Saber estarse en su casa también es buena aventura. Es la aventura por antonomasia del pobre. Y no crean que es fácil tal labor.
Para unos es más difícil que embarcarse en la subida del Everest. Y también, normalmente, para el que no tiene otro remedio reviste caracteres epopéyicos el saberse estar toda la tarde de un domingo sentado en un sillón. Que no es mi caso. No sé si ha sido el destino con sus antecedentes históricos y caprichos vitales o mera cuestión de genética, el caso es que puedo pasar horas y horas bajo la férula de mi habitación y sin protestar.
Tampoco hay que pensar que el estarse en su casa es la antiaventura, pues aparte de que no está exento de riesgo el quedarse dentro, de tal hecho pueden derivar unos dividendos que nunca se tienen suficientemente en cuenta.
Está la lectura o el simple ver pasar el día frente a tu ventana como remuneración. Además, como decía mi abuelo para conminarme al poco gasto: dónde vas a ganar tú mil pesetas echándote una siesta en un sillón.