Lo que estoy comentando tal vez sea mi testamento. No es una queja, he vivido intensa y plenamente aunque siempre en soledad, aún de joven.
En mi despacho tengo una copia del cuadro “Nighthawks (1942) de Edward Hopper (1882 – 1967)”, que me trae recuerdos de desazón, soledad, tristeza, suspenso, piedad, sobresalto y desaliento en ese orden. En el día nos engañamos con la luz, pero en la noche viene la realidad, pues igual que en el cuadro somos aves nocturnas. No puedo dormir y como se fue la luz, salí a la calle a caminar.
Esta noche es más noche que otras noches. Tan oscura es que en ella no hay cielo ni tierra; hay sólo oscuridad. En las sombras las calles se han olvidado de ir a alguna parte. Los muros negros, los escaparates sin luz, los anuncios apagados están ahí como si no estuvieran.
Soy agnóstico porque creo que no es posible que haya otro infierno además de este. Para ser ateo se necesita la existencia de Dios. Si el Dios de los cristianos fuera benévolo no nos hubiera castigado con la cruel vejez. Mi compañera de toda la vida tiene 88 años y hace tiempo ella está aquí, pero su mente vaga en el infinito. Yo cuento con 81 años y como médico no puedo engañarme, mi salud se deteriora y ya no podré prestar a mi mujer la atención que ella necesita. En poco tiempo me iré a la dimensión desconocida, ¿Y ella?
De joven el mundo era mío, cirujano triunfador, todo era posible. Mi vida era un continuo goce, los pecados no tenían misterios para mí, hasta que la encontré. Ella trajo a mi vida compañía, serenidad y un conocimiento amable de la existencia. El tiempo pasó, lo único que él hace es añadirnos años. Me di cuenta que la ancianidad muchas veces no es tranquila sino que viene acompañada de la pérdida de la dignidad, depender de otros, usar pañales como los bebés, tener pérdida de esfínteres y la frialdad del sector salud que los nombran como desahuciados y no los ayudan a acabar con sus sufrimientos y su indignidad.
He sido por mucho tiempo profesor en la Escuela de Medicina y promotor del derecho al suicidio asistido, a tener una muerte digna, pero, el orgullo de los médicos que quieren preservar la vida a toda costa, la falsa moral y el escollo de la religión con sus dogmas: “Lo que Dios da sólo él lo quita”, lo impiden. ¿Y el sufrimiento de los longevos?
Las ideas del médico se aclaran en esa noche que es tan noche. Regresó a donde ella está, con miedo de que el temblor de sus manos impida que la jeringa liberadora no acierte con su vena que le permita dormir en paz y encuentre al fin la dignidad de morir. Las lágrimas entorpecen la visión del anciano, el rostro de su amada revela la paz del descanso eterno. El momento de debilidad pasó, se preparó un whisky y su sabor ayudó a pasar las pastillas que le permitirán acompañarla en la nada.
—Hay dos escenarios —dice el Agente del Ministerio público—, uno, que se trate de un caso de homicidio-suicidio. Sólo que no hay evidencias como jeringas, medicamentos, sólo una botella de whisky y un vaso vacío. Dos, que la anciana murió de muerte natural y el esposo de la impresión sufrió un infarto. Creo que el segundo escenario es el correcto y cerraré el caso. —El representante de la ley evitó con esto las molestias del papeleo, autopsias, etcétera…
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