Está volviendo a las cosas viejas. No sabe si por añoranza o por necesidad, o tal vez fuera por una necesidad añorada, o mejor aún, por una añorada necesidad de volver a sentirse como antes.
Que inútil, pensó, es imposible volver a sentirse como antes, como quitar de encima todos estos presentes que se fueron acumulando desde ese antes, se preguntó.
Volver a las cosas viejas. Infantiles, adolescentes, tenidas por olvidadas, pero no, sin embargo no, las iba viendo como salían solas, espontáneas, frescas, como si siempre estuvieran allí.
Cosas viejas como por ejemplo, levantarse antes que salga el sol, asomar la nariz para intentar adivinar cómo será el día, meterse en el baño, abrir la ducha, dejar que el agua se caliente hasta el punto exacto en que empañe el espejo, los vidrios y los azulejos comiencen a sudar sobre el moho, tirar bajo el agua las medias, quitarse el calzoncillo y sumarlo a las medias, dejar la camisa cerca de la ducha, si es posible colgada sobre la toalla, y así, en pelotas como se decía a sí mismo, meterse bajo esa lluvia que escalda el ambiente.
Gastarse la piel fregándola con jabón, no tanto porque fuese necesario, sino porque la espuma que baja por el cuerpo se va metiendo en el algodón de las medias y del calzoncillo y después es más fácil lavarlos.
Agarrar la camisa, colgada sobre la toalla como si se la estuviera montando, meterla bajo el agua, pasarle frenético jabón por el cuello y bajo las mangas, restregarlas, otra vez bajo el agua, quitar el jabón, ver que en el cuello ya no se nota ni un asomo de roce, lo mismo en los puños, pasear la camisa bajo la ducha un buen rato, para que el jabón se resbale y pasando por su cuerpo se junte con las medias y el calzoncillo.
Colgar la camisa empapada, (después cuesta menos plancharla y con suerte no tiene que sufrir bajo la plancha), estirarla lo más posible, una mano por encima del cuello, otra bajo el último botón, y dejar que se chorree toda el agua sobre el piso, colgada de algún lado.
Luego arremeter con las medias y el calzoncillo, la misma rutina, la misma ferocidad lavatoria.
Salir debajo del agua, secarse con la toalla el cuerpo, barrer el vapor del espejo, arreglarse el pelo, volver a barrer el vapor del espejo, terminar de secarse y salir a cuerpo desnudo, con la toalla sobre los hombros para vestirse en el cuarto.
Vestirse…. Bah… un decir… ponerse un calzoncillo limpio y nada más. Ir a la cocina, poner agua a calentar, llenar el mate, prender la radio para no escuchar lo que está escuchando, y sentarse a tomar mate leyendo el diario.
Cuando finaliza de leer la última página del diario, terminar de vestirse, asomar otra vez la nariz por la ventana para ver cómo está el día (llovizna) y salir.
Caminar unas cuadras, esperar el colectivo, subirse, apretarse entre todos los que viajan tratando de no apretar esa adolescente que innecesariamente quedó delante de él, sostenerse de cualquier lado para no perder el equilibrio y terminar tumbado sobre el gordo de lentes. Llegar. Bajarse.
Caminar otras cuadras. Entrar, saludar y ponerse a trabajar con un pocillo de café en la mano.
Cansarse de hacer como que trabaja mientras su cabeza flota en otro lado (tal vez en el sábado pasado, tal vez en otro día, vaya uno a saber), mirar el reloj hasta que sean las doce. Avisar, bajo a comer y vuelvo, sabiendo desde ya que ese vuelvo es una mentira, que esa tarde ya no va a volver, que se va a perder bajo la garúa (si es que aún garúa) mojándose inútil pero felizmente, como antes, como en una de las tantas las cosas viejas que ya no hace.
Sentarse en una mesa, pedirse una costeleta vuelta y vuelta, bien jugosa, completa, a doble caballo y una soda (que antiguo) o un agua con gas, aunque tenga deseos de disfrutar de un buen cabernet o un merlot, pero no, está con las cosas viejas y antes no se daba esos gustos.
Ponerle pimienta a esos huevos fritos que, equilibrándose sobre la pila de papas fritas lo miran como dos ojazos de oro y hundir un trozo de pan en ellos para deleitarse con el colesterol que desde la boca se va a distribuir por sus arterias. Abrir el libro, Rayuela de Cortázar, ponerse a leerlo mientras almuerza.
Levantar la última papa frita con el último trozo de carne, costeleta vuelta y vuelta dejando el hueso casi pelado, justo en el momento en que Olivera se avergüenza de lo que va a decir la Maga en el Club de la Serpiente, doblar un poco la punta de la hoja del libro, cerrarlo, pedir la cuenta, pagar y volver a la llovizna.
Ya en la vereda, elegir para donde ir, no a derecha o izquierda, no un cara o cruz para elegir el lado, sino esperar a que pase esa mujer enfundada en un piloto azul, bajo un paraguas azul y caminando sobre unas botas azules y decidirse a seguirla.
Para que… no sabe, le da igual, se le ocurrió seguir a alguien y el azul lo atrajo, el azul, no la mujer que está sobre y bajo el azul, no la mujer que está dentro del azul, lo atrajo el azul y decidió seguirlo. Unas cuadras nomás, pocas, después se aburre (esto también es cosa vieja). Se vuelve a su casa otra vez en colectivo, a esta hora, vacío, así que puede viajar sentado, volviendo a Olivera y la Maga, que ahora están acostados en una pieza de hotel, allá… en Paris… filosofando sobre ser felices después de haber tenido sexo.
Y el que se va a tirar a dormir una siesta solo, sobre esa cama abierta desde hace no sabe cuántos días, con sus sábanas rabiosamente floreadas. Sigue lloviendo, no es buen momento para estar solo. Pero está solo.
Se despierta, mira la hora, se le antoja un café (a esta hora tendría que estar saliendo de la oficina), se vuelve a vestir, sube al ascensor y baja. Afuera sigue la lluvia.
Piensa en sacar el auto, en no mojarse, pero no, el auto no está entre las cosas viejas y mojarse si. Mojarse era una parte interesante de las cosas viejas.
Como esa vez que en plena lluvia, a la tardecita, salió a caminar por la calle Córdoba porque si nomas, por gusto, por chapotear bajo la lluvia, y se empapó de cabo a rabo, y llegó a la pensión hecho una piltrafa, justo en el momento en que la hija de la dueña se asomaba a la puerta y lo vio, se nos va a morir de un pasmo, le dijo… un pasmo, no… ahora me seco y listo, entro en calor, si quiere lo ayudo así no se nos enferma, dijo la hija, y esa tarde durmió la siesta calentito, bueno, dormir es un decir, lo de calentito no.
Pero no, ahora no tiene sentido empaparse ni chapotear bajo la lluvia, después de todo, la confitería solo está a media cuadra. Pide un café, se junta otra vez con Olivera y la Maga, esa uruguaya que se fue a Paris preñada, solo a parir el hijo que no quiso abortar y del que se arrepiente, no se arrepiente, a medias.
Se niega a obedecer a Cortázar y lee el libro de corrido, no salteando capítulos como propone el escritor argenfrancesado y se gasta las horas con un solo café y mucha bronca del mozo que lo mira cada vez más impaciente.
Paró la lluvia y está fresco. Con medio libro ya leído (casi llegando al capítulo 56, primer final que propone el autor y faltando 17 para el final final), le deja cinco pesos de propina al mozo y se va.
Pasa por la despensa, se compra doscientos gramos de mortadela y cuatro miñones y enfila para su casa.
¿Cuánto hace que no cenaba solo con mortadela? Treinta, cuarenta años… vaya uno a saber… esas son cosas viejas.
Viejas… lejanas de ese abogaducho cagatinta en que se convirtió con los años, siempre uniformado con trajes de confección y corbatas de colección… viejas de cuando el futuro era una cuestión tan lejana que nunca iba a llegar.
Las sábanas de rabioso floreado lo vuelven a recibir, solo. Piensa en esa tardecita en que salió a caminar por la calle Córdoba y la hija de la dueña de la pensión evitó que muriera de un pasmo…. un pasmo… que cosa vieja. |