III
«Me aplastaron las furiosas masas».
Una condena eterna, el sabor a aceite de cadenas que siempre saboreaba y la amarga imagen del impune victorioso, lo tenían atrapado en la malla de la impotencia. En el sofá, con su familia— partidaria de un villano más—, Maximiliano llegaba de una caminata, que cubrió las horas del sol hasta la puesta, para ver los resultados de la elección presidencial realizada dos días antes. Desde el umbral de la puerta había visto el haz de luz de la caja chica y el estruendoso anuncio de los periodistas: el presidente electo. Se sentó junto al abuelo, también llamado Maximiliano— que ya no estaba interesado en política, pero era la compañía perfecta, el más lúcido de la familia —, para ver junto con sus tíos y padres el resultado final de la contienda electoral. Las chácharas de las muy bonitas reporteras, los saludos al tío Raymundo, a su papá Maximiliano, su madre Almendra y a los niños de la casa— que en cuestiones políticas aún no se adentran—; todo fue incertidumbre y nerviosismo para los adultos de la casa. Y la espera acabó al fin, se dijo al excitado pueblo quién sería su gobernador durante los próximos cinco años: “Porque el pueblo lo pidió, el presidente electo con un flamante 52 porciento es Terry Bellamy”.
El rostro de todos en la sala, que antes— a pesar de tener lazos de sangre— tenían ideologías políticas adversas; se tornó sombrío producto de una desilusión colectiva que invadió la pequeña reunión familiar. Los gritos de la calle impactaban directamente en el corazón de Maximiliano. « ¡Viva mi país, el pueblo siempre quiso tu doctrina, gran Bellamy! » vociferaban las bestias de Arlaín, sintiéndose victoriosos y orgullosos de un destino fatal que tal vez merezcan. Las calles sucias, llenas de panfletos y propagandas que el viento arrastra suavemente, albergaban a los legionarios del “Heredero”. Temblaba el suelo por sus bailes, como una marcha de soldados al compás de las valkirias, que traían a nuestro protagonista el reminiscente pasado, esa historia lo mortificaría toda la noche y así, al lado de un candil, comenzó a pensar con lápiz y papel.
«Distopía, un mundo liderado por una dictadora de origen extranjero. Lucinde Bellamy lideró la guerra contra los insurrectos comunistas que se hacían llamar La Iluminada Salvación. Las gentes dicen que fue ella la que llevó al pueblo hacia su redención, pues el país—para ellos la ciudad de Arlaín, metrópoli magna, era toda la república—estaba en jaque por estos sanguinarios asesinos que pronto llegarían al poder por golpe de estado. Los motivos de la revolución en marcha de ese entonces no me traen hoy a esta reflexión, aunque sea muy importante saber esas causas, mi prioridad y deseo es develar la verdad para cualquiera que lo lea. En realidad, y lo que muchos no quieren ver, fue que un grupo de desconocidos, un diminuto sector de la policía llamada EEI (Escuadrón Especial de Inteligencia) fundado por el presidente inepto anterior, trabajó incansablemente en una labor de espionaje para capturar al famoso líder: el Camarada Marley. Y cómo es la vida de caprichosa que en una ocasión, un año antes de la captura oficial del cabecilla de los Iluminados en 19…, por poco y lo pescaban en una casa del distrito de Mujoma, hecho que sucedió en el gobierno de Damián Narciso, el inepto presidente ese. La historia hoy sería presentada en otro teatro. Sin embargo, ese no fue el caso y la trama de esta malvada comedia se fue por la tangente. Lucinde, la francesa que llamaban la “Emperatriz”, junto a su diabólico asesor, Gerard Ubina; utilizaron la extrema medida de utilizar las Fuerzas Armadas para combatir el terror, el proyecto se llamó “Guerrilla Generis”. Este proyecto militar, formado por soldados de élite, buscaba a cualquier involucrado con la ideología bolchevique y, en lugar de capturarlos, los asesinaban sin piedad. No digo que esté mal, pero la muerte no es peor castigo que la privación de la libertad, ver tras barrotes el cómo tus sueños fueron tumbados, tus ideas, algo por lo que luchaste incansablemente; ese era un castigo real, la muerte los libra de todo sufrimiento y responsabilidad. Concluyendo este tema repleto de sangre en expresiones literales, el Guerrilla Generis en lugar de combatir los asesinos de Iluminada perpetraron dos matanzas—una en una torre de comercio y la otra en una cloaca— recordadas hasta el día de hoy por los que no somos fanáticos de tan opresor régimen. Los cultistas de esta secta política viven con el arraigado pensamiento de que fueron acciones necesarias para la pacificación de Arlaín. Qué desacertado.
»El milagro económico de hace veinte años: ¿de verdad Lucinde nos devolvió a la estabilidad comercial? No lo creo. Todos en aquel entonces eran personajes insípidos de obras literarias como “1984” y “Un mundo feliz”, solo que se asemejaban más a la sonrisa que al sollozo. El panorama era complicado antes de la llegada de la Emperatriz, todos morían de hambre, la moneda estaba por los aires y se aproximaban las elecciones para escoger al que nos lleve por mejor camino. Los recursos escaseaban y la tensión por La Iluminada Salvación era terrible: explosiones de coches, atentados a entidades estatales, los cielos grises de pólvora lloraban el desastre que se respiraba en la ciudad. Entonces los valientes que aspiraban a ser presidentes de un país infernal bajo las riendas de Lucifer, se presentaron como en un ring de box: El economista, Germán Hugo Fuentes; y la arquitecta, Lucinde Bellamy. Él, conocido por sus aportes a las sociedades de primer mundo, un prestigioso intelectual que había planeado un paro económico para acabar con la podredumbre financiera; y ella, confiable hasta solo unos meses después. En el debate, transmitido en todo el país por televisión, ella se metió las masas al bolsillo alegando que el paro económico no se daría y soltando argumentos ridículos como los problemas maritales y de poligamia de su contrincante. Todos votamos por ella, hasta yo que hoy me arrepiento, y nos traicionó. El paro se dio: los precios se inflaron hasta más no poder, pero todo se normalizó a las finales. La paz se comenzaba a respirar y el hambre gradualmente desapareció. ¿Cómo ocurrió? Plagiando ideas. ¿Todo se quedó así? No, años más tarde muchos nos enteraríamos que Lucinde vendió el país al mundo y el dinero se lo quedó ella. Si somos pobres, es por eso.
»Último punto: sobre la libertad. Antes de darse el primer año de gobierno, la Emperatriz apareció en televisión nacional, interrumpiendo la telenovela de mamá, para dar un anuncio de vital importancia. El mundo entero se calló, las pelotas que antes rebotaban en los estadios quedaron suspendidas en el aire, los obreros dejaron los martillos y los relojes se paralizaron; como si fuera una premonición siniestra de la naturaleza. «Disolver, temporalmente el congreso de la república» fue lo que escuché y en ese entonces no comprendía la magnitud de la oración, no le tomé importancia. Luego me pregunté por qué tanta gente la alababa, por qué los periódicos pintaban su imagen como si fuera una diosa, por qué era el dueño de las voluntades del pueblo; la respuesta era sencilla: la democracia había muerto. Sin congreso, no hubo diputado ni senador que se le oponga, ella tenía el poder absoluto sobre las tierras, las personas y los recursos. Gerard Ubina, con consentimiento de Lucinde, compraba con dinero del estado los medios de comunicación, los alcaldes, todo. Inventaron los diarios chupamedias del gobierno, hubo censura absoluta a cualquier noticia de oposición, implementaron programas de televisión distractores para redireccionar la atención de los corderos; todo era un Mundo Feliz.
»Terry, ¿qué hiciste tú? Fuiste cómplice de casi todo lo anterior mencionado, hoy te ves envuelto en narcotráfico, fuiste discípulo acérrimo de tu madre, faltaste el respeto a tu padre y lo expulsaste del país. Ahora todos te aman por la jugada perfecta de tu madre. Las estrellas iluminan tu sucio sendero. Espero todos aprendan lo que es sufrir, esta tiranía será el nuevo Socing».
MAXIMILIANO ROCA
Una lágrima de rabia manchó la “o” de su nombre. «Me aplastaron las furiosas masas» dijo. Mamá, escondida como ellas solo saben hacerlo, en las sombras de la escalera, vio la creciente pena del desgraciado hijo que sollozaba sobre el comedor, con sus sobras de comida al lado. Maximiliano se levantó de la mesa, de espaldas a la escalera como lo estuvo todo el tiempo y dijo después de una aspiración de fuerza: «Renata, esto queda entre nosotros.»
Fue a su habitación con la carta en las manos y la guardó, sobre el Cartero Errante de aquel día, en su cajón. Esa madrugada estuvo seguro de que jamás la volvería a ver.
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