Queridos amigos:
Mi profesión me ha hecho escéptico, pocas cosas que pasan en la vida me sorprenden. Cuando era joven pasaban por televisión un programa: “Casos de la vida real” y yo lo consideraba cursi, sentimentaloide y que se aprovechaban del morbo de los tele videntes para provocar la lágrima fácil. Sin embargo, corro el peligro de que lo que les voy a contar caiga en este rubro. Les diré:
Tanto el médico que me contó el caso y yo quedamos sorprendidos. Es la historia de una muchacha —muchacha de cuarenta y tantos años— que fue la única mujer de su familia. A más de ella hubo dos hermanos que se casaron pronto y se fueron lejos. La madre enviudó poco después. Estaba muy enferma de un mal artrítico que la agobiaba desde hacía años, se quejaba e incluso acudía a mi oficina (yo era el director de la clínica) a solicitar exámenes de laboratorio y gabinete raros pues según ella se sentía muy mal. La joven sintió que su deber de hija era velar por ella. Por eso rechazó uno tras otro a los galanes que la pretendieron. La misión de su vida era su madre.
Fue madrina en la boda de todas sus amigas, pero si algún muchacho quería salir con ella le decía: “Tengo novio”. No lo tenía, claro. Jamás lo tuvo. Trabajaba, y su sueldo se lo entregaba íntegro a su madre. La señora no le daba más que para comprarse un vestido de vez en cuando, o unos zapatos, para el autobús, y ocasionalmente para ir a merendar con sus amigas o para el regalito de una despedida o algún baby shower. Le decía que lo demás lo guardaba para la vejez de las dos. Y ella estaba conforme. Siempre estuvo conforme con la voluntad de su madre, y más cuando llegó a los cuarenta y supo de seguro que ya no se iba a casar.
Pero ¿quién dice que pasados los cuarenta una mujer ya no se casará? Llegó un pretendiente. Pero no para ella: para su mamá. Un viudo de 70 años vio en aquella señora a una perfecta compañera para le vejez. A la mujer se le quitaron todos los achaques como por ensalmo; andaba feliz; parecía una chicuela ilusionada. Después de un breve cortejo los felices novios se casaron, y él se la llevó lejos, a Estados Unidos. De invitar a la hija de vivir con ellos, ni pensarlo. La vida allá es muy cara.
¿Y los ahorros para la vejez, etcétera? Se le fueron a la flamante desposada en su ajuar de novia y en su vestuario; en tintes para el pelo; en tratamientos para el cutis. “No te preocupes hijita. A nadie le falta Dios” —le decía mientras se arreglaba para ir al gimnasio, pues quería adelgazar para la boda—.
Ahora la muchacha —muchacha de 40 años— siente que Dios le falta. No sabe qué hacer, sola en la casa, va y viene como fantasma sin recordar qué iba a hacer, si es que iba a hacer algo. Ya no quiere hacer nada. Lo único que hace es pensar.
Al discutir este caso en la sala de juntas, nuestra trabajadora social dio el colofón definitivo:
“A la muchacha de 40 años, eso y más merece por pendeja”.
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