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Tandil, 5-5-2.002, hora 40:00

El hombre, ¿qué es?

El hombre en su esencia, y allá lejos y hace tiempo, mucho tiempo, era un ser incorpóreo, pura energía; un criatura etérea, redonda, completa, absoluta y cerrada, ni varón ni mujer, o, si se quiere, un poco de ambas cosas a un mismo tiempo.
La energía de aquel ser, allá, en los cielos primeros, bogaba a su antojo en el cosmos, en medio de una felicidad infinita, inefable e indescriptible para cualquier terrícola. Bajo ciertas circunstancias debidas a causas muy pero muy antiguas -que sólo Dios, quizá, querrá explicar algún día- aquel ser experimentaba un éxtasis de placer cósmico de tal magnitud y dimensión, que para poder representarlo o interpretarlo casi mediante el auxilio de las finitas mentes humanas, tendrían que recurrir a la evocación de una colosal tormenta eléctrica en su punto de mayor ferocidad, y colocar al dichoso ser esencial (quien luego sería el hombre de tierra) en medio de ella, rugiendo cual sideral león lanzallamas en medio de los ciclópeos truenos, relámpagos, rayos y centellas.
Desde que aquel hombre, en cierta forma privilegiado, desobedeció las leyes cardinales celestiales, eternas y divinas, seducido por el principal llamado Lucifer (ángel de luz), fue en consecuencia descompuesta su esencia primitiva, que era poco menos que divina; debilitadas sus fuerzas, separado de la majestuosidad Divina y arrojado, al fin, junto a aquel primer sedicioso (quien luego pasó a ser llamado Satán, el mentiroso) a la Tierra que apenas se formaba entonces, adquiriendo un cuerpo físico que le fuera creado del barro (por misericordia de Dios) para albergarle el alma. Un lugar en donde poder contener la poca energía que le había sido (por misericordia de Jesús) reservada con un predeterminado propósito de redención.
Allá, en la Tierra, iniciaría así, un ciclo de aprendizaje o reaprendizaje o de recuperación de lo aprendido en aquellos cielos primeros, a través de la (nueva para él) experiencia física, requisito insalvable y único medio a través del cual podría retornar a la presencia de su Padre Creador, de quien Lucifer lo había separado. Más tarde llegaría Jesús para reconciliarlo definitivamente por medio del martirio y el sacrificio (otro gran misterio).
El famoso velo del olvido que al hombre imponen las Jerarquías Mayores, hace que no pueda recordar su origen, sino luego de mucho aprendizaje, evolución. Después de que el hombre de barro alcanza a desterrar de su corazón verdaderamente todas las escorias mundanas: la envidia, el egoísmo, el egocentrismo, el egotismo, la ambición, el odio, la gula, la avaricia, la guerra, los rencores, los celos, los miedos y todas esas miserias propias de la condición humana.
El hombre de hoy casi ni sospecha que toda esta historia existió alguna vez en algún tiempo ( si es que el tiempo realmente existe); sin embargo, muchos paramnésicos y paragnósticos han estado naciendo desde distintas épocas hasta estos últimos tiempos en la Tierra (místicos, mártires, sanadores, profetas, artistas, visionarios, etc, etc). Seres plenos de un conocimiento sublime, suprarracional, que exponen de distintas maneras frente al mundo porque son supraconscientemente sabedores de que ésa es su misión. Y ésa misión –pese a las ironías que nunca faltan, al escepticismo, a la suspicacia y a los rechazos o renuncias de toda índole- se lleva indefectiblemente a cabo por medio de la fe sin la intervención de argumentación lógica alguna, exponiendo, estos paragnósticos, sus recuerdos como testimonios metafísicos.
Desde que el hombre pone los pies sobre la Tierra comienza a experimentar sensaciones; unas veces, de soledad frente a semejante abismo sideral que se despliega ante sus pequeños ojos: se reconoce diminuto e insignificante bajo el sol o las estrellas; otras, de angustia, nacida de la contemplación de la naturaleza que lo maravilla y a la cual trata (inútilmente) de darle un sentido de la existencia. Angustia que nace de la imposibilidad de responder a los interrogantes que aparecen en su conciencia luego de una autocontemplación o introspección. Se pregunta: ¿ quién soy, de qué estoy hecho, de dónde vengo, hacia dónde voy, qué es lo que hay, etc. etc.? Se da cuenta de que esa casa (la Tierra) no le pertenece, no es de allí, no es originario, porque no la reconoce, no la puede explicar ni puede explicarse ni justificarse él mismo. Se da perfecta cuenta de que la naturaleza que lo rodea es cuanto maravillosa tanto cruel y asesina. Siente hambre, sueño, frío o calor, dolor y persecuciones de toda índole: no está en casa: la Tierra no es su lugar de origen y cuando cae esto a su conciencia lo atormenta. Busca, entonces, procurarse todos aquellos elementos físicos y psíquicos que lo ayude a encontrar la razón de su existencia en la Tierra y se da entonces cuenta, poco a poco, de que el placer psicofísico es el ideal más elevado que debe alcanzar; entonces, lo busca. Porque –al parecer- toda aquella antigua felicidad y bienestar energético de los viejos tiempos se consigue, en este plano denso terrestre, a través del placer psicofísicoespiritual; es decir, cuando estos tres campos se encuentran en perfecto equilibrio.
A través de los órganos de los sensoriales, de las terminaciones nerviosas de los mismos, se pueden experimentar ciertos placeres, aunque, también ciertos displaceres; sin embargo, la verdadera plenitud de vida, de estar vivo, se alcanza sólo cuando el placer físico o material se encuentra en perfecto equilibrio con el mundo interior, el campo psíquico-espiritual. Aquel placer físico o psicofísico bien puede conseguirse siguiendo las leyes de la lógica y de la moral, obrando racionalmente, pero el equilibrio espiritual llega únicamente por intermedio de la fe, que es irracional.
Cuando el hombre entra en el mundo de la realidad objetiva comienza la búsqueda de aquella otra parte que le fuera quitada. Esa otra parte que le falta puede hallarse ( en el plano terrestre) en un animal, vegetal o en una roca (desde que todo lo que existe no es otra cosa que una diferente manifestación material de una misma energía; todo está vivo). Esa otra parte puede estar anidada en el cuerpo de un hombre o en el de una mujer (desde que en aquel cielo primero el hombre era, al igual que los ángeles, un ser etéreamente andrógino, asexuado) y también, en cualesquiera otras criaturas. El hombre busca entonces sin descanso su otra mitad, su media naranja, su yin o su yan, su blanco o su negro, su medio círculo, su complemento, y en el intento de realizarse como criatura completa, no dudará en allegarse a mujer u hombre, vaca o perro, caballo o ballena (según el caso) y, a veces, contraponiéndose (el más osado) a las aceptables costumbres cívico-moral-religiosas, ya que el ideal más elevado buscado será la felicidad, sea como sea, venga de donde venga. Y sábelo el hombre, por experiencias en su propia raza, que del error en la elección de esa otra parte complementaria devienen los fracasos matrimoniales, las infidelidades, las poligamias, en fin, las infelicidades. Por otra parte, la abstinencia en la elección de la otra mitad, por cumplimiento de pautas de índole cultural, social, moral, religiosa, de conciencia, etc., deviene en sentimientos reprimidos (represión de las pulsiones instintivas primarias) que dan lugar a las soledades, angustias, depresiones y fracasos de todas las especies, sumiendo al abstemio, si no son sublimadas o canalizadas, en una desesperación que lo conducirá poco a poco al desequilibrio emocional, que en los casos más graves llega a estados calamitosos. Por lo tanto, el hombre que no ha sido dotado con la gracia del don de abstinencia no puede tomar tal posición, precisamente porque no le ha sido dada. Él debe buscar su complemento, de lo contrario, su mundo todo devendrá en angustia, depresión e incluso insana mental que podría derivar en suicidio (desde que no encuentra la razón de su existencia). Por el contrario, el hombre cuando está solo, y es feliz así, su felicidad se traduce en amor a todo el resto de las criaturas existentes. Se vuelve un filántropo, un altruista, un benefactor de la humanidad, un idealista que está en el mundo como una herramienta en las manos de Dios. Un instrumento que trabaja a favor de la humanidad toda, para su crecimiento. Este hombre ha encontrado ya –quizá en otras vidas anteriores- su otra mitad, de modo que vuelve concientemente a la Tierra sabiéndose completo, realizado, cumplido. Entonces todo lo que haga lo hará para los demás. Para dar luz a los demás. Para ayudarlos a crecer, a evolucionar. Ayudar al resto de las criaturas terrestres en sus caminos de evolución, porque este resto es lento. Y él viene a dar, no a tomar o a elegir, sino a dar todo de sí; y porque él no necesita nada , no toma nada de este mundo sino que da de lo que está completo, mejor dicho, repleto. Por lo contrario, el hombre que no tiene este don de abstinencia, es decir que está en un plano menor, busca su media naranja hasta que la encuentra. Y una vez encontradas ambas partes, se fundirán en una sola cosa. Podrán comprenderse con solo una mirada. Vivirán el uno para el otro y, si estas dos mitades se complementan verdaderamente, serán una sola persona, una sola carne y una sola energía. Serán una cosa completa y cerrada. No necesitarán otra cosa más que a ellos mismos. Transitarán juntos el resto de sus vidas y es así que llegarán a sus últimos días aún como dos tontos enamorados. Este tipo de encuentros son los que dan frutos de amor, que son los hijos, tan perfectos en amor como sus progenitores y éstos al concebirlos llegan a parecerse a Dios , desde que ellos solos han podido crear vida, una nueva vida. Son así semidioses; no obstante, estos cuasicreadores, cuasiperfectos, podrían necesitar aún algunas experiencias físicas más para su completo crecimiento espiritual, de modo que pueden bien, después de conformar una familia modelo basada en el amor, morir felizmente en su vejez –o no- y volver a la Tierra para habitar otro cuerpo, otra casa, otra sociedad, otra época, y así reanudar la búsqueda de su otra parte quitada antes de atravesar el velo del olvido y que ahora anda perdida quién sabe en qué lares. Y así hasta que su nivel de evolución le permita sortear esta condición o situación y entonces pueda volver desde ese otro plano (si lo desea) completo y cerrado.
El hombre de hoy puede, a través del acto sexual, en su punto culminante, en el momento justo del clímax, en el paroxísmo de su placer físico, volver a experimentar –rudimentariamente- aquella sensación -que no debería llamar sensación, ya que el hombre primero, el que habitaba aquellos cielos primeros, carecía de los convencionales sentidos de que hoy está dotado- aquel placer etéreo, energético, cósmico, divino, de que hablara al principio de este texto: la tormenta, los truenos, los relámpagos, los rayos y las centellas, aunque en una intensidad disminuida en millones , billones o trillones de grados; no obstante, las imágenes pueden ser casi parangonadas.
Dios ha querido traer hasta la Tierra, allá abajo, hasta las conciencias humanas, misericordiosamente, como es su costumbre, un breve recuerdo de lo que fuera aquella felicidad inconmensurable en los abismos celestes y lo ha injertado en el corazón de cada ser humano, para que éste no se olvide de su verdadero origen; y para que, a causa de la búsqueda de aquella reminiscencia de gozo, la raza no se extinga.






Tandil, 5-5-2.002, hora 40:00

El hombre, ¿qué es?

El hombre en su esencia, y allá lejos y hace tiempo, mucho tiempo, era un ser incorpóreo, pura energía; un criatura etérea, redonda, completa, absoluta y cerrada, ni varón ni mujer, o, si se quiere, un poco de ambas cosas a un mismo tiempo.
La energía de aquel ser, allá, en los cielos primeros, bogaba a su antojo en el cosmos, en medio de una felicidad infinita, inefable e indescriptible para cualquier terrícola. Bajo ciertas circunstancias debidas a causas muy pero muy antiguas -que sólo Dios, quizá, querrá explicar algún día- aquel ser experimentaba un éxtasis de placer cósmico de tal magnitud y dimensión, que para poder representarlo o interpretarlo casi mediante el auxilio de las finitas mentes humanas, tendrían que recurrir a la evocación de una colosal tormenta eléctrica en su punto de mayor ferocidad, y colocar al dichoso ser esencial (quien luego sería el hombre de tierra) en medio de ella, rugiendo cual sideral león lanzallamas en medio de los ciclópeos truenos, relámpagos, rayos y centellas.
Desde que aquel hombre, en cierta forma privilegiado, desobedeció las leyes cardinales celestiales, eternas y divinas, seducido por el principal llamado Lucifer (ángel de luz), fue en consecuencia descompuesta su esencia primitiva, que era poco menos que divina; debilitadas sus fuerzas, separado de la majestuosidad Divina y arrojado, al fin, junto a aquel primer sedicioso (quien luego pasó a ser llamado Satán, el mentiroso) a la Tierra que apenas se formaba entonces, adquiriendo un cuerpo físico que le fuera creado del barro (por misericordia de Dios) para albergarle el alma. Un lugar en donde poder contener la poca energía que le había sido (por misericordia de Jesús) reservada con un predeterminado propósito de redención.
Allá, en la Tierra, iniciaría así, un ciclo de aprendizaje o reaprendizaje o de recuperación de lo aprendido en aquellos cielos primeros, a través de la (nueva para él) experiencia física, requisito insalvable y único medio a través del cual podría retornar a la presencia de su Padre Creador, de quien Lucifer lo había separado. Más tarde llegaría Jesús para reconciliarlo definitivamente por medio del martirio y el sacrificio (otro gran misterio).
El famoso velo del olvido que al hombre imponen las Jerarquías Mayores, hace que no pueda recordar su origen, sino luego de mucho aprendizaje, evolución. Después de que el hombre de barro alcanza a desterrar de su corazón verdaderamente todas las escorias mundanas: la envidia, el egoísmo, el egocentrismo, el egotismo, la ambición, el odio, la gula, la avaricia, la guerra, los rencores, los celos, los miedos y todas esas miserias propias de la condición humana.
El hombre de hoy casi ni sospecha que toda esta historia existió alguna vez en algún tiempo ( si es que el tiempo realmente existe); sin embargo, muchos paramnésicos y paragnósticos han estado naciendo desde distintas épocas hasta estos últimos tiempos en la Tierra (místicos, mártires, sanadores, profetas, artistas, visionarios, etc, etc). Seres plenos de un conocimiento sublime, suprarracional, que exponen de distintas maneras frente al mundo porque son supraconscientemente sabedores de que ésa es su misión. Y ésa misión –pese a las ironías que nunca faltan, al escepticismo, a la suspicacia y a los rechazos o renuncias de toda índole- se lleva indefectiblemente a cabo por medio de la fe sin la intervención de argumentación lógica alguna, exponiendo, estos paragnósticos, sus recuerdos como testimonios metafísicos.
Desde que el hombre pone los pies sobre la Tierra comienza a experimentar sensaciones; unas veces, de soledad frente a semejante abismo sideral que se despliega ante sus pequeños ojos: se reconoce diminuto e insignificante bajo el sol o las estrellas; otras, de angustia, nacida de la contemplación de la naturaleza que lo maravilla y a la cual trata (inútilmente) de darle un sentido de la existencia. Angustia que nace de la imposibilidad de responder a los interrogantes que aparecen en su conciencia luego de una autocontemplación o introspección. Se pregunta: ¿ quién soy, de qué estoy hecho, de dónde vengo, hacia dónde voy, qué es lo que hay, etc. etc.? Se da cuenta de que esa casa (la Tierra) no le pertenece, no es de allí, no es originario, porque no la reconoce, no la puede explicar ni puede explicarse ni justificarse él mismo. Se da perfecta cuenta de que la naturaleza que lo rodea es cuanto maravillosa tanto cruel y asesina. Siente hambre, sueño, frío o calor, dolor y persecuciones de toda índole: no está en casa: la Tierra no es su lugar de origen y cuando cae esto a su conciencia lo atormenta. Busca, entonces, procurarse todos aquellos elementos físicos y psíquicos que lo ayude a encontrar la razón de su existencia en la Tierra y se da entonces cuenta, poco a poco, de que el placer psicofísico es el ideal más elevado que debe alcanzar; entonces, lo busca. Porque –al parecer- toda aquella antigua felicidad y bienestar energético de los viejos tiempos se consigue, en este plano denso terrestre, a través del placer psicofísicoespiritual; es decir, cuando estos tres campos se encuentran en perfecto equilibrio.
A través de los órganos de los sensoriales, de las terminaciones nerviosas de los mismos, se pueden experimentar ciertos placeres, aunque, también ciertos displaceres; sin embargo, la verdadera plenitud de vida, de estar vivo, se alcanza sólo cuando el placer físico o material se encuentra en perfecto equilibrio con el mundo interior, el campo psíquico-espiritual. Aquel placer físico o psicofísico bien puede conseguirse siguiendo las leyes de la lógica y de la moral, obrando racionalmente, pero el equilibrio espiritual llega únicamente por intermedio de la fe, que es irracional.
Cuando el hombre entra en el mundo de la realidad objetiva comienza la búsqueda de aquella otra parte que le fuera quitada. Esa otra parte que le falta puede hallarse ( en el plano terrestre) en un animal, vegetal o en una roca (desde que todo lo que existe no es otra cosa que una diferente manifestación material de una misma energía; todo está vivo). Esa otra parte puede estar anidada en el cuerpo de un hombre o en el de una mujer (desde que en aquel cielo primero el hombre era, al igual que los ángeles, un ser etéreamente andrógino, asexuado) y también, en cualesquiera otras criaturas. El hombre busca entonces sin descanso su otra mitad, su media naranja, su yin o su yan, su blanco o su negro, su medio círculo, su complemento, y en el intento de realizarse como criatura completa, no dudará en allegarse a mujer u hombre, vaca o perro, caballo o ballena (según el caso) y, a veces, contraponiéndose (el más osado) a las aceptables costumbres cívico-moral-religiosas, ya que el ideal más elevado buscado será la felicidad, sea como sea, venga de donde venga. Y sábelo el hombre, por experiencias en su propia raza, que del error en la elección de esa otra parte complementaria devienen los fracasos matrimoniales, las infidelidades, las poligamias, en fin, las infelicidades. Por otra parte, la abstinencia en la elección de la otra mitad, por cumplimiento de pautas de índole cultural, social, moral, religiosa, de conciencia, etc., deviene en sentimientos reprimidos (represión de las pulsiones instintivas primarias) que dan lugar a las soledades, angustias, depresiones y fracasos de todas las especies, sumiendo al abstemio, si no son sublimadas o canalizadas, en una desesperación que lo conducirá poco a poco al desequilibrio emocional, que en los casos más graves llega a estados calamitosos. Por lo tanto, el hombre que no ha sido dotado con la gracia del don de abstinencia no puede tomar tal posición, precisamente porque no le ha sido dada. Él debe buscar su complemento, de lo contrario, su mundo todo devendrá en angustia, depresión e incluso insana mental que podría derivar en suicidio (desde que no encuentra la razón de su existencia). Por el contrario, el hombre cuando está solo, y es feliz así, su felicidad se traduce en amor a todo el resto de las criaturas existentes. Se vuelve un filántropo, un altruista, un benefactor de la humanidad, un idealista que está en el mundo como una herramienta en las manos de Dios. Un instrumento que trabaja a favor de la humanidad toda, para su crecimiento. Este hombre ha encontrado ya –quizá en otras vidas anteriores- su otra mitad, de modo que vuelve concientemente a la Tierra sabiéndose completo, realizado, cumplido. Entonces todo lo que haga lo hará para los demás. Para dar luz a los demás. Para ayudarlos a crecer, a evolucionar. Ayudar al resto de las criaturas terrestres en sus caminos de evolución, porque este resto es lento. Y él viene a dar, no a tomar o a elegir, sino a dar todo de sí; y porque él no necesita nada , no toma nada de este mundo sino que da de lo que está completo, mejor dicho, repleto. Por lo contrario, el hombre que no tiene este don de abstinencia, es decir que está en un plano menor, busca su media naranja hasta que la encuentra. Y una vez encontradas ambas partes, se fundirán en una sola cosa. Podrán comprenderse con solo una mirada. Vivirán el uno para el otro y, si estas dos mitades se complementan verdaderamente, serán una sola persona, una sola carne y una sola energía. Serán una cosa completa y cerrada. No necesitarán otra cosa más que a ellos mismos. Transitarán juntos el resto de sus vidas y es así que llegarán a sus últimos días aún como dos tontos enamorados. Este tipo de encuentros son los que dan frutos de amor, que son los hijos, tan perfectos en amor como sus progenitores y éstos al concebirlos llegan a parecerse a Dios , desde que ellos solos han podido crear vida, una nueva vida. Son así semidioses; no obstante, estos cuasicreadores, cuasiperfectos, podrían necesitar aún algunas experiencias físicas más para su completo crecimiento espiritual, de modo que pueden bien, después de conformar una familia modelo basada en el amor, morir felizmente en su vejez –o no- y volver a la Tierra para habitar otro cuerpo, otra casa, otra sociedad, otra época, y así reanudar la búsqueda de su otra parte quitada antes de atravesar el velo del olvido y que ahora anda perdida quién sabe en qué lares. Y así hasta que su nivel de evolución le permita sortear esta condición o situación y entonces pueda volver desde ese otro plano (si lo desea) completo y cerrado.
El hombre de hoy puede, a través del acto sexual, en su punto culminante, en el momento justo del clímax, en el paroxísmo de su placer físico, volver a experimentar –rudimentariamente- aquella sensación -que no debería llamar sensación, ya que el hombre primero, el que habitaba aquellos cielos primeros, carecía de los convencionales sentidos de que hoy está dotado- aquel placer etéreo, energético, cósmico, divino, de que hablara al principio de este texto: la tormenta, los truenos, los relámpagos, los rayos y las centellas, aunque en una intensidad disminuida en millones , billones o trillones de grados; no obstante, las imágenes pueden ser casi parangonadas.
Dios ha querido traer hasta la Tierra, allá abajo, hasta las conciencias humanas, misericordiosamente, como es su costumbre, un breve recuerdo de lo que fuera aquella felicidad inconmensurable en los abismos celestes y lo ha injertado en el corazón de cada ser humano, para que éste no se olvide de su verdadero origen; y para que, a causa de la búsqueda de aquella reminiscencia de gozo, la raza no se extinga.


Tandil, 5-5-2.002, hora 40:00

El hombre, ¿qué es?

El hombre en su esencia, y allá lejos y hace tiempo, mucho tiempo, era un ser incorpóreo, pura energía; un criatura etérea, redonda, completa, absoluta y cerrada, ni varón ni mujer, o, si se quiere, un poco de ambas cosas a un mismo tiempo.
La energía de aquel ser, allá, en los cielos primeros, bogaba a su antojo en el cosmos, en medio de una felicidad infinita, inefable e indescriptible para cualquier terrícola. Bajo ciertas circunstancias debidas a causas muy pero muy antiguas -que sólo Dios, quizá, querrá explicar algún día- aquel ser experimentaba un éxtasis de placer cósmico de tal magnitud y dimensión, que para poder representarlo o interpretarlo casi mediante el auxilio de las finitas mentes humanas, tendrían que recurrir a la evocación de una colosal tormenta eléctrica en su punto de mayor ferocidad, y colocar al dichoso ser esencial (quien luego sería el hombre de tierra) en medio de ella, rugiendo cual sideral león lanzallamas en medio de los ciclópeos truenos, relámpagos, rayos y centellas.
Desde que aquel hombre, en cierta forma privilegiado, desobedeció las leyes cardinales celestiales, eternas y divinas, seducido por el principal llamado Lucifer (ángel de luz), fue en consecuencia descompuesta su esencia primitiva, que era poco menos que divina; debilitadas sus fuerzas, separado de la majestuosidad Divina y arrojado, al fin, junto a aquel primer sedicioso (quien luego pasó a ser llamado Satán, el mentiroso) a la Tierra que apenas se formaba entonces, adquiriendo un cuerpo físico que le fuera creado del barro (por misericordia de Dios) para albergarle el alma. Un lugar en donde poder contener la poca energía que le había sido (por misericordia de Jesús) reservada con un predeterminado propósito de redención.
Allá, en la Tierra, iniciaría así, un ciclo de aprendizaje o reaprendizaje o de recuperación de lo aprendido en aquellos cielos primeros, a través de la (nueva para él) experiencia física, requisito insalvable y único medio a través del cual podría retornar a la presencia de su Padre Creador, de quien Lucifer lo había separado. Más tarde llegaría Jesús para reconciliarlo definitivamente por medio del martirio y el sacrificio (otro gran misterio).
El famoso velo del olvido que al hombre imponen las Jerarquías Mayores, hace que no pueda recordar su origen, sino luego de mucho aprendizaje, evolución. Después de que el hombre de barro alcanza a desterrar de su corazón verdaderamente todas las escorias mundanas: la envidia, el egoísmo, el egocentrismo, el egotismo, la ambición, el odio, la gula, la avaricia, la guerra, los rencores, los celos, los miedos y todas esas miserias propias de la condición humana.
El hombre de hoy casi ni sospecha que toda esta historia existió alguna vez en algún tiempo ( si es que el tiempo realmente existe); sin embargo, muchos paramnésicos y paragnósticos han estado naciendo desde distintas épocas hasta estos últimos tiempos en la Tierra (místicos, mártires, sanadores, profetas, artistas, visionarios, etc, etc). Seres plenos de un conocimiento sublime, suprarracional, que exponen de distintas maneras frente al mundo porque son supraconscientemente sabedores de que ésa es su misión. Y ésa misión –pese a las ironías que nunca faltan, al escepticismo, a la suspicacia y a los rechazos o renuncias de toda índole- se lleva indefectiblemente a cabo por medio de la fe sin la intervención de argumentación lógica alguna, exponiendo, estos paragnósticos, sus recuerdos como testimonios metafísicos.
Desde que el hombre pone los pies sobre la Tierra comienza a experimentar sensaciones; unas veces, de soledad frente a semejante abismo sideral que se despliega ante sus pequeños ojos: se reconoce diminuto e insignificante bajo el sol o las estrellas; otras, de angustia, nacida de la contemplación de la naturaleza que lo maravilla y a la cual trata (inútilmente) de darle un sentido de la existencia. Angustia que nace de la imposibilidad de responder a los interrogantes que aparecen en su conciencia luego de una autocontemplación o introspección. Se pregunta: ¿ quién soy, de qué estoy hecho, de dónde vengo, hacia dónde voy, qué es lo que hay, etc. etc.? Se da cuenta de que esa casa (la Tierra) no le pertenece, no es de allí, no es originario, porque no la reconoce, no la puede explicar ni puede explicarse ni justificarse él mismo. Se da perfecta cuenta de que la naturaleza que lo rodea es cuanto maravillosa tanto cruel y asesina. Siente hambre, sueño, frío o calor, dolor y persecuciones de toda índole: no está en casa: la Tierra no es su lugar de origen y cuando cae esto a su conciencia lo atormenta. Busca, entonces, procurarse todos aquellos elementos físicos y psíquicos que lo ayude a encontrar la razón de su existencia en la Tierra y se da entonces cuenta, poco a poco, de que el placer psicofísico es el ideal más elevado que debe alcanzar; entonces, lo busca. Porque –al parecer- toda aquella antigua felicidad y bienestar energético de los viejos tiempos se consigue, en este plano denso terrestre, a través del placer psicofísicoespiritual; es decir, cuando estos tres campos se encuentran en perfecto equilibrio.
A través de los órganos de los sensoriales, de las terminaciones nerviosas de los mismos, se pueden experimentar ciertos placeres, aunque, también ciertos displaceres; sin embargo, la verdadera plenitud de vida, de estar vivo, se alcanza sólo cuando el placer físico o material se encuentra en perfecto equilibrio con el mundo interior, el campo psíquico-espiritual. Aquel placer físico o psicofísico bien puede conseguirse siguiendo las leyes de la lógica y de la moral, obrando racionalmente, pero el equilibrio espiritual llega únicamente por intermedio de la fe, que es irracional.
Cuando el hombre entra en el mundo de la realidad objetiva comienza la búsqueda de aquella otra parte que le fuera quitada. Esa otra parte que le falta puede hallarse ( en el plano terrestre) en un animal, vegetal o en una roca (desde que todo lo que existe no es otra cosa que una diferente manifestación material de una misma energía; todo está vivo). Esa otra parte puede estar anidada en el cuerpo de un hombre o en el de una mujer (desde que en aquel cielo primero el hombre era, al igual que los ángeles, un ser etéreamente andrógino, asexuado) y también, en cualesquiera otras criaturas. El hombre busca entonces sin descanso su otra mitad, su media naranja, su yin o su yan, su blanco o su negro, su medio círculo, su complemento, y en el intento de realizarse como criatura completa, no dudará en allegarse a mujer u hombre, vaca o perro, caballo o ballena (según el caso) y, a veces, contraponiéndose (el más osado) a las aceptables costumbres cívico-moral-religiosas, ya que el ideal más elevado buscado será la felicidad, sea como sea, venga de donde venga. Y sábelo el hombre, por experiencias en su propia raza, que del error en la elección de esa otra parte complementaria devienen los fracasos matrimoniales, las infidelidades, las poligamias, en fin, las infelicidades. Por otra parte, la abstinencia en la elección de la otra mitad, por cumplimiento de pautas de índole cultural, social, moral, religiosa, de conciencia, etc., deviene en sentimientos reprimidos (represión de las pulsiones instintivas primarias) que dan lugar a las soledades, angustias, depresiones y fracasos de todas las especies, sumiendo al abstemio, si no son sublimadas o canalizadas, en una desesperación que lo conducirá poco a poco al desequilibrio emocional, que en los casos más graves llega a estados calamitosos. Por lo tanto, el hombre que no ha sido dotado con la gracia del don de abstinencia no puede tomar tal posición, precisamente porque no le ha sido dada. Él debe buscar su complemento, de lo contrario, su mundo todo devendrá en angustia, depresión e incluso insana mental que podría derivar en suicidio (desde que no encuentra la razón de su existencia). Por el contrario, el hombre cuando está solo, y es feliz así, su felicidad se traduce en amor a todo el resto de las criaturas existentes. Se vuelve un filántropo, un altruista, un benefactor de la humanidad, un idealista que está en el mundo como una herramienta en las manos de Dios. Un instrumento que trabaja a favor de la humanidad toda, para su crecimiento. Este hombre ha encontrado ya –quizá en otras vidas anteriores- su otra mitad, de modo que vuelve concientemente a la Tierra sabiéndose completo, realizado, cumplido. Entonces todo lo que haga lo hará para los demás. Para dar luz a los demás. Para ayudarlos a crecer, a evolucionar. Ayudar al resto de las criaturas terrestres en sus caminos de evolución, porque este resto es lento. Y él viene a dar, no a tomar o a elegir, sino a dar todo de sí; y porque él no necesita nada , no toma nada de este mundo sino que da de lo que está completo, mejor dicho, repleto. Por lo contrario, el hombre que no tiene este don de abstinencia, es decir que está en un plano menor, busca su media naranja hasta que la encuentra. Y una vez encontradas ambas partes, se fundirán en una sola cosa. Podrán comprenderse con solo una mirada. Vivirán el uno para el otro y, si estas dos mitades se complementan verdaderamente, serán una sola persona, una sola carne y una sola energía. Serán una cosa completa y cerrada. No necesitarán otra cosa más que a ellos mismos. Transitarán juntos el resto de sus vidas y es así que llegarán a sus últimos días aún como dos tontos enamorados. Este tipo de encuentros son los que dan frutos de amor, que son los hijos, tan perfectos en amor como sus progenitores y éstos al concebirlos llegan a parecerse a Dios , desde que ellos solos han podido crear vida, una nueva vida. Son así semidioses; no obstante, estos cuasicreadores, cuasiperfectos, podrían necesitar aún algunas experiencias físicas más para su completo crecimiento espiritual, de modo que pueden bien, después de conformar una familia modelo basada en el amor, morir felizmente en su vejez –o no- y volver a la Tierra para habitar otro cuerpo, otra casa, otra sociedad, otra época, y así reanudar la búsqueda de su otra parte quitada antes de atravesar el velo del olvido y que ahora anda perdida quién sabe en qué lares. Y así hasta que su nivel de evolución le permita sortear esta condición o situación y entonces pueda volver desde ese otro plano (si lo desea) completo y cerrado.
El hombre de hoy puede, a través del acto sexual, en su punto culminante, en el momento justo del clímax, en el paroxísmo de su placer físico, volver a experimentar –rudimentariamente- aquella sensación -que no debería llamar sensación, ya que el hombre primero, el que habitaba aquellos cielos primeros, carecía de los convencionales sentidos de que hoy está dotado- aquel placer etéreo, energético, cósmico, divino, de que hablara al principio de este texto: la tormenta, los truenos, los relámpagos, los rayos y las centellas, aunque en una intensidad disminuida en millones , billones o trillones de grados; no obstante, las imágenes pueden ser casi parangonadas.
Dios ha querido traer hasta la Tierra, allá abajo, hasta las conciencias humanas, misericordiosamente, como es su costumbre, un breve recuerdo de lo que fuera aquella felicidad inconmensurable en los abismos celestes y lo ha injertado en el corazón de cada ser humano, para que éste no se olvide de su verdadero origen; y para que, a causa de la búsqueda de aquella reminiscencia de gozo, la raza no se extinga.


Tandil, 5-5-2.002, hora 40:00

El hombre, ¿qué es?

El hombre en su esencia, y allá lejos y hace tiempo, mucho tiempo, era un ser incorpóreo, pura energía; un criatura etérea, redonda, completa, absoluta y cerrada, ni varón ni mujer, o, si se quiere, un poco de ambas cosas a un mismo tiempo.
La energía de aquel ser, allá, en los cielos primeros, bogaba a su antojo en el cosmos, en medio de una felicidad infinita, inefable e indescriptible para cualquier terrícola. Bajo ciertas circunstancias debidas a causas muy pero muy antiguas -que sólo Dios, quizá, querrá explicar algún día- aquel ser experimentaba un éxtasis de placer cósmico de tal magnitud y dimensión, que para poder representarlo o interpretarlo casi mediante el auxilio de las finitas mentes humanas, tendrían que recurrir a la evocación de una colosal tormenta eléctrica en su punto de mayor ferocidad, y colocar al dichoso ser esencial (quien luego sería el hombre de tierra) en medio de ella, rugiendo cual sideral león lanzallamas en medio de los ciclópeos truenos, relámpagos, rayos y centellas.
Desde que aquel hombre, en cierta forma privilegiado, desobedeció las leyes cardinales celestiales, eternas y divinas, seducido por el principal llamado Lucifer (ángel de luz), fue en consecuencia descompuesta su esencia primitiva, que era poco menos que divina; debilitadas sus fuerzas, separado de la majestuosidad Divina y arrojado, al fin, junto a aquel primer sedicioso (quien luego pasó a ser llamado Satán, el mentiroso) a la Tierra que apenas se formaba entonces, adquiriendo un cuerpo físico que le fuera creado del barro (por misericordia de Dios) para albergarle el alma. Un lugar en donde poder contener la poca energía que le había sido (por misericordia de Jesús) reservada con un predeterminado propósito de redención.
Allá, en la Tierra, iniciaría así, un ciclo de aprendizaje o reaprendizaje o de recuperación de lo aprendido en aquellos cielos primeros, a través de la (nueva para él) experiencia física, requisito insalvable y único medio a través del cual podría retornar a la presencia de su Padre Creador, de quien Lucifer lo había separado. Más tarde llegaría Jesús para reconciliarlo definitivamente por medio del martirio y el sacrificio (otro gran misterio).
El famoso velo del olvido que al hombre imponen las Jerarquías Mayores, hace que no pueda recordar su origen, sino luego de mucho aprendizaje, evolución. Después de que el hombre de barro alcanza a desterrar de su corazón verdaderamente todas las escorias mundanas: la envidia, el egoísmo, el egocentrismo, el egotismo, la ambición, el odio, la gula, la avaricia, la guerra, los rencores, los celos, los miedos y todas esas miserias propias de la condición humana.
El hombre de hoy casi ni sospecha que toda esta historia existió alguna vez en algún tiempo ( si es que el tiempo realmente existe); sin embargo, muchos paramnésicos y paragnósticos han estado naciendo desde distintas épocas hasta estos últimos tiempos en la Tierra (místicos, mártires, sanadores, profetas, artistas, visionarios, etc, etc). Seres plenos de un conocimiento sublime, suprarracional, que exponen de distintas maneras frente al mundo porque son supraconscientemente sabedores de que ésa es su misión. Y ésa misión –pese a las ironías que nunca faltan, al escepticismo, a la suspicacia y a los rechazos o renuncias de toda índole- se lleva indefectiblemente a cabo por medio de la fe sin la intervención de argumentación lógica alguna, exponiendo, estos paragnósticos, sus recuerdos como testimonios metafísicos.
Desde que el hombre pone los pies sobre la Tierra comienza a experimentar sensaciones; unas veces, de soledad frente a semejante abismo sideral que se despliega ante sus pequeños ojos: se reconoce diminuto e insignificante bajo el sol o las estrellas; otras, de angustia, nacida de la contemplación de la naturaleza que lo maravilla y a la cual trata (inútilmente) de darle un sentido de la existencia. Angustia que nace de la imposibilidad de responder a los interrogantes que aparecen en su conciencia luego de una autocontemplación o introspección. Se pregunta: ¿ quién soy, de qué estoy hecho, de dónde vengo, hacia dónde voy, qué es lo que hay, etc. etc.? Se da cuenta de que esa casa (la Tierra) no le pertenece, no es de allí, no es originario, porque no la reconoce, no la puede explicar ni puede explicarse ni justificarse él mismo. Se da perfecta cuenta de que la naturaleza que lo rodea es cuanto maravillosa tanto cruel y asesina. Siente hambre, sueño, frío o calor, dolor y persecuciones de toda índole: no está en casa: la Tierra no es su lugar de origen y cuando cae esto a su conciencia lo atormenta. Busca, entonces, procurarse todos aquellos elementos físicos y psíquicos que lo ayude a encontrar la razón de su existencia en la Tierra y se da entonces cuenta, poco a poco, de que el placer psicofísico es el ideal más elevado que debe alcanzar; entonces, lo busca. Porque –al parecer- toda aquella antigua felicidad y bienestar energético de los viejos tiempos se consigue, en este plano denso terrestre, a través del placer psicofísicoespiritual; es decir, cuando estos tres campos se encuentran en perfecto equilibrio.
A través de los órganos de los sensoriales, de las terminaciones nerviosas de los mismos, se pueden experimentar ciertos placeres, aunque, también ciertos displaceres; sin embargo, la verdadera plenitud de vida, de estar vivo, se alcanza sólo cuando el placer físico o material se encuentra en perfecto equilibrio con el mundo interior, el campo psíquico-espiritual. Aquel placer físico o psicofísico bien puede conseguirse siguiendo las leyes de la lógica y de la moral, obrando racionalmente, pero el equilibrio espiritual llega únicamente por intermedio de la fe, que es irracional.
Cuando el hombre entra en el mundo de la realidad objetiva comienza la búsqueda de aquella otra parte que le fuera quitada. Esa otra parte que le falta puede hallarse ( en el plano terrestre) en un animal, vegetal o en una roca (desde que todo lo que existe no es otra cosa que una diferente manifestación material de una misma energía; todo está vivo). Esa otra parte puede estar anidada en el cuerpo de un hombre o en el de una mujer (desde que en aquel cielo primero el hombre era, al igual que los ángeles, un ser etéreamente andrógino, asexuado) y también, en cualesquiera otras criaturas. El hombre busca entonces sin descanso su otra mitad, su media naranja, su yin o su yan, su blanco o su negro, su medio círculo, su complemento, y en el intento de realizarse como criatura completa, no dudará en allegarse a mujer u hombre, vaca o perro, caballo o ballena (según el caso) y, a veces, contraponiéndose (el más osado) a las aceptables costumbres cívico-moral-religiosas, ya que el ideal más elevado buscado será la felicidad, sea como sea, venga de donde venga. Y sábelo el hombre, por experiencias en su propia raza, que del error en la elección de esa otra parte complementaria devienen los fracasos matrimoniales, las infidelidades, las poligamias, en fin, las infelicidades. Por otra parte, la abstinencia en la elección de la otra mitad, por cumplimiento de pautas de índole cultural, social, moral, religiosa, de conciencia, etc., deviene en sentimientos reprimidos (represión de las pulsiones instintivas primarias) que dan lugar a las soledades, angustias, depresiones y fracasos de todas las especies, sumiendo al abstemio, si no son sublimadas o canalizadas, en una desesperación que lo conducirá poco a poco al desequilibrio emocional, que en los casos más graves llega a estados calamitosos. Por lo tanto, el hombre que no ha sido dotado con la gracia del don de abstinencia no puede tomar tal posición, precisamente porque no le ha sido dada. Él debe buscar su complemento, de lo contrario, su mundo todo devendrá en angustia, depresión e incluso insana mental que podría derivar en suicidio (desde que no encuentra la razón de su existencia). Por el contrario, el hombre cuando está solo, y es feliz así, su felicidad se traduce en amor a todo el resto de las criaturas existentes. Se vuelve un filántropo, un altruista, un benefactor de la humanidad, un idealista que está en el mundo como una herramienta en las manos de Dios. Un instrumento que trabaja a favor de la humanidad toda, para su crecimiento. Este hombre ha encontrado ya –quizá en otras vidas anteriores- su otra mitad, de modo que vuelve concientemente a la Tierra sabiéndose completo, realizado, cumplido. Entonces todo lo que haga lo hará para los demás. Para dar luz a los demás. Para ayudarlos a crecer, a evolucionar. Ayudar al resto de las criaturas terrestres en sus caminos de evolución, porque este resto es lento. Y él viene a dar, no a tomar o a elegir, sino a dar todo de sí; y porque él no necesita nada , no toma nada de este mundo sino que da de lo que está completo, mejor dicho, repleto. Por lo contrario, el hombre que no tiene este don de abstinencia, es decir que está en un plano menor, busca su media naranja hasta que la encuentra. Y una vez encontradas ambas partes, se fundirán en una sola cosa. Podrán comprenderse con solo una mirada. Vivirán el uno para el otro y, si estas dos mitades se complementan verdaderamente, serán una sola persona, una sola carne y una sola energía. Serán una cosa completa y cerrada. No necesitarán otra cosa más que a ellos mismos. Transitarán juntos el resto de sus vidas y es así que llegarán a sus últimos días aún como dos tontos enamorados. Este tipo de encuentros son los que dan frutos de amor, que son los hijos, tan perfectos en amor como sus progenitores y éstos al concebirlos llegan a parecerse a Dios , desde que ellos solos han podido crear vida, una nueva vida. Son así semidioses; no obstante, estos cuasicreadores, cuasiperfectos, podrían necesitar aún algunas experiencias físicas más para su completo crecimiento espiritual, de modo que pueden bien, después de conformar una familia modelo basada en el amor, morir felizmente en su vejez –o no- y volver a la Tierra para habitar otro cuerpo, otra casa, otra sociedad, otra época, y así reanudar la búsqueda de su otra parte quitada antes de atravesar el velo del olvido y que ahora anda perdida quién sabe en qué lares. Y así hasta que su nivel de evolución le permita sortear esta condición o situación y entonces pueda volver desde ese otro plano (si lo desea) completo y cerrado.
El hombre de hoy puede, a través del acto sexual, en su punto culminante, en el momento justo del clímax, en el paroxísmo de su placer físico, volver a experimentar –rudimentariamente- aquella sensación -que no debería llamar sensación, ya que el hombre primero, el que habitaba aquellos cielos primeros, carecía de los convencionales sentidos de que hoy está dotado- aquel placer etéreo, energético, cósmico, divino, de que hablara al principio de este texto: la tormenta, los truenos, los relámpagos, los rayos y las centellas, aunque en una intensidad disminuida en millones , billones o trillones de grados; no obstante, las imágenes pueden ser casi parangonadas.
Dios ha querido traer hasta la Tierra, allá abajo, hasta las conciencias humanas, misericordiosamente, como es su costumbre, un breve recuerdo de lo que fuera aquella felicidad inconmensurable en los abismos celestes y lo ha injertado en el corazón de cada ser humano, para que éste no se olvide de su verdadero origen; y para que, a causa de la búsqueda de aquella reminiscencia de gozo, la raza no se extinga.


Tandil, 5-5-2.002, hora 40:00

El hombre, ¿qué es?

El hombre en su esencia, y allá lejos y hace tiempo, mucho tiempo, era un ser incorpóreo, pura energía; un criatura etérea, redonda, completa, absoluta y cerrada, ni varón ni mujer, o, si se quiere, un poco de ambas cosas a un mismo tiempo.
La energía de aquel ser, allá, en los cielos primeros, bogaba a su antojo en el cosmos, en medio de una felicidad infinita, inefable e indescriptible para cualquier terrícola. Bajo ciertas circunstancias debidas a causas muy pero muy antiguas -que sólo Dios, quizá, querrá explicar algún día- aquel ser experimentaba un éxtasis de placer cósmico de tal magnitud y dimensión, que para poder representarlo o interpretarlo casi mediante el auxilio de las finitas mentes humanas, tendrían que recurrir a la evocación de una colosal tormenta eléctrica en su punto de mayor ferocidad, y colocar al dichoso ser esencial (quien luego sería el hombre de tierra) en medio de ella, rugiendo cual sideral león lanzallamas en medio de los ciclópeos truenos, relámpagos, rayos y centellas.
Desde que aquel hombre, en cierta forma privilegiado, desobedeció las leyes cardinales celestiales, eternas y divinas, seducido por el principal llamado Lucifer (ángel de luz), fue en consecuencia descompuesta su esencia primitiva, que era poco menos que divina; debilitadas sus fuerzas, separado de la majestuosidad Divina y arrojado, al fin, junto a aquel primer sedicioso (quien luego pasó a ser llamado Satán, el mentiroso) a la Tierra que apenas se formaba entonces, adquiriendo un cuerpo físico que le fuera creado del barro (por misericordia de Dios) para albergarle el alma. Un lugar en donde poder contener la poca energía que le había sido (por misericordia de Jesús) reservada con un predeterminado propósito de redención.
Allá, en la Tierra, iniciaría así, un ciclo de aprendizaje o reaprendizaje o de recuperación de lo aprendido en aquellos cielos primeros, a través de la (nueva para él) experiencia física, requisito insalvable y único medio a través del cual podría retornar a la presencia de su Padre Creador, de quien Lucifer lo había separado. Más tarde llegaría Jesús para reconciliarlo definitivamente por medio del martirio y el sacrificio (otro gran misterio).
El famoso velo del olvido que al hombre imponen las Jerarquías Mayores, hace que no pueda recordar su origen, sino luego de mucho aprendizaje, evolución. Después de que el hombre de barro alcanza a desterrar de su corazón verdaderamente todas las escorias mundanas: la envidia, el egoísmo, el egocentrismo, el egotismo, la ambición, el odio, la gula, la avaricia, la guerra, los rencores, los celos, los miedos y todas esas miserias propias de la condición humana.
El hombre de hoy casi ni sospecha que toda esta historia existió alguna vez en algún tiempo ( si es que el tiempo realmente existe); sin embargo, muchos paramnésicos y paragnósticos han estado naciendo desde distintas épocas hasta estos últimos tiempos en la Tierra (místicos, mártires, sanadores, profetas, artistas, visionarios, etc, etc). Seres plenos de un conocimiento sublime, suprarracional, que exponen de distintas maneras frente al mundo porque son supraconscientemente sabedores de que ésa es su misión. Y ésa misión –pese a las ironías que nunca faltan, al escepticismo, a la suspicacia y a los rechazos o renuncias de toda índole- se lleva indefectiblemente a cabo por medio de la fe sin la intervención de argumentación lógica alguna, exponiendo, estos paragnósticos, sus recuerdos como testimonios metafísicos.
Desde que el hombre pone los pies sobre la Tierra comienza a experimentar sensaciones; unas veces, de soledad frente a semejante abismo sideral que se despliega ante sus pequeños ojos: se reconoce diminuto e insignificante bajo el sol o las estrellas; otras, de angustia, nacida de la contemplación de la naturaleza que lo maravilla y a la cual trata (inútilmente) de darle un sentido de la existencia. Angustia que nace de la imposibilidad de responder a los interrogantes que aparecen en su conciencia luego de una autocontemplación o introspección. Se pregunta: ¿ quién soy, de qué estoy hecho, de dónde vengo, hacia dónde voy, qué es lo que hay, etc. etc.? Se da cuenta de que esa casa (la Tierra) no le pertenece, no es de allí, no es originario, porque no la reconoce, no la puede explicar ni puede explicarse ni justificarse él mismo. Se da perfecta cuenta de que la naturaleza que lo rodea es cuanto maravillosa tanto cruel y asesina. Siente hambre, sueño, frío o calor, dolor y persecuciones de toda índole: no está en casa: la Tierra no es su lugar de origen y cuando cae esto a su conciencia lo atormenta. Busca, entonces, procurarse todos aquellos elementos físicos y psíquicos que lo ayude a encontrar la razón de su existencia en la Tierra y se da entonces cuenta, poco a poco, de que el placer psicofísico es el ideal más elevado que debe alcanzar; entonces, lo busca. Porque –al parecer- toda aquella antigua felicidad y bienestar energético de los viejos tiempos se consigue, en este plano denso terrestre, a través del placer psicofísicoespiritual; es decir, cuando estos tres campos se encuentran en perfecto equilibrio.
A través de los órganos de los sensoriales, de las terminaciones nerviosas de los mismos, se pueden experimentar ciertos placeres, aunque, también ciertos displaceres; sin embargo, la verdadera plenitud de vida, de estar vivo, se alcanza sólo cuando el placer físico o material se encuentra en perfecto equilibrio con el mundo interior, el campo psíquico-espiritual. Aquel placer físico o psicofísico bien puede conseguirse siguiendo las leyes de la lógica y de la moral, obrando racionalmente, pero el equilibrio espiritual llega únicamente por intermedio de la fe, que es irracional.
Cuando el hombre entra en el mundo de la realidad objetiva comienza la búsqueda de aquella otra parte que le fuera quitada. Esa otra parte que le falta puede hallarse ( en el plano terrestre) en un animal, vegetal o en una roca (desde que todo lo que existe no es otra cosa que una diferente manifestación material de una misma energía; todo está vivo). Esa otra parte puede estar anidada en el cuerpo de un hombre o en el de una mujer (desde que en aquel cielo primero el hombre era, al igual que los ángeles, un ser etéreamente andrógino, asexuado) y también, en cualesquiera otras criaturas. El hombre busca entonces sin descanso su otra mitad, su media naranja, su yin o su yan, su blanco o su negro, su medio círculo, su complemento, y en el intento de realizarse como criatura completa, no dudará en allegarse a mujer u hombre, vaca o perro, caballo o ballena (según el caso) y, a veces, contraponiéndose (el más osado) a las aceptables costumbres cívico-moral-religiosas, ya que el ideal más elevado buscado será la felicidad, sea como sea, venga de donde venga. Y sábelo el hombre, por experiencias en su propia raza, que del error en la elección de esa otra parte complementaria devienen los fracasos matrimoniales, las infidelidades, las poligamias, en fin, las infelicidades. Por otra parte, la abstinencia en la elección de la otra mitad, por cumplimiento de pautas de índole cultural, social, moral, religiosa, de conciencia, etc., deviene en sentimientos reprimidos (represión de las pulsiones instintivas primarias) que dan lugar a las soledades, angustias, depresiones y fracasos de todas las especies, sumiendo al abstemio, si no son sublimadas o canalizadas, en una desesperación que lo conducirá poco a poco al desequilibrio emocional, que en los casos más graves llega a estados calamitosos. Por lo tanto, el hombre que no ha sido dotado con la gracia del don de abstinencia no puede tomar tal posición, precisamente porque no le ha sido dada. Él debe buscar su complemento, de lo contrario, su mundo todo devendrá en angustia, depresión e incluso insana mental que podría derivar en suicidio (desde que no encuentra la razón de su existencia). Por el contrario, el hombre cuando está solo, y es feliz así, su felicidad se traduce en amor a todo el resto de las criaturas existentes. Se vuelve un filántropo, un altruista, un benefactor de la humanidad, un idealista que está en el mundo como una herramienta en las manos de Dios. Un instrumento que trabaja a favor de la humanidad toda, para su crecimiento. Este hombre ha encontrado ya –quizá en otras vidas anteriores- su otra mitad, de modo que vuelve concientemente a la Tierra sabiéndose completo, realizado, cumplido. Entonces todo lo que haga lo hará para los demás. Para dar luz a los demás. Para ayudarlos a crecer, a evolucionar. Ayudar al resto de las criaturas terrestres en sus caminos de evolución, porque este resto es lento. Y él viene a dar, no a tomar o a elegir, sino a dar todo de sí; y porque él no necesita nada , no toma nada de este mundo sino que da de lo que está completo, mejor dicho, repleto. Por lo contrario, el hombre que no tiene este don de abstinencia, es decir que está en un plano menor, busca su media naranja hasta que la encuentra. Y una vez encontradas ambas partes, se fundirán en una sola cosa. Podrán comprenderse con solo una mirada. Vivirán el uno para el otro y, si estas dos mitades se complementan verdaderamente, serán una sola persona, una sola carne y una sola energía. Serán una cosa completa y cerrada. No necesitarán otra cosa más que a ellos mismos. Transitarán juntos el resto de sus vidas y es así que llegarán a sus últimos días aún como dos tontos enamorados. Este tipo de encuentros son los que dan frutos de amor, que son los hijos, tan perfectos en amor como sus progenitores y éstos al concebirlos llegan a parecerse a Dios , desde que ellos solos han podido crear vida, una nueva vida. Son así semidioses; no obstante, estos cuasicreadores, cuasiperfectos, podrían necesitar aún algunas experiencias físicas más para su completo crecimiento espiritual, de modo que pueden bien, después de conformar una familia modelo basada en el amor, morir felizmente en su vejez –o no- y volver a la Tierra para habitar otro cuerpo, otra casa, otra sociedad, otra época, y así reanudar la búsqueda de su otra parte quitada antes de atravesar el velo del olvido y que ahora anda perdida quién sabe en qué lares. Y así hasta que su nivel de evolución le permita sortear esta condición o situación y entonces pueda volver desde ese otro plano (si lo desea) completo y cerrado.
El hombre de hoy puede, a través del acto sexual, en su punto culminante, en el momento justo del clímax, en el paroxísmo de su placer físico, volver a experimentar –rudimentariamente- aquella sensación -que no debería llamar sensación, ya que el hombre primero, el que habitaba aquellos cielos primeros, carecía de los convencionales sentidos de que hoy está dotado- aquel placer etéreo, energético, cósmico, divino, de que hablara al principio de este texto: la tormenta, los truenos, los relámpagos, los rayos y las centellas, aunque en una intensidad disminuida en millones , billones o trillones de grados; no obstante, las imágenes pueden ser casi parangonadas.
Dios ha querido traer hasta la Tierra, allá abajo, hasta las conciencias humanas, misericordiosamente, como es su costumbre, un breve recuerdo de lo que fuera aquella felicidad inconmensurable en los abismos celestes y lo ha injertado en el corazón de cada ser humano, para que éste no se olvide de su verdadero origen; y para que, a causa de la búsqueda de aquella reminiscencia de gozo, la raza no se extinga.


















Texto agregado el 11-09-2004, y leído por 163 visitantes. (0 votos)


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