Antes de la disolución definitiva de Yugoslavia y de su gobierno comunista, me encontraba en Inglaterra haciendo un curso de perfeccionamiento docente. Por lo fácil que era desplazarme dentro de Europa, decidí hacer un viaje hasta Viena porque anhelaba volver a experimentar la sensación de pasear por los grandes cafés vieneses. Éstos son conocidos por su espectacular tradición cultural, frecuentados por personajes variados que van desde el ciudadano común y corriente hasta personalidades reconocidas.
Opté por tomar el ferri en el estrecho de Dover, desembarcar en Calais, Francia. Luego, atravesar Francia hacía el sur por tren, bordear las cadenas montañosas de los Alpes e ingresar a Yugoslavia para llegar a Austria. Antes de emprender el viaje, solicité información a la representación diplomática de Yugoslavia en Inglaterra sobre si necesitaba visa porque aunque no me quedaría en Yugoslavia, sí pararía por controles migratorios. Los oficiales diplomáticos me informaron que no era necesario. Entusiasmada, emprendí el periplo. Pasé por varios puestos fronterizos sin problema alguno, hasta que llegué al primer chequeo migratorio de lo que se conocía como Yugoslavia.
Era de madrugada y dormía en mi asiento. De pronto, sentí que alguien sacudía mi hombro y me hablaba en un idioma desconocido. Me di cuenta que era un soldado. El hombre lucía agresivo, y a mi mente vino una de esas escenas de películas alemanas donde lo único que se ve de los soldados son las botas.
Me dirigí a él en varios idiomas, pero el hombre era irascible y su cólera porque no comprendía lo que él decía, le desfiguraba el rostro. De pronto, entendí la palabra “pasaporte”. Extraje mi pasaporte del bolso, se lo entregué. El soldado con tono amenazante seguía hablando, más que hablar, gritaba. En el vagón donde viajaba, había varias personas que entendieron lo que el soldado demandaba, y en inglés y francés me informaron que el militar preguntaba si tenía dinero. Esas mismas personas me aconsejaron responder que no porque, seguramente, me quería robar. Les hice caso.
No había terminado de decir que no tenía dinero cuando vi que la pequeña maleta con la que viajaba, era arrojada a la plataforma de la estación de tren y, en seguida, yo. El hombre, que más que hombre parecía un gorila blanco, me sacó del tren a empujones y fue tal la fuerza aplicada que caí de rodillas en la plataforma de la estación. Desde el suelo, gritaba un número telefónico a las personas que hablaban inglés y francés dentro del tren, y les rogaba llamar a ese número en Inglaterra e informaran a una amiga, que estudiaba conmigo, lo que pasaba. Ellos anotaban como podían lo que les indicaba. El tren partió, y quedé en el suelo con la maleta. Cuando estaba tratando de levantarme, dos soldados salieron del puesto de control, me agarraron por ambos brazos, recogieron la maleta y en vilo me condujeron hasta una pequeña habitación que parecía un calabozo.
La única cosa que se me ocurrió y que podía hacer era rezar. Me habían quitado el pasaporte, el bolso, todo, y temblaba de miedo. La puerta de la celda se abrió, y el soldado que me había levantado con más violencia, entró y me gritó. Eran tan fuertes sus gritos, que me tapé los oídos y cerré los ojos. Temía lo peor. Sentí un portazo, y tenía miedo de abrir los ojos.
Al rato entró el otro soldado. Su rostro era más suave que el del anterior, su voz más serena y traía mi bolso y el pasaporte. El hombre revisó mis brazos buscando marcas de agujas que me delataran como drogadicta, por supuesto, no encontró nada. Se sentó frente a mí y hacía gestos mientras hablaba. Yo seguía pidiendo a Dios que hiciera que ese hombre y yo nos entendiéramos. No sé cómo, comprendí que preguntaba si tenía dinero porque debía expedirme un permiso ya que estaba pisando tierra yugoslava y lo requería. No sé cómo, él percibió que yo no era una delincuente. No sé cómo, leyó y entendió que en el pasaporte decía cuál era mi profesión. Finalmente me entregó el bolso, y le mostré los cheques de viajero que portaba. Preguntó si poseía dinero en efectivo. Para hacerse comprender, me mostró un billete. Dije que sí. Se llevó el pasaporte a la oficina y un dinero que él mismo retiró del bolso. Unos minutos después, regresó y me devolvió el pasaporte con unos sellos yugoslavos. Me sacó del calabozo y me metió en un tren que transportaba trabajadores mientras decía algo a otro militar que estaba dentro del tren.
El tren paró en muchas estaciones donde subían y bajaban pasajeros. Todos tenían caras de amanecidos, me observaban; era la única mujer que había en el tren. Ellos lucían ropas de trabajo sucias y raídas. Sentada en un rincón, no quería mirar a nadie directamente, tenía pánico porque lo que veía por las ventanas del tren eran plantaciones, no sé de qué. Imaginé que me llevaban a un campo de concentración para desaparecerme. El pánico se convirtió en mi dueño. Dejé de mirar a los hombres que subían al tren y me concentré en las ventanas del vagón mientras contemplaba los sembradíos. Mis ojos estaban tan pegados a las ventanas que creo quedaron dibujados para siempre en esos vidrios. Cada vez que el tren paraba en una estación, el soldado que me recibió se aseguraba de que permaneciera sentada.
Así transcurrió un largo tiempo hasta que divisé luces en las afuera de una ciudad. Observé que el tren se detenía en una estación y en un cartel enorme con grandes letras se leía: BEOGRAD/ BELGRADE. El oficial que me custodiaba me sacó del tren y me agarró por una mano; en la otra cargaba la maleta. Corría a toda velocidad y me hacía correr. Había un tren estacionado, era el mismo de donde me habían expulsado en la madrugada. Los pasajeros se asomaron cuando me vieron llegar y comenzaron a aplaudir, los reconocí. Eran las mismas personas que viajaban antes conmigo, y nunca en la vida había agradecido tanto ver unos rostros de nuevo. Casi a empellones, el soldado me subió a ese tren. Cuando estaba dentro, me senté y lloré. Las personas que vieron cómo había sido tratada horas antes, me hablaban, lloraban conmigo y algunos hasta me abrazaron.
Finalmente, en la tarde, llegué a Viena. Cuando entré a la habitación de la pensión donde me hospedé, lloré de nuevo hasta quedar dormida. Al siguiente día, salí por las calles de Viena a recorrer sus cafés; nunca disfruté tanto ser libre como esos días; y hoy recordé esta historia y decidí contarla.
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