A mis hermanas...
Era primeriza, y allí estaba yo: en una sala de partos, acostada en una camilla y vestida con una bata de papel cuyo único objetivo era cubrir momentáneamente mi desnudez. El frío era tan penetrante que llegaba a morderme los huesos. Me hacía tiritar de pies a cabeza, y al preguntar si sería posible que alguien subiera la temperatura, me respondieron que ese frío era necesario en la sala: “No te preocupes, Laura, ya verás que pronto ni lo sentirás”, dijo el médico que me atendía y en parte tenía razón. Nunca imaginé cuántas emociones traería ese día a mi vida y los subsiguientes. Fueron seis interminables horas de parto. Las contracciones fueron tolerables al principio, pero según avanzaba el tiempo, todo se complicaba. ¡Qué sabía yo lo que eran contracciones ni dolores! ¡Sentir frío y calor al mismo tiempo! ¡Una desesperación que no me hacía gritar porque el grito lo tenía clavado en las entrañas! ¡Cuándo acabaría todo esto! Sudé, lloré, me agarré fuerte a los barrotes de la camilla; suplicaba que me quitaran la bata porque me asfixiaba, y el médico obediente me la quitaba para luego tener que volver a ponérmela porque no soportaba el frío. Los dolores fueron muy intensos y cuando el doctor me indicó que con una pequeña cooperación de mi parte terminaríamos con aquel tormento, no sé de dónde saqué las fuerzas para respirar profundamente y parir finalmente a mi hija... ¡Qué alivio sentí! Luego, al escuchar su llanto, una alegría desbordante se apoderó de mí, al mismo tiempo que un sentimiento extraño se alojó en mi pecho. Algo así como la convergencia del frío y el calor durante el parto. Apenas pude verla. Me la dejaron unos segundos reposando sobre mi pecho y luego se la llevaron para asearla.
Ya en la habitación todo lucía muy distinto. Aún no habían traído a la bebé, pero allí estaban mis padres y mi esposo, sonrientes, en una habitación llena de globos, flores y unas galletas de chocolate que me trajo mi madre. ¡Cuánto hubiese deseado no ver aquellas galletas! Nadie sabía ciertamente el daño que me hacían y sin querer, mi mente se inundó de memorias lejanas...
Mamá había salido de compras y mi hermana y yo nos quedamos en la casa con papá. Como tantas veces, Lorena y yo jugábamos en aparente armonía, pero las peleas no se hicieron esperar: discutíamos por el turno del parchís y la que salió triunfante fui yo; pero todo se echó a perder porque ella se quedó llorando en una esquina de la habitación, sin atreverse a contrariarme. Al rato mamá llegó del colmado y nos llamó: "¡Niñas, les traje sus galletas, vengan a buscarlas!". Así era ella, muy complaciente con nosotras. Corrimos hasta la cocina y dejamos atrás el incidente. A Lorena le había comprado unas de chocolate y a mí, unas de limón. Conocía perfectamente nuestros gustos. Pero en mi afán de mortificar a Lorena, ese día decidí que ya no me gustarían más las de limón, así que me antojé de las galletas de mi hermana. Todos sabíamos cuánto le gustaban las galletas de chocolate.
Lorena era la más pequeña y por infortunios de la vida, nació con una condición cardiaca; razón por la que siempre fue la más protegida y consentida de las dos. Por el contrario, yo era una niña fuerte y saludable. No me contagiaba jamás ni con un catarro. Para ese tiempo, aún yo era muy chica y no podía comprender los cuidados que le prodigaban a ella.
Recuerdo una ocasión cuando la tuvimos que llevar de emergencia al hospital por un dolor en el pecho; mis padres parecían dos personajes escapados de un manicomio. Papá corrió con Lorena al auto, y mamá corría por toda la casa buscando su bolso y gritándome que avanzara y me metiera en el carro. En el camino, mamá lloraba. Yo, en el asiento trasero no entendía lo que pasaba, pero opté por practicar el silencio. Cuando llegamos , mamá bajó del auto con Lorena en brazos, corriendo hacia la sala de urgencias y papá fue conmigo a buscar un estacionamiento. Al entrar a la sala de espera, vi que papá preguntó por ellas y le hicieron señas de esperar allí. Al voltear, noté que sus ojos estaban llenos de lágrimas.
La espera fue tan larga que me quedé dormida en sus brazos. Horas más tarde desperté al escuchar la voz de mamá; esta vez la vi sonriente, traía a Lorena semidormida en brazos. Se trataba de una falsa alarma. Aquel dolor de pecho no había sido más que el inicio de un catarro y con unos medicamentos se resolvería. Pero las cosas fueron muy distintas para mí. Aquel incidente tuvo el efecto de agrandar mis celos de hermana. Siempre que ella se quejaba de algo, corrían como desquiciados para el consultorio o para el hospital; sin embargo, si era yo la que me quejaba de algo, unos analgésicos caseros lo resolvían todo. No era justo, pensaba.
En fin, salimos del hospital, y al llegar a la casa me quejé con mamá de un terrible dolor en el corazón; pero mi madre, que además de complaciente era muy sabia, se percató de mi verdadero dolor. Así que me tomó en sus brazos y me dijo: "Laurita, ¿qué te parece si nos damos un abrazo tan y tan fuerte que haga que tu dolor se quede en mi pecho? Vamos a intentarlo", me animó. Nos abrazamos tal como dijo y acto seguido, ella abrió sus hermosos ojos verdes y gritó: "¡ Dios, el abrazo dio resultado; tengo un inmenso dolor en el corazón!". Al ver mi cara de asombro, mamá no pudo aguantar las ganas de reír y ambas terminamos riendo a carcajadas en la cama.
Como decía, de pronto me gustaban más las galletas de chocolate. Una vez más mis berrinches y pataletas; me negué rotundamente a aceptar las galletas de limón, a pesar de que ya había notado que mamá comenzaba a perder la paciencia. Pero ella se mantuvo firme y me dijo: “¡Las galletas de chocolate son para Lorena; la próxima vez te las traeré de chocolate, pero ahora, si quieres comer galletas, cómete las que te traje o de lo contrario me las comeré yo!”. Sabía que mamá era tan dulce como firme así que decidí cambiar la estrategia. Me quedé con cara de pocos amigos, y refunfuñando, terminé aceptándolas; pero solo por unos minutos, según mi nuevo plan. Esperé a que mamá se distrajera con algún trabajo de la casa y me llevé a Lorena a mi habitación. Allí le dije que esas galletas estaban contaminadas. Ella me llamó mentirosa y que lo que yo quería era quedarme con sus galletas.
─¿No me crees? ─le pregunté─, te lo puedo demostrar si quieres; déjame comerme una y ya verás. Ella me miró con desconfianza, pero me dio una de sus galletas; me la eché a la boca y comencé a masticar; esperé unos segundos y mientras la masticaba ponía cara de disgusto.
─Guácala ─dije con la boca llena.
Lorena se echó a reír, pero aún rebosaba la incredulidad en su mirada. Cuando tragué el último pedazo, fingí un terrible dolor de estómago; me agarré la panza como si quisiera sacar de allí lo que me había comido y fruncí el entrecejo en señal de molestia.
─¡Ay Lorena! ─grité─, creo que me envenené.
Hice arqueadas, y para hacer más real el teatro, me induje el vómito. La pobre Lorena quedó espantada con aquella escena y gritó desesperada: “¡Mamá, mamá, Laurita se envenenó; ven, ven!”. Intenté taparle la boca para que no siguiera llamándola, pero mi madre, que vivía rescatando sustos, llegó deprisa y al encontrarse con los residuos del vómito y notar los restos de la galleta, sospechó que algo había tramado.
Se volteó para preguntarle a Lorena lo sucedido, pero no la encontró; insistió en llamarla y no respondió.
─¡Lorena! ¡Lorena!
Todo era silencio. La buscamos locamente en su cuarto, en la cocina, el comedor, por toda la casa y no aparecía por ningún lado. Yo me asusté mucho; pensé que lo peor.
Ya cuando mamá estaba al borde de un ataque de nervios, la encontramos llorando desconsoladamente en el cuarto de los cachivaches: Se culpaba de haberme dado una galleta contaminada. Mi pobre hermana se creyó todo el montaje que le hice. Mis papás se disgustaron mucho conmigo, y como castigo estuve encerrada por dos semanas en la casa, sin poder ver televisión, jugar ni comer galletas de ninguna clase. Me hicieron además disculparme con Lorena y prometerles que jamás haría algo semejante. Pero todo eso, lejos de enseñarme una lección, hizo que mis celos hacia mi hermana se convirtieran en un dragón muy difícil de dominar.
No había pasado un mes cuando ya planificaba mi próxima travesura. Pero esta vez, fue a mí a quien le jugaron una broma muy pesada. Mi hermana falleció poco después de aquel incidente debido a su condición cardiaca. Todo fue tan repentino. Nuestro hogar se ensombreció y no volvió a ser el mismo. Todo adquirió un tono mustio, la casa, las paredes, los cuadros, las cortinas, el jardín, la habitación de mis padres; una depresión nos arropó a todos. Parecíamos sombras sin rumbo. Por varios meses olvidamos lo que era dialogar en familia y sonreír.
Nunca olvidaré aquellos días después del funeral; cada noche entraba a su cuarto con la esperanza de encontrarla y allí me quedaba a ratos, abrazada a su muñeca de trapo. Lloraba a oscuras, recordando las galletas de chocolate y nuestras interminables peleas. A veces la llamaba bajito, pensando que estaría como aquel día, escondida en algún rincón, culpándose de mi envenenamiento. En ocasiones llegué a soñar con ella, y al despertar, corría de alegría a su cuarto, para encontrarme que todo seguía igual, que ella no estaba. Según crecí fui comprendiendo que la muerte no tiene marcha atrás.
El día de mi parto intentaba desviar la mirada e ignorar aquellas galletas. Galletas que envenenaron por mucho tiempo mi alegría. En la habitación comentábamos sobre el parto: que si cuantas horas duraron las contracciones, que si pude o no pude apreciar bien a la niña, que cómo la noté; llegué a escuchar a mamá hablando del día que me dio a luz, de cómo eran los partos en aquel tiempo; que si descansa, ¿quieres agua? Hasta que al fin se abrió la puerta de la habitación y llegó la enfermera con mi hija. Fue un momento de emoción para todos: mi esposo había aguardado con la cámara en mano y comenzó a fotografiarla desde el momento en que la trajeron. Todos estábamos ansiosos por estrecharla, verle la cara, los ojos; en fin, saber a quién se parecía. Cuando al fin la tuve en mis brazos, la abracé suavemente provocando que ella abriera con dificultad los ojos. Todos enmudecimos por unos segundos, hasta que mamá nos estremeció con su grito: ¡Lorena! ¡Es la misma cara de Lorena! Y acto seguido se abrazó inconsolable en los brazos de mi padre, quien no pudo evitar que una lágrima se le escapara. Era cierto. Papá sacó una foto que tenía de Lorena recién nacida en su billetera. El parecido era impresionante. Quise hablar pero apenas me salían las palabras. Sin lograr contener el llanto y con un nudo en la garganta, lo único que se me ocurrió fue tomar las galletas de chocolate y decirle a mi bebé: “¡Mira Lorena, mamá trajo tus galletas de chocolate!”.
©Vilma Reyes, 2002 |