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Buenos modales


Antonio “Tony” Morrone III vivía en el sur del Bronx, y desde que tenía memoria había trabajado para la mafia. Comenzó desde muy abajo siendo soplón, después pasó a ser mensajero, luego ascendió a matón. También fue corredor de apuestas, incluso llegó a ser chofer personal del patrón. Hoy era uno de sus mayores hombres de confianza. El encargado de recaudar los “impuestos” de la organización en todo el condado. Su padre, Antonio Morrone II y su abuelo el gran Antonio Morrone, de estar vivos, seguramente se hubieran sentido orgullosos, por todos aquellos logros obtenidos.

En Melrose y la 159 había un laundry al cual debía pasar a cobrarle su correspondiente tasa mensual. Como quedaba a unas cuadras de su apartamento decidió pasar primero por allí; necesitaba ir al baño; tenía problemas con su próstata. Según su madre, eso era una herencia de familia. Así que, en cierto modo, se enorgullecía de su deficiencia renal.

Le gustaba llegar al barrio caminando. La mayoría de los edificios, unos brownstones de comienzos del siglo XX, aún conservaban aquel encanto neoyorquinamente suburbano. Mantenían ese inconfundible estilo arquitectónico que tanto recuerdos, de su infancia, le traían; allá por los años 20’s; los dorados años del gran Al Capone. Caminar lo hacía sentir joven. Aún lo era. Tenía solo 64 años, pero aparentaba unos 10 menos. Le gustaba mantenerse en forma. Solía caminar unas cuantas millas por día recorriendo la zona. Había dejado de fumar. Periódicamente iba al gimnasio de su amigo León Dominichi; un ex peso ligero que había ganado algunas peleas como profesional. Una lesión en el hombro derecho lo dejó fuera del cuadrilátero cuando recién asomaba. Hoy solo se dedicaba a formar chicos con sed de gloria, y a cruzar guantes con su mafioso amigo de la infancia.

Además, cada tanto, Tony también golpeaba a algún contribuyente que se hubiese “retrasado” con el pago de las cuotas. Casi siempre era Manny Díaz; un gordo portorriqueño que tenía una casa de empeño en la tercera avenida y la 149 del Este. Le encantaba pegarle al estomago del boricua. Realmente lo disfrutaba. Sentía que era mejor que darle a la bolsa de arena. Hasta se podría decir que ponía cierta devoción en su tarea, como si fuera una extraña cuestión de honor y fraternidad. Después de todo llevaba más de veinte años pegándole a la panza de aquel usurero. Digamos que, a su modo, Tony Morrone era un tipo feliz.

Fue entonces cuando lo vio. Llevaba en una de sus manos, un enorme crayón negro a medio consumir. La otra tenía una masa amorfa de pelos, tierra y pelusa adheridas a algo que parecía ser un bastón de caramelo. Ese mocoso, ese bastardo rapaz, estaba ensuciando toda la maldita pared del pasillo de su apartamento…
Tomó las cosas con calma. Se agachó hasta quedar a la altura del pequeño, y poniendo una de sus peludas y enormes manos sobre la rubia cabellera, le dijo:

¿-Cómo te llamas muchacho…?-

El jovenzuelo solo lo miró. No había expresión alguna en su rostro. Un espeso moco verde le caía de su nariz.

-Mira… sabes que… no tendrías que andar escribiendo las paredes del edificio. Aquí es donde vivimos. Y ya sabes como es esto. A uno le gusta llegar al barrio y encontrar que todo sigue igual que como cuando se fue. Y eso que has hecho en la pared… no está nada bien… nada bien. Desequilibra toda la armonía del lugar. Los chinos lo llaman Feng Shui. Has oído hablar del Feng Sui…? Es fabuloso. Tu madre debería enseñarte esas cosas. También debería sonarte esa nariz mugrienta-.

El chico aún seguía ahí, inmóvil, frente a esa intimidante mole italiana. Hizo un globo de aire con el moco que le colgaba y le dijo:

-¡Puto!-.

El hombre, acompañándolo todo con un gesto, creyó no entender lo que acababa de oír. El niño rápidamente repitió:

-¡Puto!-.

Tony cerró los ojos. Recordó cuando su padre le marcó la espalda a cinturonazos, porque el se había reído, al descubrir que usaba bizoñé. Ahora, él también usaba bizoñé. Abrió sus ojos lentamente. Una furia ancestral le brotó de sus poros. Y con la mano aún en la cabeza del pequeño, enajenado, le gritó:

-¡Escucha bien lo que te voy a decir bolsa de mocos! Mi nombre es Antonio Morrone III. Tony Morrone para todos. Y este es mi barrio. Y todo lo que hay en él me pertenece, incluyéndote a ti, y a la maldita de tu madre; que debería estar cuidando que no ensucies la puta pared del edificio.
Así que si no quieres que algo malo te suceda. Como por ejemplo… morir ahogado en tus propios mocos. Será mejor que dejes de hacer lo que estas haciendo ¡AHORA MISMO! De lo contrario: tu, tu madre y tu padre, si es que lo tienes, terminarán encadenados a una enorme roca en el fondo de la bahía Hudson, viendo como juegan, se multiplican y crecen Aquaman, la Sirenita y toda su puta familia-.

El niño quedó paralizado. Solo atinó a dejar caer el crayón de su frágil manito; el que, lentamente, rodó hasta llegar a los pies de Tony. Con la enorme mano, aún en la cabeza del pequeño, y mirándolo fijamente a los ojos, aplastó el negro crayón con su zapato. Eso sonó como a huesos rotos. El viejo solo sonrío.


Luego, en el apartamento, mientras meaba, recordando todo lo sucedido, repetía para sus adentros:

-Estos chicos de ahora lamentablemente no saben lo que significa tener buenos modales. Realmente no lo saben…-

24 de junio de 2004
Bronx

Texto agregado el 12-09-2004, y leído por 433 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
30-12-2004 Bueno, buen relato, cuidado y con talante. Saludos. Nomecreona
12-09-2004 me gustó, tu estilo es bueno y tienes la pasta para ser novelista Doctora Doctora
 
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