"Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado le ajaba la sien y del otro el pómulo"... Borges leía y releía la frase. La encontraba perfecta para el cuento que escribía. Apresurado cogió el legajo de papeles y se dirigió donde su maestro. Atravesó descuidado la calzada. Casi lo arrolla un coche de dos caballos que a toda velocidad pasaba por ahí en ese momento. Incluso el cochero gritó nervioso a los animales y tiró fuertemente de sus bridas para esquivar al peatón. Borges, sin advertir nunca el peligro, atravesó la calle pisando charcos de agua y barro. Su pensamiento estaba ocupado en su amigo Flaubert, a quien iba a mostrarle los escritos que aprisionaba. A su juicio, lo que había inventado era preciso y riguroso, fiel a las creencias del maestro sobre la descripción de personajes literarios. Por eso corría, ajeno a la realidad, a enseñarle su creación.
Flaubert, en ese momento afinaba por milésima vez una porfiada frase que no se entregaba. Estaba irritado, al borde de la ira, y todo provocado por esa estulta manía suya de alcanzar la perfección de la forma, sin importar cuánto demorara en ello. Era Madame Bovary, la obra que en ese instante era objeto de sus desvelos.
-Adelante - dijo alterado, cuando escuchó los golpes en la puerta.
Borges, sin decir palabra, ni saludar con gestos, ingresó como una tromba al cuarto, y mientras entregaba los papeles al maestro, preguntó con voz ansiosa: ¿Qué le parece esto?
Flaubert, leyó en silencio, ayudado de una pequeña vela que a duras penas intentaba achicar las sombras de la habitación. Luego movió su cabeza de derecha a izquierda, siempre en silencio. Finalmente, devolvió a Borges los papeles y dijo: - Cerca muchacho, cerca, pero no alcanza. Debes seguir trabajando. Aunque puede ser que mi opinión se deba a que lo tuyo no va con mi tiempo -.
Luego, Flaubert se escabulló por entre la copiosa transpiración de Borges, quien yacía en cama con una fiebre de más de 40 grados.
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