto en las imágenes, nada decías. Yo me preocupé, quizás qué estabas revelando sobre mí. Tenía muchos secretos escondidos que no contaría jamás a nadie.
-El loco -gritaste y me asusté.
-¿Cuál? -dije- reíste una vez más.
-La carta el loco –afirmaste.
-¿Qué significa eso? –Pregunté nerviosa.
-Él está contigo aunque se haya ido –apuntaste.
-Pero si ya pasaron más de dos años, él se fue y es feliz, yo lo seré cuando encuentre la verdadera razón de estar aquí, la utilidad de mi vida –aseveré convencida.
Agachaste la cabeza, quedaste pensativo y tus bellos ojos negros, coronados por unas pestañas semejantes a las patitas de arañas, me miraron muy serios.
-No -insististe- eso es mentira.
-Él está aquí contigo, en todas partes, en tu corazón, en tu alma, en tu cuerpo, en tu mirada, en tus ansias, en tus noches, en tus sueños –increpaste con una seguridad casi altanera.
Te miré fijo, ya sin sonreír, me paré. Agradecí todo de forma rápida, pero sin intención de escuchar más. Tú te mantuviste con la cabeza baja. Un silencio frío se había llevado la atmósfera divertida del principio y nos dejaba una gran incomodidad alrededor. Cuando había volteado para seguir el camino, sujetaste mi brazo con fuerza. Un temor paralizante invadía mi cuerpo que quedó rígido. De forma pausada y suave fuiste dejando de ejercer presión en mi brazo y me pusiste en la mano una carta. Te la devolví e insististe.
-Te la regalo -y tu voz adquirió un toque dulzón.
La sostuve en mi mano, y comencé a caminar hacia el metro. Tu silueta no se movió y me observaba en mi avance. Cuando llevaba casi una cuadra.
-¡Qué seas feliz! -gritaste con elevado volumen.
No sé cuánto tiempo sostuve aquella carta en mi mano sudada, sin mirarla. Cuando llegué a Baquedano, me senté a la salida de la estación del metro, saqué el tercer cigarrillo, lo encendí nerviosa. Abrí por fin la mano, la carta estaba húmeda y pegada a mi palma por el sudor, me atreví a voltearla. Era la Emperatriz.
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