Qué grande es la vanidad de los hombres, y qué doloroso el castigo. Quizás llorar calme mi alma, pero no puedo permitirme tal lujo.
Tan grande fue mi vanidad que me atreví a creer que mi diosa, mi inalcanzable y perfecta diosa, podría fijarse en un mero mortal.
Así que me dirigí a Donde Aún Brilla El Sol, un lugar mágico de la Ciudad donde las antiguas flores brillan con la más amplia gama de colores. O brillaban, pues tras mi pecado ese rincón también se sumió en sombras pálidas bajo el siempre nublado cielo.
Allí secuestré a la más bella flor que encontré: una rosa por abrir con los capullos más rojos que la sangre que ahora mana de mi alma herida.
Luego comencé el ritual que invocaría a mi diosa. Escribí con mis dedos extrañas letras en lenguas por conocer. Contemplé el cielo oscurecerse con el paso de las horas. Y sentí el viento levantarse y llevarse el calor de mi interior. Y al fin apareció.
Ah, mi diosa, esculpida en mármol, con hilos de oro como cabellos y lapislázuli en sus ojos. Ah, mi diosa. Le entregué su ofrenda ritual sonriendo. Y entre las ramas de laurel y olivo encontró la flor. Qué cálida sonrisa. Qué suaves besos en mi mejilla. No dije nada, pues en su presencia no puedo hablar. Y entonces, aún sonriendo, desapareció.
Hasta esta mañana no me he dado cuenta de que no volverá. Hasta esta mañana no he notado que ya no estoy en el Mundo de los Vivos. Ahora estoy atrapado en el Infierno de la Tristeza.
Aquí el mundo no tiene color. El aire aplasta mi corazón al entrar en mis pulmones. Y a cada segundo noto cómo los fantasmas de las lágrimas por venir acarician mi cara. Quizás llorar calme mi alma, pero no puedo permitirme tal lujo