ANÉCDOTA
Es probable lector que cuando te apartes de estas líneas y salgas de aquí con algunos discernimientos; de los cuales, no cabe duda, brotará una nueva percepción de un género literario considerado menor al cual se le denomina Anécdota. Utilizado por vez primera en 1654 por Jean-Louis Guez de Balzac al incluirlo en sus célebres de Lettres.
La anécdota es considerada como un recurso literario paralelo al recuerdo con el que se complementa. El recuerdo es la evocación de un hecho acontecido en la realidad de un sujeto, comunicarlo a los demás a través de la oralidad-escritura lo convierte en ese género literario menor conocido como anécdota.
El oficio, la habilidad en la expresión escrita, el ingenio, la chispa humorística de quien escribe una anécdota constituyen la potencia metafórica y alegórica contenida en ella. Hay quienes como Carlos Monsiváis la definen así: “Anécdota: hecho irrelevante que se transmite con el objeto de ilustrar lo superficial, lo divertido o lo apenas aleccionador”.
También es definida como un relato breve de un acontecimiento extraño, curioso o divertido, generalmente ocurrido a la persona que lo cuenta. O bien como un “Relato breve de un hecho curioso que se hace como ilustración, ejemplo o acontecimiento”. La anécdota como género literario menor sufre la dicotomía formal de considerársele el papel más insubstancial de aquello desprovisto de importancia por sí mismo, lo que simplemente ocurre, la realidad secundaria o terciaria, la trama que jamás adquiere la elocuencia del tema. En contraposición hay quienes afirman que el valor literario y hasta moral, científico o religioso de la anécdota le dan un lugar preponderante junto a la fábula, el micro-relato y el aforismo.
Pero entonces, ¿Cuáles son los factores que revisten de importancia a la anécdota? Desde luego debemos señalar primero a su contenido verosímil, enseguida a la connotación del o los personajes a quienes describe, —No cualquier perengano o fulana de las maracas le da interés literario a una anécdota— y a mi entender, el más importante de todos, la brevedad. Cualquier anécdota cuya extensión sobrepase una cuartilla se convierte en un relato sobre una anécdota. La anécdota descansa en el lecho aterciopelado de la brevedad, en “la paja” solo ronca sus excesos. ¿Por qué afirmo esto? Por la sencilla razón de ser esta mi percepción sobre el tema y si hubiera opinión en disenso ¡hágase un ensayo por los discordes para contrapuntear mis afirmaciones!
Regresando a la relevancia de los personajes, aquí un ejemplo donde se contrastan las diferencias mencionadas en el párrafo anterior:
Una anécdota de esas que se escuchan cuando los niños están hablando a mi lado. El caso es que una niña y un niño en la clase de arte estaban en el rincón dibujando libremente, y de repente dice la niña: "¡Yo de mayor voy a ser pintora!", y salta el niño justo después "¡Y YO PINTORO!"
En un banquete en su honor, Bernard Shaw tuvo que pronunciar al final unas palabras de agradecimiento. Levantó la copa en alto y dijo: — Por Bernard Shaw, el joven autor dramático irlandés. Después estrechó su propia mano. ¡Gracias Shaw! Y se fue. Tenía ochenta años.
En una anécdota debe existir dialéctica entre la forma literaria, los sentimientos de los personajes y la intención que subyace en quien la propone al conocimiento de la generalidad. Pero no debe existir jamás en su redacción cualquier intento de etopeya, porque ésta describe los rasgos internos o psicológicos de una persona, en este caso los del autor/a de la anécdota. No carguemos de paja a la anécdota con expresiones pueriles como: “Me dio mucha risa aquello”, “no me volverá a suceder” “recordarlo todavía me da mucho miedo y me tiemblan las patitas” “lloro cuando recuerdo aquello” etc. Toda anécdota desprovista de un propósito aleccionador, por ínfimo que fuere, es solo una forma plebeya, incipiente y mentirosa de literatura.
Es indiscutible, se debe permitir al lector “disfrutar” al descifrar e interpretar el texto, no debemos prejuzgar de analfabetismo funcional a quien nos lee. Permitámosle la doble sorpresa al concluir la lectura de nuestra anécdota, la primera implícita en la propia historia, la segunda, me parece deliciosa, comprender lo poco o mucho de aleccionador contenido en ella. Porque la anécdota bien merece lucir su propia vestimenta, para qué cargarla con los jirones, hilachas de trapo (vanidad, exageración, chabacanería) de nuestra miseria humana. No olvidar, es condición sine qua non para quien escribe una anécdota estar consciente de lo siguiente: “Quien nos lee es un pensador: es decir, sabe considerar las cosas más sencillas de lo que son”. (Friedrich Nietzsche, en La gaya ciencia.)
Si el lector de anécdotas recurre a su comprensión lectora, podrá esclarecer casi de inmediato la autenticidad de este género literario atendiendo a lo verosímil del mismo. Porque existe, así como el recuerdo, otro acompañante de la anécdota, éste incómodo e infame, el chisme, tan vilipendiado socialmente y tan indispensable en el mismo entorno. ¿Quiénes y cuántos no hemos caído en la tentación de esparcir un chisme contado como una anécdota? Borges dice una contenida en el epígrafe de “El relato indefendible” de Edgardo Cozarinsky:
“Cierta vez una niña argentina proclamó que aborrecía los chismes y que prefería el estudio de Marcel Proust; alguien le hizo notar que las novelas de Marcel Proust eran chismes, o sea (aclaró tardíamente) noticias particulares humanas”.
Hay que interesarse por las anécdotas. —Dijo Alfonso Reyes alguna vez— Lo menos que hacen es divertirnos. Nos ayudan a vivir, a olvidar por unos instantes: ¿hay mayor piedad? Hay que interesarse por los recuerdos, harina que da nuestro molino. Estoy de acuerdo con ello, pero solicitar al menos anécdotas literarias, breves, verosímiles, aleccionadoras, de personajes connotados y sobre todo exentas de mojigaterías personales del autor/a y por ende desprovistas de todo atisbo de egolatría perniciosa de quien la escriba. Este es mi posicionamiento respecto de este tema.
A manera de epilogo un parafraseo del aviso de Mark Twain en Aventuras de Huck Finn: “La persona que intente hallar una causa torcida en este ensayo será perseguida; la persona quien intente hallar una moraleja será proscrita; aquellos quienes busquen una trama con destinatario/a serán fusilados”. Por órdenes del autor.
Dejo aquí algunas anécdotas, con la sana intención de recapitular el tema y para mi propio divertimento… No sé ustedes.
“TÚ NO TIENES POR QUÉ SABERLO...”
En sus excursiones sexuales por el norte de África, André Gide solía decir a los chicos con quienes se divertía: “Tú no tienes por qué saberlo pero en Francia soy un escritor muy conocido, aun famoso. Cuando conozcas a otros franceses, cuéntales que has estado conmigo para que vean que conoces a gente importante, para que te respeten”. Impresionados, agradecidos, los chicos le pedían su nombre. El afable y calvo señor de lentes respondía invariablemente: François Mauriac.
Fuente: Oral, Bernard Minoret, París, 1982.
“¿QUÉ OPINA, DOCTOR?”
Adolfo Bioy Casares solía recordar las muertes por gula que habían coronado la vida de algunos intelectuales. En la Argentina el historiador Carlos Alberto Erro falleció después de haber vaciado en medio de la noche el contenido de su heladera; el profesor de Filosofía Francisco Romero también murió, después de haber ingerido el asado organizado en su honor por un grupo de intelectuales uruguayos. Entre las “últimas palabras” menos prestigiosas que registra la Historia, mencionaba las pronunciadas por el gran poeta católico Paul Claudel:
“¿Qué opina, doctor? ¿Habrá sido el salchichón?”.
Fuente: Oral, Adolfo Bioy Casares a E.C. 1995; luego impresa: Descanso de caminantes, Buenos Aires, 2001.
TELEGRAMA…
Entre 1936 y 1938, Alfonso Reyes fue embajador de México en la Argentina. Notorio ladies’ man, el gran escritor y erudito se enamoró apasionadamente de una gran actriz porteña, popularísima en el teatro de boulevard y que más tarde renovaría ese éxito en el cinematógrafo. Don Alfonso no se ocupó de ocultar la relación y aparecía a menudo en público acompañado por la burbujeante rubia.
Para la diplomacia de la época, esa desaprensión era censurable y el embajador fue advertido de su imprudencia, en una conversación telefónica amistosa, por el ministro de Relaciones Exteriores de su país. Observó la discreción pedida durante unas semanas y volvió luego a su vida habitual.
Una segunda advertencia llegó muy pronto, en una carta adornada por mucho recaudo amistoso y efusivas expresiones de respeto intelectual, y encabezada por un sello que la declaraba “confidencial”; la siguió un nuevo periodo de recato y un nuevo regreso a la indolencia.
Como en los cuentos más tradicionales, un tercer, definitivo mensaje apuró la conclusión. Su forma habría sido la de un telegrama como sólo un presidente puede enviar a través de los servicios telegráficos normales: “La embajada o la puta. Cárdenas”.
Fuente: Oral, Victoria Ocampo, Buenos Aires, ca. 1970.
YO SÍ...”
En una fecha que ya nadie podrá precisar, llegan al mismo tiempo ante la puerta giratoria de un hotel madrileño (Ramón del) Valle-Inclán y (Jacinto) Benavente. Vacilan ante ella, inseguros de a quién corresponde la precedencia. Finalmente, Valle-Inclán, impaciente, airado, pasa mascullando: “Yo no le cedo el paso a un puto”. Benavente, sumiso, sonriente, murmura: “Yo sí...”.
Fuente: Oral, Emilio Sáenz de Soto, Madrid, ca. 1995.
Camilo José Cela, premio Nobel de Literatura en 1999, fue diputado en España en el año de 1985. En cierta ocasión Camilo se quedó dormido en su Curul del recinto oficial del Congreso, mientras sesionaban, fue entonces que el Presidente de la Cámara queriéndole ridiculizar le reclamó en voz alta ante todos los presentes...
—Estimado Diputado Cela, ¿Está usted dormido?—
—No, su Señoría, no estoy dormido... ¡Estoy durmiendo!
—Y...Qué ¿Acaso NO es lo mismo? —
—Pues NO, su Señoría; No es lo mismo estar jodido, ¡Que estar jodiendo!...
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