Siempre escandalosa Lucrecia salía de la alcoba del Gran Hotel gritando a viva voz, sus tacones chirriaban, al compás de las cadenas que llevaba Duban atadas a su cuello, cuál magnate recién coronado.
Las luces encandilaban el largo pasillo donde la sala daba un giro inesperado. Roberta y Miranda miraban la escalinata, ansiosos cómo uvas esperando ser convertidas en vino. La tenue luz incitaba a que las voces solo fuesen un suave murmullo que calcinaba mientras las miradas admiraban la belleza absurda de Lucrecia y trituraban la presencia de Duban.
Al instante, no más de cinco segundo la mesa circular anclada en la esquina Nor-occidental del restaurante, se llenó de efímeros amigos, que sólo lograban decir, lindo, muy lindo el recital Lucrecia. Verdaderamente el amor inspirador de Duban ha hecho que esta noche fuese sublime atino a decir Roberta, acariciando por debajo de la mesa la pierna de Duban.
El corazón de Lucrecia se transportó suavemente por en medio de las sabanas verde oliva con blanco que le recordaron el verde de las montañas del sur de Francia, cuando en su regazo se encontraba Luciano tarareando las notas de la canción que le dedicaba. Luciano solo decía AMORE, en un español con acento francés que Lucrecia recordaba cómo si fuese ayer.
“Señora, señora que ha de pedir”, esas palabras trajeron a Lucrecia de vuelta a la realidad, la voz la hizo erizar desde los pies hasta las últimas pestañas de sus ojos marrones. Solo atinó a mirar de reojo y vio los ojos azules que contenían la mirada de un odio muy profundo, en ese momento el reloj marcaban las doce de la noche, la gente aplaudió a Lucrecia, Luciano la miró y ella alzó la mano derecha, y solo dijo un cantonés, un cantonés de media noche.