Había triunfado. Ahora no podía caber ya ninguna duda. Hacía ya muchos años que había triunfado, en realidad, pero sólo en su faceta profesional, en la literatura. En ese terreno se había ganado por méritos propios el derecho a codearse con los grandes autores de todos los tiempos: desde Homero a Víctor Hugo, desde Joan Martorell a Gustave Flaubert. Pero Mario Poppeo no se había conformado nunca con eso: él siempre había querido el reconocimiento social. Para su desgracia, vivía en un país inculto y atrasado, en un auténtico páramo cultural, donde el respeto y la admiración de las gentes, en lugar de ir dirigidos hacía los creadores de obras excelsas, como sin duda eran sus novelas, se orientaban hacía toda esa patulea de zánganos y parásitos que revolotean alrededor de la llamada prensa rosa. Ya podía él escribir el tercer tomo de El Quijote o la continuación de los Episodios Nacionales que de nada le valía. Nada valía de nada. La repercusión de sus obras en los medios de comunicación, y no digamos ya en las tertulias de café o en las charlas de los bares, era siempre muy inferior a la que podían lograr la boda de una duquesa octogenaria o la primera comunión de la hija de la ex amante de un torero.
Cuando Miguel Bayeu pasó a mejor vida, Mario supo su momento había llegado. A poco que lo intentara, la viuda, Belisa Presley, caería rendida a sus encantos. Sólo tenia que avivar los rescoldos del fuego que había surgido entre ambos con ocasión de la entrevista que Belisa le realizara hacía ya unos años para la revista Ciao, la Biblia de la prensa del corazón. No sé sabe a ciencia cierta si el mencionado fuego se extinguió sin más ni más, o si sus llamas se apagaron como resultado de la correspondiente combustión de cuerpos y almas (no se sabe si pecaron o no, en definitiva), pero que hubo fuego eso es seguro, hasta el observador menos ducho en asuntos amorosos pudo darse cuenta de ello.
Belisa Presley había sido durante décadas, y era todavía, en su recién estrenada viudez, la incuestionable reina del papel couche. Nada más aterrizar en España con 18 años, proveniente su país natal, Filipinas, su belleza exótica causó serios estragos entre los machotes hispanos. Al poco tiempo, se casó con Julito, gran promesa del Real Madrid, reconvertida, como consecuencia de un importante accidente de tráfico, en estrella emergente de la canción lánguida. Sus interminables giras musicales, en las que con melancólica voz destrozaba los corazones de las adolescentes de medio planeta, provocaron en Julito una creciente sensación de añoranza, cuyo remedio creyó encontrar en los brazos, y no sólo los brazos, de sus jóvenes admiradoras. Aunque no conseguía olvidar del todo a su amor filipino, quien le esperaba en su casita de Madrid y a quien siempre tenía en su mente y en su corazón, aquello de tener una mujer en cada puerto le fue gustando cada vez más y así, casi sin quererlo, se convirtió en un auténtico Don Juan. Hasta que, pasados unos años, Belisa decidió poner pie en pared, harta de soportar aquellos humillantes cuernos, impropios de una dama como ella y que no podía combinar con nada en las elegantísimas cenas a las que era invitada. A Julito le costó hacerse a la idea de que su mujer prescindía de él, pero seguro que a estas alturas ya lo habrá conseguido. A continuación, Belisa se casó con Carlos Falconetti, un marqués viticultor, experto en añadas y taninos. Y, finalmente, llegó lo que, si no hubiera sido por el surgimiento de su incandescente romance otoñal, bien podría haber sido considerado su gran amor: Miguel Bayeu. Éste formó parte en los años 80 del gobierno del Partido Socialista, en el cual desempeñó el cargo de ministro de economía, si bien es cierto que las medidas económicas que aplicó fueron más bien las propias de un liberalismo de manual. Al poco de dejar el ministerio, Miguel Bayeu se enamoró perdidamente de Belisa Presley, quien le correspondió también perdidamente y vivieron en un lujoso palacete entre cuyos cuartos de baño estuvieron a punto de perderse irremediablemente. Conviene recordar en este punto que la socarronería popular bautizó la finca como Villa Meona debido a sus innumerables piezas de aseo personal. En cualquier caso, tanto ella como él aportaban cuantiosas sumas a la hucha familiar, lo que les permitía hacer frente con holgura a las cuotas del préstamo hipotecario. Miguel ejercía de directivo en las principales empresas del país y Belisa se ganaba su dinerito promocionando azulejos y bombones de chocolate.
Mario Poppeo fue un excelente escritor, eso nadie puede dudarlo, aunque a él siempre le gustó jugar la carta de la modestia y decir que no poseía un gran talento, estrategia con la que no pretendía otra cosa que poner el foco en su plena entrega a la causa de la literatura, en el hecho de que invertía muchas horas en cada una de sus novelas. Pero es evidente que nadie llega a la cima de ninguna disciplina artística sin contar con un don natural, y él obtuvo el mayor reconocimiento: el Premio Nóbel de Literatura. Sería demasiado prolijo intentar analizar, siquiera sucintamente, su gran obra. Bástenos transcribir las palabras con las que el jurado del Premio Nobel justifico su decisión: “por su cartografía del poder omnímodo y de la feroz resistencia que le oponen los individuos íntegros”. Efectivamente, gran parte de sus novelas tienen por tema central la lucha contra un poder tiránico, hecho que probablemente no sea sino el reflejo de la malísima relación que mantuvo con su padre. Recordemos que éste abandonó el hogar familiar antes de que Mario naciera, se opuso frontalmente a que desarrollara su vocación literaria y, para rematar, intentó por todos los medios que no se casara con su primer gran amor.
Es verdad que su primer gran amor era un tanto peculiar: su tía Julia, diez años mayor que él. Contra viento y marea, Mario se casó con su negrita (como él la llamaba, aunque no era de ese color, cosas de enamorados) y, como cualquier escritor hispanoamericano que se precie, se fue con ella a vivir a Paris, en busca de la siempre esquiva gloria literaria. Allí formaron una familia junto con las primas de Mario (sobrinas, pues, de Julia), Patricia y Wanda, a quienes acogieron y trataron como a hijas suyas. Pero Patricia, que contaba sólo con 15 años, no tuvo mejor idea que enamorarse de su primo y éste, en lugar de decirle “sí, niña, yo también te quiero mucho pero resulta que estoy casado, tengo algunos años más que tú y además soy tu primo”, no sólo se dejó querer sino que cogió el asunto con verdadero entusiasmo. Cuando iban al cine, Mario se las arreglaba, no se sabe cómo, para que les diesen cuatro entradas separadas de dos en dos, y, casualmente, él siempre se sentaba con su prima Patricia. Poco a poco se hizo evidente que había algo entre los dos y la tía no tardó en echárselo en cara a su sobrino. Unas veces Mario no le respondía. Otras veces optaba por atacarla y le decía que todo aquello era sólo producto de sus celos patológicos. Con el tiempo, tía y sobrino se separaron, y poco después los primos, ya con el campo libre, se casaron.
Como muchos escritores, Mario tenía la idea de que su oficio estaba por encima de todo. Todo lo que vivía, todo lo que oía, todo lo que se imaginaba, absolutamente todo, constituía la materia prima de sus novelas. Así pues, ya separados, Mario escribió una novela en la que contaba su noviazgo con la tía Julia. A ésta le molestó que no se lo hubiese consultado. Pero lo que la sacó de quicio fue que su sobrino consintiera en la realización de una serie de televisión basada en la novela, en la cual salía bastante mal parada y lo que para ella había sido un idilio maravilloso era contemplado poco menos que como la seducción de un inocente muchacho por una señora desaprensiva. Julia, ante este ataque a su intimidad, decidió que ella también contaría su versión. Y la contó. Escribió un libro en el que relató no sólo su noviazgo, sino también la vida, la mala vida que Mario le dio en Paris, incluyendo su coqueteo con la prima, alguna que otra aventura sentimental y las continuas disputas de la pareja. Dicen que el sol es el mejor desinfectante. Una vez aireados a los cuatro vientos su pena por la falta de reciprocidad de su amor y su resentimiento por la poca valentía de Mario en reconocer sus infidelidades, Julia se sintió por fin curada de las heridas de su fracasado matrimonio y pudo comenzar una nueva vida.
Pero volvamos a Mario y Patricia, los primos enamorados. Con el transcurso del tiempo cambiaron su residencia y se instalaron en Barcelona, lo que era una decisión lógica, habida cuenta de que por aquel entonces, años setenta, Barcelona, además de ser, como es hoy, la capital de la edición en lengua española, era una ciudad abierta y cosmopolita y no la ciudad provinciana en que se ha convertido. Allí se hizo amigo de muchos escritores del boom americano, entre ellos, de Gabo Márquez, otro coloso de la literatura. La amistad forjada entre los dos escritores fue muy sólida y se hubiera dicho que indestructible, pero el devenir de los acontecimientos demostró que no lo era tanto. No fueron sus diferencias ideológicas, en contra de lo que se pudo suponer, el motivo de la ruptura de su amistad. Recordemos que si bien inicialmente ambos escritores se situaron en las posiciones más a la izquierda del espectro político (en la casa de Mario en Paris, por ejemplo, se celebraron reuniones de guerrilleros que iban a combatir por la revolución en Perú), con el paso de los años, Mario, siguiendo el recorrido típico de casi todos los intelectuales, fue virando poco a poco sus postulados hasta dar en el liberalismo más ortodoxo. Así pues, la política, que inicialmente fue un factor de fortalecimiento de su amistad, acabo siendo poco menos que un asunto peligroso, algo que no convenía tratar. El motivo de confrontación de los dos escritores fue muy distinto. Los rumores más verosímiles (ni Mario ni Gabo quisieron nunca pronunciarse al respecto) apuntan a que Patricia le confesó un día a Gabo la amargura y tristeza que sentía por las constantes infidelidades de Mario (la cabra tira al monte) y éste le contestó que, si tanto sufría y tan mal lo pasaba, quizá no tendría que descartar la idea de separarse de su marido. Dichos rumores afirman que, tras enterarse Mario de esta conversación, montó en cólera y a la primera ocasión que tuvo le arreó un puñetazo a su amigo (su ex amigo a partir de entonces) que dio con sus huesos en el suelo y le dejó el ojo izquierdo amoratado (el izquierdo tenía que ser). Del ojo a la virulé hay constatación gráfica, no es un rumor verosímil, sino una certeza. ¿Pudo un asunto tan nimio ocasionar una reacción tan desmesurada? Aparentemente, ése fue el caso.
Mario nunca abandonó la narrativa y creó unas cuantas obras maestras. En sus últimos años, el escritor peruano cultivó con asiduidad el género periodístico. Sus artículos se pueden dividir en tres tipos: aquellos en los que sentenciaba que el mejor de los mundos posibles era la sociedad democrática y de libre mercado, aquellos en los que se explayaba contando al sufrido lector lo maravillosa que es la ficción literaria y lo mucho que enriquece la vida del común de los mortales y, por último, aquellos otros en los que hacía participe a dicho sufrido lector de lo bien que lo había pasado asistiendo a tal o cual opera, o leyendo tal o cual libro.
Poco antes de cumplir los ochenta años, y poco después del óbito de Miguel Bayeu (para que no se notara mucho su interés en el asunto), Mario desplegó toda su galantería y toda su verborrea, que eran muchas, en camelarse a la viuda Belisa Presley. Los tiempos de amor apasionado con Patricia eran ya asunto del pasado. A Belisa le sedujo la cadencia dulzona de su conversación, su riquísimo vocabulario y sus amplios conocimientos, no sólo de literatura sino también de otras disciplinas humanísticas. Así mismo, le atrajo su apariencia física: su altura y su corpulencia, su porte elegante y distinguido... incluso su sonrisa dentona, que encontraba la mar de irresistible. Como era de esperar, el noviazgo progresó a pasos acelerados (a esas edades no está uno para perder el tiempo). El día que cruzó la verja de Villa Meona, Mario tuvo la certeza de que su carrera hacia el estrellato había empezado. Y un poco después, a partir de la publicación de su romance en la revista Ciao, la sola mención de su nombre ya causaba admiración no sólo en los cenáculos de intelectuales y gafapastas, cosa que ya ocurría con anterioridad, sino también en las reuniones de amigos de toda clase y condición. Pero él no se conformaba con eso, él quería más, él quería ser el más popular de los escritores, o, si ello era posible, convertirse en una auténtica celebridad. Mario tuvo suerte y sus anhelos se encarrilaron perfectamente gracias a la atención prioritaria que la revista Ciao prestó a la pareja del momento a partir de entonces. Él aseguraba que le disgustaba convertirse en un personaje popular y que añoraba los tiempos en que había sido una persona anónima que paseaba libremente por las calles de Madrid y que se sentaba en sus cafés sin necesidad de que nadie se le acercara para decirle nada o, lo que es peor, para hacerse una foto con él. Los hechos (seis portadas en nueve meses en la revista Ciao, casi un record Guiness) desmentían sus palabras. En realidad, se deleitaba paladeando su recién adquirida popularidad como si del más sabroso de los pasteles se tratara. Mario pensó que un buen criterio para saber si había alcanzado su meta era que la gente le mostrara reconocimiento por la callea, con independencia del mayor o menor grado de reconocimiento de su obra literaria. Llegó el momento en que la gente empezó a pararle por las calles para felicitarle, pero pocos sabían si era un escritor o un artista de cine, y los que lo sabían dudaban si había escrito “Cien años de desamor” o “El amor en los tiempos del sida”. Había triunfado.
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