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Tandil, jueves 8-7-04. hora 04:00
Marcelo Julián Municoy

Wallace
La primera tristeza significativa que mi infantil conciencia registra en mi espíritu, y que de tanto en tanto aparece así como así, entre mis libros de estudio, entre mis gentes, entre mis ropas, mis cuadros, mis parientes, entre mi historia toda, perturbándome, como ahora, que no me ha dejado en paz, al punto de hacerme levantar de mi cama y ponerme a escribir, fue la primera vez que visité el cementerio municipal de la ciudad de Las Flores, mi ciudad natal, donde nací y crecí hasta mis ocho años de edad. En la oportunidad acompañaba a mi abuelo Héctor Luis Municoy Hunt (tito) a rendir culto a sus difuntos; pero, claro, yo que entonces era un niño, no había caído en la cuenta de que sus difuntos también eran los míos. Yo, que en mi infantil e ingenua conciencia me había formado una idea lejos errónea de lo que era una necrópolis, lejos errónea de lo que era la cruel realidad, pues, creía que los muertos eran siempre otras gentes, los demás, otras personas siempre lejanas y de otros tiempos también lejanos, gentes de quienes nadie conocía la historia ni sus nombres; pero, no, no, jamás hubiese creído entonces que los amigos, los maestros, los vecinos, los compañeros de escuela y, lo peor de todo, los abuelos y los papás, también se morían un día.
Yo había visto mi apellido escrito en los boletines que nos daban en la escuela, en mi libreta de salud, en la parte interna de los cuellos de mis delantales colegiales y de mis atuendos folklóricos,cuando bailaba para la peña Martín Fierro. Había visto escrito mi apellido, y estaba acostumbrado a ello, en la parte de atrás de mis lápices de colores, en los vasos plásticos que llevaba a la escuela, en los bordes de los manteles blancos que mi madre le prestaba a las vecinas cuando éstas daban alguna fiesta de cumpleaños. Me había acostumbrado a leerlo en los encabezados de los recibos de luz, gas, teléfono, en los recibos de sueldo de mi papá durante más de treinta años; lo había leído en las salas de maternidad cada vez que mamá nos regalaba un nuevo hermanito y, luego, en las hojas de cuaderno que estos usaban en la escuela; lo leía siempre al entrar a casa, sobre el timbre de casa, a un costado de la puerta, decía con letras grandes y estilográficas: Familia Municoy; pero no ahí, no, no en ese lugar espantoso, en ese barrio dormido, no entre esas casas quietas y aburridas, llenas de flores, pero vacías de ruidos y sonidos y niños que corretearan sonrientes tratando de hacer subir sus barriletes de colores. No, nunca hubiera imaginado mi nombre de familia escrito en un sitio semejante. A la vista de todo el mundo. En el frontispicio de una gélida casa inerte, muda y cerrada toda. Eso era como una burla. Era una tristeza molesta, inquietante. La primera vez que lo vi tuve ganas de borrarlo, arrancarlo, no sé, era tan extraña la imagen que ni siquiera atiné a preguntarle a mi abuelo acerca de quiénes estaban encerrados allí. Después supe. Eran mis bisabuelos Dionisia Hunt y Vicente Municoy, padres de mi abuelo, y también había allí, temporalmente, una nuera de ellos, Elena Yparraguirre. Cuando leí mi apellido ahí, sobre ese mármol blanco y frío, me sobrevino una tristeza inefable. No sabía si patear todo o salir corriendo o quedarme allí llorando estúpidamente. Sí, llorando, sí, porque en ese mismísimo momento fui por vez primera consciente de que también mi abuelo un día no caminaría más, no hablaría más, no leería más, no nos contaría más historias ni haría más adivinanzas o chistes ni diría más sus famosos refranes, ni declamaría más poemas, ni se reiría más, y lo peor de todo, ya no se quedaría conmigo hasta altas horas de la noche, hasta la madrugada, en los veranos, charlando en la puerta de calle, allá en Las Flores, o sentados muy cómodos en el porche de su casa observando el plano celeste nocturno plateado de luna y azules estrellas; ni escucharía yo más el sonido armonioso de su bandoneón quejoso rezongando su asma allá en la piecita del fondo, su estudio. No, no, no quería pensar en todo eso y me arrepentía de haberlo acompañado. Él seguía en su mundo. Arreglaba una flor aquí y desarreglaba otra allá, porque sus manos habían empezado a perder estabilidad. Con lo que le gustaba escribir!!! Siempre andaba quejándose por ello; aunque, claro, no van a creer que él se quejaba maldiciendo o algo por el estilo, no, el se quejaba murmurando de tanto en tanto: “Pena que no puedo escribir como antes; tenía una letra tan linda, tan elegante, daba gusto.” y se quedaba en esos pensamientos, seguramente remontados a los días de su mocedad; y, entonces, yo también me remontaba a sus épocas juveniles y lo observaba: sus ojos claros, su tez blanca, su peinado perfecto y su infaltable corbata: un señorito inglés; y claro, no hubiera podido ser de otra manera, ya que patronímicamente su abolengo denunciaba a todas luces su gentilicio anglogermano.
Por fin terminó con su patético ritual. Al final, nada había cambiado. Sólo unas flores frescas en los bronceados, ornamentados y duros floreros cónicos. Unas inútiles flores cuyo perfume habría de perderse inmediatamente entre los olores pútridos de los osarios y sepulturas carcomidas por el tiempo y el abandono de quienes no tienen ni sombra de sospecha de valores ético-moral-religiosos, y ni qué hablar de valores estéticos. Hay allá, en el cementerio de Las Flores, tumbas tan viejas y abandonadas que han pasado a ser casacuevas de ratones, cuises y hasta de comadrejas; otras, por supuesto, son tan antiguas que no debe de vivir tan sólo un descendiente directo que pueda ocuparse de ellas o, quizá, alguno viva, alguno que ni siquiera sospeche que ellas existan…el caso es que todo aquello y todo esto produjo en mi espíritu de potencial filósofo, un sentimiento de tristeza ya irreversible. Mi abuelo intentaba sonreírme, pero yo no veía en su rostro sino la imagen de la muerte. Y me adivinó entonces la tristeza que abrigaba mi alma. Y entonces me dijo: “Vos sos muy niño como para saber lo que la tristeza es. Vos no sabés, gracias a Dios, lo que es sufrir. Vos, Marcelito, no sabés, a Jesús gracias, de qué está hecha una lágrima.” Entonces recordé aquel día cuando vi morir espasmódicamente y convulso mi pequeño siamés. Recordé la paloma montera que les arrebaté de entre las garras a los salvajes de mi cuadra: tenía las alas destrozadas. Recordé la sepultura que en el fondo de mi casa les habíamos levantado al casal de patos bebés que habían muerto víctimas de una pesada piedra que había caído desde una de las ventanas de mi casa, por descuido de alguno de mis hermanos. ( Los pequeños animalitos estaban bebiendo su agua de una canaleta que daba justo debajo del alfeizar.) Sí, yo había estado triste alguna vez. Sumido en estos pensamientos, caminaba las callejuelas del cementerio lado a lado con mi querido abuelo. Había caído ya la tarde y el aspecto del camposanto se hacía más tétrico. La luz disminuía gradualmente y las sombras empezaban a jugar escondidas en los lugares menos sospechados sorprendiéndonos de tanto en tanto. Las palomas habían empezado a despedir el día , lanzando desde todas las cúpulas mortuorias sus característicos arrullos agoreros e inquietantes: gcúu, gcúu, gcuúuuu …y después silencio. Un mortal silencio y…otra vez la tristeza. Las lápidas con mi apellido escrito. Mi abuelo. El paso del tiempo; y otra vez la tristeza. La vejez. El abandono. Los porqué… Recordé la triste historia del pequeño Tini, que murió a los escasos cinco años, víctima del Crup, según relatos del doctor Eduardo Wilde, quien también escribiera “Así”, la breve historia de amor de una muchacha humilde enamorada de un muchacho rico e imposible. Ella muere después de dar a luz ese hijo que fuera el fruto final de todas sus penurias y humillaciones. Tristezas, nada más. Escritas para hacernos llorar cuando nos damos cuenta de que no somos eternos. Tristezas como las tristezas que nos provocaban las lecturas que leíamos a dúo con mi abuelo: “La loca del Bequeló” del autor uruguayo, Ramón de Santiago o “El violín de Yanko”, de Balanco Belmonte, poema que conocí gracias a mi tía abuela Amelia Leonor de Pourtalé, obra donde se narran los hechos ocurridos en una noche cruel en la que un niño pobre, fascinado por el reiterado concierto de un violín que daba noche a noche sus notas cristalinas desde los interiores de una estancia , se atreve a penetrar en la morada a impulsos de sus ansias ideales y tomar el rico instrumento para arrancarle notas musicales. El pobre niño muere a causa de las heridas que le proporcionan los mastines que lo atacan al descubrirlo dentro de la casona. Antes de sucumbir, agonizante y febril entre los brazos de su desconolada madre, interroga en súplica postrera: Verdad, mamita, que en el cielo, Dios le dará un violín al pobre Yanko?... Todo eso era mi idea de la tristeza; pero , para decir verdad, la tristeza más angustiante que ser humano habría experimentado jamás, me fue revelada por mi abuelo aquella tarde gris. Me dijo: Marcelo, vamos a ver ahora un lugar al que siempre vengo desde que lo descubrí. Cada visita mía a este cementerio, es como un compromiso para con este lugar al que vamos, me afirmó. Descubrí este lugar, creo, por casualidad, aunque, sabes, no creo en las casualidades. Y caminábamos por las callejuelas, pisando sobre las hojas resecas que crujían a cada paso nuestro. Este lugar al que vamos, me dijo, me ha sumido, desde que lo vi, en la abierta oscuridad de su sentido, obligándome a buscar respuestas que jamás encontraré. De pronto su expresión facial cambió, se puso pálido, se persignó y luego con la misma mano, palma abierta, se cubrió la mitad de su rostro, desde la nariz hacia abajo, como apretando aun más su boca cerrada, mordiéndose los labios por no dar ese grito portentoso, reprimido por la impotencia que nace de las imágenes, hechos o situaciones inexplicables. Mordía sus labios por no dar ese alarido de dolor aterrador, que de haberlo hecho, habría seguramente hecho levanta hasta el último muerto de su tumba. Después de un instante, menos tenso ya , dijo apenas: Esto es triste. Esta es la casa de la tristeza. Miré. Ante nosotros se levantaba una humilde sepultura muy vieja y derruida en parte. En el espaldar se levantaba una lápida hecha en mármol blanco con una inscripción en letras negras de imprenta sencilla . Era una simple plancha rectangular puesta de canto y calada en los laterales superiores, esto dábale al todo, una curiosa forma de copa invertida. Sobre el suelo, los contornos estaban hechos de material resistente, pero en el interior del rectángulo crecían la gramilla y la hierba. A estas horas la faz del cementerio había cambiado. Nada brillaba ya. Las sombras envolvían casi por completo la necrópolis. Las gentes se habían ido. Allá , a lo lejos, sobre los muros de los pútridos osarios, los últimos y debilitados rayos amarillos de un sol que también se moría inexorablemente. Alguien silbaba a lo lejos, a lo lejos, como los ruidos sordos que nos llegaban desde la ciudad, ajena por completo a los silencios de los muertos. Me acerqué más para leer. Para poder leer me arrodillé. He aquí lo que hallé escrito:


Aquí yacen los restos de los queridos hijos de
TOMAS Y ISABEL WALLACE
ABIENDO FALLECIDO EN 18 DIAS
ÁGUIDA Falleció el día 13 de Junio a la edad de 16 años y 5 meses
MATILDE “ 22 “ “ 23 “
ISABEL “ “ 12 10
ALFREDO 23 “ 8
MARÍA “ 16
MARGARITA 25 “ 19 9
FRANCISCO “ “ 3 6
TOMÁS 1 de Julio 13 9
GUILLERMO “ 10
Del año 1874
SU QUERIDO PADRE Y MADRE
LE DEDICAN ESTE TRISTE RECUERDO


Transcripto textualmente




Texto agregado el 11-09-2004, y leído por 483 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
12-09-2004 Esta es la familia que murieron por fiebre amarilla? cienfuegos
 
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