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Marzo 2016


GERARDO Y AMANCIO

Corría el año de Señor de 1.758. En el pueblo no había más música que sus voces y algún que otro guitarrico, por eso la Emilica era tan querida por todos los vecinos, cantaba como los pajaritos, desde pequeña ya despuntaba con sus gorgoritos.

Cuando ya moceaba el cura le propuso que le cantara al Señor, y todos los domingos devotamente en misa, su garganta reproducía voces de ángeles que en la iglesia sonaban celestiales.

Gerardo comenzó adorando esa voz divina para terminar amando a Emilia. Ella marcaba los días y las noches, podía verla a través de los ventanales de sus casas pues eran contiguas.

El amor no surgió de repente, se fue fraguando poco a poco en el pecho de Gerardo. Eran de la misma edad y desde chicos jugaban en la calle, por ello los tirones de pelo y las culebrillas que él colaba por la espalda para rabietas de ella, fueron tornándose en fugaces y tímidas miradas y manitas.

Cuando ya fueron mozos aquel amor de Gerardo se hizo hombre, profundo y cabal, la oía cantar mientras faenaba por la casa, emocionado y feliz la espiaba cuando ella sacaba el trapo por la ventaba o las sabanas a ventilar. Gerardo sentía que su alma se llenaba de gozo. Nunca pudo pedir relaciones serias a la familia de Emilia, al fin y al cabo él era un muerto de hambre, apenas tenía unas tierras, pero buen trabajador, llevaba a renta varias fincas y se desenvolvía bien. Por las noches se desvelaba pensando que con trabajo y ahorro podría un día enfrentarse al Sr. Fabián y pedir la mano de su hija.

El tiempo corría en contra del amor, Emilia florecía a vista de todos, Gerardo no se dio cuenta de que su pajarito se le escapaba de las manos. Su cuerpo crecía y se hacía esbelto y voluptuoso, el pelo le brillaba y en su despertar se hacia deseable, no solo para él, otros muchos hombres del pueblo la rondaban. Se percató cuando noche sí, noche también, la ronda paraba en el balcón de la Emilia.

Amancio fue el afortunado que se llevó el gato al agua. De familia de posibles, el Sr. Fabián aceptó de inmediato la propuesta de su padre…

Gerardo sabía que semejante hembra no era para él, no por amor que su corazón latía en solo mirarla, pero se consideraba un “don nadie metido en unas alforjas”, que para el lenguaje popular era decir menos que nada. Entendió, como hombre que era, por ese amor enraizado en lo más profundo de su alma, que lo correcto era aceptarlo, renunció a luchar por ella en la creencia de que, al fin y al cabo, Amancio le podía dar mejor vida, pues no tenía donde caerse muerto y ella merecía ser una señora, así que se conformó.

Se celebraron con gran ruido las nupcias y a Gerardo se le acabó su cielo, ya no trinaba su pajarito por las mañanas, ya no vislumbraba o imaginaba su silueta por la ventana y un vacío inmenso invadió su morada, así que, debía conformarse con oír sus trinos en la iglesia. No era hombre devoto, pero no faltaba a una celebración, discretamente se situaba de pie al final de la iglesia con la boina en la mano, en silencio sacramental y con el corazón encogido de escucharla.

Pero a la vida se encarga de cargarla el diablo, y Amancio resultó ser un mal hombre, pendenciero y jugador, y aún, peor marido. Por todos era sabido que calentaba (pegaba) a Emilia, y esta mala vida que su marido le propinaba había apagado su luz, y su voz.

Aquel día, cuando Gerardo bajaba a dar de beber a la mula al pilón, vio a Emilia en el lavadero, la miró fijamente, sus ojos se cruzaron y al instante observó los moratones de la cara. La compasión y la rabia se agolparon en su pecho preguntándose ¿qué ser tan despreciable había matado a su ruiseñor?, ¿quién apago su trino? ¿quién sajo su cara?... la congoja se agarró a su pecho, más… no dijo palabra, dio media vuelta y susurró para sus adentros: ¡lo pagará!.

Aquella tarde el aire estaba pesado, los días anteriores las lluvias habían cubierto la alberca dejando un ambiente húmedo y cargado. Amancio y Gerardo tenían dos piezas (pequeñas fincas) linderas y cuando Amancio pasó al lado de Gerardo saludó con un toque de cabeza y un monosilábico largo eihhhh…

Gerardo no contestó, y este le dijo:
_¿que pasa?
_Que yo no hablo con desgraciaos! Dijo Gerardo levantando la cara y encarándose.
-Y ¿eso porque? Dijo Amancio extrañado y echándose para atrás.
_Porque tú no eres un hombre. Los hombres que se visten por los pies, no pegan a sus mujeres.
_Y ¿tú quien coño eres “pa” decirme si pego a no a mí mujer?
_¡Un hombre!. Dijo orgulloso, firme y decidido Gerardo.
_Pues aquí tienes otro_ contestó Amancio.
_Pues si lo eres de verdad, ¡a la alberca! Dijo Gerardo.

No hubo nada más que decir. En aquella época los duelos se producían entre hombres del pueblo igual que los de caballeros, solo que, a diferencia de estos, las armas eran garrotes, estacas, azadas… y carecían de reglas y protocolo, los hombres bravos y se retaban a pecho descubierto, su palabra y las normas estaban consensuadas por todos, no eran necesarios padrinos o cuenta de pasos. La elección de armas se hacía de camino.

Echaron a andar el uno parejo al otro, sin quitarse ojo de encima, decididos, con pasos que acrecentaban la furia que contenían. Amancio se agachó a coger una estaca, Gerardo lo imitó, y situándose uno frente a otro en la alberca, ambos avanzaron cachiporra en ristre hasta que el barro les llegó más arriba de la rodilla, plantaron bien sus pies, y esperaron que el otro hiciera lo mismo, de modo que ya no podían moverse, en un duelo a muerte y fango.
Aquellos dos hombres atados de pies y rodillas, fajados y prietos de riñones, aprovisionados de una estaca, comenzaron a golpearse, enajenados, locos, con odio en las entrañas, sin salida ni escapatoria, a muerte, acechándose furiosos con los ojos, retándose con el corazón emponzoñado de odio, con la imperiosa necesidad de matar o morir. Llovían los garrotazos.
Los alaridos se oían en el valle como dos corzos en época de celo, luchando por una hembra, a sangre. Los golpes al inicio se esquivaban con los brazos, en la espalda, en los riñones, pero a medida que las fuerzas flaqueaban los golpes caían a su suerte, en la cabeza, cuello... aquellos hombres, lidiando con los dientes apretados, agarrándose al sufrimiento, obcecándose con el siguiente golpe certero que uno ha de dar pero no recibir.

Al escándalo de los gritos sordos se acercó un zagal del mismo pueblo. Desde lejos observaba la escena con la atracción de un imán, entendiendo la trascendencia de los hechos. Poco a poco cesaron los gritos dando paso a unos sonidos guturales que presagiaban la muerte, como un toro, como la verdad absoluta.

Cuando llegó a la alberca vio dos hombres medio enterrados en un amasijo de sangre y barro, se acercó y apenas osó tocar a ninguno de ellos echando a correr dando voces por el camino hasta llegar al pueblo.

Cuando llegó a la plaza de Fuendetodos, el resuello y la emoción no le permitían articular palabra, a duras penas dijo. “el paraje de la Alberca, por el Cabo Minguillo”, y “se han matao, se han matao” todos echaron a correr en la dirección indicada, las mujeres salían a los balcones gritando: ¿Qué pasa? Y los hombres decían:

_el chico de la Lucientes, el nieto del Goya que se ha encontrao dos muertos en la Alberca…


EPILOGO:

El vecino más ilustre de Fuendetodos, D. Francisco de Goya y Lucientes, inmortalizó la lucha a muerte en 1820 en un cuadro: Duelo a garrotazos.
La imagen es la más real y cruel de las Pinturas Negras, donde se elimina todo elemento fantástico. En la escena vemos a dos hombres, enterrados hasta las rodillas, que luchan a bastonazos.

El cuadro me ha inspirado este humilde cuento. Es impresionante. Les recomiendo vivamente visitarlo en el Museo del Prado de Madrid.

Texto agregado el 04-04-2016, y leído por 153 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
04-04-2016 conozco el cuadro y en verdad es de un realismo impresionante... pero viendo bien ahora, me he dado cuenta que el hombre que está a la izquierda de chaqueta oscura, tiene un rostro muy parecido al Ecce Homo restaurado hace unos años por Cecilia Giménez Zueco seroma
04-04-2016 Te confieso que Goya nunca ha sido de mis pintores favoritos. Lo cual, a él le debe importar bien poco, pero tus letras, luminosas, no como los cuadros oscuros del sordo baturro, merecen enmarcarse y colocarse a la entrada del Louvre, del Metropolitan de New York, del Reina Sofía de Madrid, y del Guggenheim. En el Prado no te recomiendo, porque ahí vive don Francisco y ese señor no me quiere; y hasta sería capaz de unearte. -ZEPOL
04-04-2016 Excelente relato! ¿Sabés que algo recuerdo de tal cuadro?, tengo la seguridad que lo he visto. Muy bueno lo tuyo. Un beso. MujerDiosa
 
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