Observo e interpreto la infinita oscuridad. De reojo miro las filtraciones que inundan mi ser y su desnudez. A pesar de todo sigo soñando. Asciendo lentamente hacia una superficie evidencial. Puedo sentir algunos dedos de mi pie. Logro advertir mi cuello envuelto en hierro. Sólo quiero irme a casa. Salir de dicho saco que me encarcela en sus inexorables púas.

Un interminable hilo rojizo se difumina en el azul. Resentimiento, cólera, verdad. Suelo recordar imágenes inconclusas, nublosas. Y con recelo miro al caótico cielo; ¿Por qué se desordena cuando lo observo? Como si cada nube quisiera ignorarme por mi desairado aspecto. Me detengo. Pienso. Mis pechos, tímidos a la mirada punzante de los que yacen volando, se adhieren al gélido tejido que desgastan lo poco y nada que me queda del barniz.

Al abandonar el ancla que me mantenía manipulada me dan ganas de llorar. Mis recuerdos de los que amo me condicionan. Dejaré atrás este rencor y llegaré a la cúspide acompañada de mis peces. Peces que me escoltan hacia un futuro mejor. Para recostarme frente al sol, y secar cada lagrima y herida.

Por fin he llegado y siento el insoportable frío. Después de la larga tortura al fin puedo descansar. Al fin puedo respirar. ¿Hasta dónde puede llegar la crueldad del hombre?, ¿Es realmente necesario esconder la verdad detrás de un torbellino de mentiras, y pigmentarlo de rojo?

Con un largo suspiro me recuesto en la arena y duermo apaciblemente. Después de dicho descanso puedo volar y hacer de esto justicia. Plasmarla en la mente de las míseras gaviotas que me trajeron hasta aquí.







En recuerdo a Marta Lidia Ugarte Román, detenida desaparecida durante la dictadura. Capítulo “La limpieza mecánica” – “La danza de los cuervos”