Listo para salir hacia la oficina, Rafael miró la rubia cabellera cubriendo la espalda de Maribel. No pudo refrenar el impulso de acercarse y acariciarle las nalgas, y esa acción despertó su virilidad. Pero no, ya se le hacía tarde. Le besuqueó la frente. Ella entreabrió los ojos, y dijo con voz melosa:
—¿Ya te vas? Que tengas un buen día, flaquito, nos vemos la próxima semana.
La melodía de “I found you, you found me” siguió sonando en el dormitorio. Al cruzar el umbral, él vio de nuevo la figura envuelta entre la sábana, y los instintos hormiguearon por su cuerpo. Cerró la puerta. En la calle, el ruido de los carros y la gente lo retornaron a la realidad.
***
— ¡Ya llegué! ¡Hola, cómo estás!
—Buenas noches, amor —respondió Elizabeth—. ¿Cómo te fue anoche en la reunión?
—Muy bien, tú sabes que esa clase reuniones son aburridas. Pero todo salió según lo planeado
—Me extrañaste.
Él evadió la respuesta con una pregunta:
—¿Qué sabes de nuestra hija? Ya tengo días de no recibir una llamada de ella.
—Josefina nos dará pronto una sorpresa —dijo Elizabeth emocionada, y lo abrazó—. ¡Tiene novio, y pronto lo traerá para presentárnoslo!
—Qué bien, ya extrañaba que a sus veintidós años nunca le conociéramos un enamorado, a excepción del noviecito de la primaria. Será interesante conocer al afortunado. Estoy rendido, mujer, así que me voy a dormir. Buenas noches.
La besó en la mejilla. Ella quiso reprocharle su frialdad. Decirle que la consumía el fuego por dentro, que estaba cansada de tanto abandono. Más no dijo palabra alguna: lo amaba.
En la habitación, Rafael cerró los ojos recordando el momento en que conoció a Maribel.
—¿Me puede dar un mocha, por favor? —había ordenado él, en la cafetería. A su espalda percibió el olor a hembra. Y oyó un susurro al oído:
—Se dice “moca”.
Se dio la vuelta y enfrentó a la entrometida mujer, y unos ojos azulados apaciguaron su enojo. Se alejó en silencio, de reojo fisgoneó las curvas en el vestido floreado. A la salida la esperó, y juntos rieron por el atrevimiento de parte de ella. Se intercambiaron números de teléfonos. Desde entonces, habían pasado ya tres años.
Maribel: soltera, excéntrica, con síntomas de trastorno bipolar. En su juventud, había sido internada en un psiquiátrico por tratar de destruir la familia de su profesor.
Rafael, ya en sus cincuenta, había visto envejecer el amor durante los veinticuatro años de vida conyugal. Mientras Elizabeth se había quedado en casa. Cuando la hija buscó su propio destino, la soledad produjo estragos en ella. En ese letargo de sentimientos mezquinos y solapados, Rafael se aferró a la imagen de la bella Maribel hasta quedarse dormido.
Un par de días después, su esposa le dio la noticia de que el novio de Josefina venía a cenar el siguiente martes a las siete de la noche.
El esperado día llegó con inquietud y emoción para todos. Rafael salió temprano del trabajo para estar un rato con Maribel y explicarle que no pasarían la noche juntos.
Ella no se encontraba, y debió llamarla por teléfono. Minutos más tarde el ringtone de “I found you, you found me”le indicó que tenía un mensaje escrito:
“Asisto a una invitación, te tengo una sorpresa”.
Contrariado, decidió marcharse. Maldijo cuando el elevador se tardó más de lo usual. Bajó las gradas corriendo, iba tan molesto que al llegar al cuarto piso tropezó y rodó escalera abajo.
La señora de la limpieza le hizo recobrar el conocimiento. El reloj de pulsera marcaba las diez y veinte de la noche. Se registró las ropas buscándose el celular, y recordó haberlo dejado en el apartamento. Al encontrarlo, se dio cuenta de varias llamadas y mensajes escritos. Salió furioso. Camino a casa, pensaba cómo explicar el retraso, el accidente. Nada se le ocurrió.
Al llegar, la sala estaba en sombras, solo había luz en la alcoba. Encontró a Elizabeth llorando. Intentó relatar lo sucedido, pero ella lo interrumpió a gritos:
—¡Cállate! ¡Cállate y déjame hablar! ¡Tú tienes la culpa de todo esto!
—Sí, sí, mujer, tienes razón. No fue mi intención llegar tarde. Discúlpame, pero…
—No hay pero que valga. Nunca estás en casa. Estoy harta de estar siempre sola, y sabes que me repugna que no tengas la decencia de confesarme tu infidelidad. Lo sé desde hace tiempo, Rafael: no soy ninguna estúpida. Lo descubrí en tus camisas perfumadas, los papelitos olvidados en los bolsillos del pantalón, las misteriosas llamadas de los martes por la noche justamente cuando estabas de viaje. Sobre todo, que tienes más de dos meses, una semana y tres días sin tocarme. Siempre callé, fui siempre la esposa sumisa. Pero esto se acabó. Hoy fue la última vez. ¡Nunca más! Me largo ahora mismo, y mañana empiezo a tramitar el divorcio.
Rafael, confundido, no supo qué decir.
Ella se irguió con orgullo: era la primera vez después de muchos años que se sentía íntegra y con la dignidad devuelta. Había una mezcla de desprecio y rabia en contra del hombre que había amado. Con paso seguro buscó la salida, y ya en la puerta le dijo:
—Hay algo más que debes de saber: el prometido de Josefina… no es lo que tú piensas. Rafael intentó preguntar, pero las palabras se le ahogaron en la garganta. Oyó el portón abrirse, y el zumbido del carro se perdió al final de la calle. La melodía de “I found you, you found me” sonó en el auricular indicándole la llegada de un texto:
“Tu esposa, Josefina y yo estuvimos esperándote para cenar ¿A dónde fuiste? Ahora estaremos más unidos que nunca. Te veo el martes a la misma hora. Que pases una feliz noche flaquito”.
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