Las manos de José se sienten ásperas, su cuerpo y su ropa denotan evidente falta de aseo. No cuenta con credencial alguna, es indigente. Dice tener cuarenta años pero sus escasos dientes, los profundos surcos en su piel y un deteriorado estado de salud hablan de una historia bastante más larga, quizás de cincuenta años.
Tiene mirada triste, dice vivir en la calle, dónde mismo fue abandonado.
Entre sus pertenencias sólo encontré una bolsita plástica de color azul, en su interior, una pipa para fumar pasta base. Avergonzado reconoce su adicción. -Yo no estoy para juzgarlo amigo, le respondo, mientras lo acomodo en la camilla para que espere por su turno. Sé bien que no estará entré las prioridades.
Estoico, o quizás por costumbre, aguanta el dolor. De vez en cuando alza la vista hacia las puertas batientes, con la esperanza de ser trasladado. En el servicio de urgencia hay una regla tácita, que aplica en el mundo entero; hay ciudadanos de primera, de segunda y luego está el resto, ese grupo de gente olvidada, de parias, que estorban a la sociedad.
Tras más de cuatro horas de permanencia en la sala de emergencias, el paciente cae en el turno de Manuel Salinas, destacado médico internista de no más de cuarenta años. Es atlético, piel bronceada, gracias a sus vacaciones en el caribe y a su afición por los deportes acuáticos. Fue criado en el seno de una prominente familia, también de médicos. Es en lo único que coincide con sus padres, pues es adoptado.
Sin siquiera mirarle a los ojos atiende al malogrado hombre, ordena un par de exámenes y se retira. Dentro de su dolor, el paciente lo mira con profundo asombro.
José murió a las 4.50 de la madrugada, no hubo una madre, ni un hijo, no hubo nadie para llorarlo, ni siquiera para informar de su deceso. El doctor Manuel Salinas firmó el parte de defunción de José N.N, ignorando que era su hermano.
M.D |