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Cuando su último contacto se despide es casi medianoche, y lo hace sin saber, seguramente, que lo está dejando solo, sin excusas, forzándolo a volver a su rutina de final de semestre.
Camina entonces hasta la cocina, tanteando las paredes del pasillo para no caerse. Cada noche hace lo mismo y cada noche miente al prometerse revisar aquellas luces, mientras va descalzo sobre las baldosas frías. Ya no queda azúcar, pero necesita su café. Es la hora. En la calle llueve.
Antes, cuando estaba ella, jamás faltaba nada –la recuerda-, pero al mismo tiempo apura un sorbo y se concentra en el presente. Mira la pantalla y busca en la carpeta de la música, porque así se ha vuelto ya costumbre; ojalá algo clásico, instrumental, cualquier cosa en otro idioma para ya no distraerse y concentrarse en corregir las pruebas, convencido de que sus alumnos, salvo dos o tres por curso, lograrán decepcionarlo nuevamente.
Esta vez el tema es Roma, y no es cuestión de que confundan fechas o revuelvan los procesos. Si sólo fuese eso –se lamenta- por lo menos tendría algo, una base que podría mejorarse; un destello de lucidez que podría devolverle la confianza en ellos, sugerirle inteligencia. Vuelve a concentrarse, porque ese es su trabajo y de eso vive finalmente, pero sólo para reconocerse en las respuestas; para ver la cita textual del libro; de la clase y del cuaderno. El estudio de lo humano también deshumaniza –piensa-, mientras se apoya en el respaldo y la recuerda, desde que se fue, perfecta.
Regresa a la cocina y apura el paso, resignado a respetar los plazos y acabar aquella noche su tarea. “Profesor”, balbucea, con un tono que cualquiera pensaría era desprecio. La luz que aporta la ventana sin cortina es tenue, pero basta para ver la estela de vapor que sale de sus labios mientras rodea con las palmas el hervidor eléctrico. De niño le gustó jugar con eso, y tal vez lo pretendía al acercarse a la vitrina para empañarle los cristales con su aliento.
Fue entonces que pasó.
Crujió, pero no lo bastante fuerte como para reventarla por completo. Sintió de hecho el cosquilleo de las patas (o tal vez antenas) moviéndose debajo de su pie descalzo, mientras la sensación de nauseas le hacía irse de bruces contra el suelo. Al caer, sólo atinó a alejar el aparato con el agua hirviendo de su cuerpo, aunque no lo suficiente, a juzgar por el ardor terrible de su estómago y su pecho. Tras el ruido de los vidrios, creyó ver a un par de cucarachas arrastrando frente a su cabeza el cadáver de su compañera. Pensó en su trabajo inconcluso. Después vino el silencio.
El despertar fue brusco.
Al dolor de espalda y de cabeza se sumó el apremio de no tener conciencia del lugar ni del momento, pero sí de que se hacía tarde y de que alguna tarea –no tenía claro cuál- se quedaba incompleta.
Le alcanzan el agua. Le preguntan si quiere ya el aceite.
Se sienta entonces, sacude los brazos y se frota los párpados; echa los hombros hacia atrás y siente su saliva caliente con sabor a sangre espesa que escupe con fuerza, sin reparos por aquellos que lo observan. Finalmente está de pie y camina hasta la reja. Ya casi es el momento.
Unta las manos, cierra los ojos y se frota los tobillos. Le agrada la presión en sus gemelos durante esos masajes, que luego se concentran en la cara interna de sus muslos. Vuelve a sumergir las manos en la fuente, y así, chorreando aceite, recorre la extensión de sus brazos, de su pecho y de su sexo enhiesto, consciente de que lo vigilan, temerosos, aquellos que dentro de poco han de morir para que otros se diviertan.
Termina su ritual atando firmes las correas de sus tobilleras y sandalias. Cruza el cinturón de cuero ancho y fija las muñequeras. Eso es todo, no lleva más atuendo, porque a Heptágonus le gusta combatir mostrando el pecho y con el rostro descubierto, detalle que agradecen los aficionados, capaces de cruzar todo el Imperio para verlo.
No es que sea un hombre bello, pero atrae. Tampoco es alto. Seguramente es algo de sus huesos, porque sin ser tan macizo, muestra ese vigor salvaje de las bestias. Pectorales firmes, brazos recios, porque un hombre debe parecerlo, o por lo menos así piensa al desnudarse frente a ella. En la arena, en cambio, es todo rutinario. Gritos al entrar y al despedirse. Heptágonus, corean, Heptágonus el Africano; recordándole –enrostrándole- su origen, porque tampoco es cosa de que rompa con sus golpes las fronteras que le impuso el nacimiento.
Sólo ríe, porque sabe que detrás de esos desprecios hay envidia. Sólo sonríe, porque tampoco siente suyos los problemas de la plebe. Es un bárbaro y le agrada serlo, y cómo no, si tras el triunfo siempre obtiene recompensa. Él pelea y tras hacerlo siempre tiene a Julia Tertia, que siempre llega acompañada de una esclava; siempre acompañada de una nueva.
Es rubia, tiene ojos celestes y un aliento delicado con aroma a hierba fresca.
Julia limpia sus heridas con esmero, y si él se recupera del cansancio también podrá tenerla, porque siempre está dispuesta. Cualquiera que pudiera verla haciendo esto, tan sumisa y tan atenta, pensaría que se trata de una sierva, pero Julia Tertia es la mujer más rica del Imperio. Su devoción por atenderlo es tan completa que podría fácilmente confundirse con afecto. Julia Tertia, sin embargo y demasiado lejos de este sentimiento, encuentra en el guerrero simplemente una herramienta y paga generosamente por tenerla.
Para el africano, en cualquier caso, este detalle no molesta. Diligente, jamás pregunta nada y se limita a lo concreto, que es cobrarle apenas llega y luego permitirle que lo atienda. Nada le pregunta por lo extraño que pudieran parecerle sus deseos. Simplemente se limita a complacer a esta mujer que pese –o que tal vez debido- a su nobleza, se excita solamente al ser tratada como sierva. Y le gusta que la vean.
Profesional, nunca le pregunta por qué debe golpearla al penetrarla; simplemente la golpea y la penetra. Jamás pregunta la razón por la que paga el doble si además la escupe; él, obediente, la escupe y la somete. Tampoco, porque poco le interesa, le pregunta nunca por la suerte posterior de aquellas infelices que presencian todo esto.
La mujer no es joven, pero a la hora de mostrar vigor parece serlo. En la cama es sabia. Sus mamadas siempre lo perturban y ella lo maneja, porque sabe que exaspera que las deje siempre a medias. Heptágonus se desquita cabalgándola con fuerza, con embestidas profundas y jalones decididos en el pelo. Dilata el estallido, cambia el ritmo, se divierte. Las esclavas que ella lleva y que la observan -tan blanca, tan patricia, tan sufriente- bajo él -tan salvaje; tan esclavo, tan indiferente- bien podrían reconocer a la justicia social en aquel acto; si es que acaso aquella forma de justicia existiese.
Siempre es lo mismo; los hombres agolpándose en la Vía Palatina para verla, y ella sin mirar a nadie hasta que llega al pórtico del africano y le entrega su dinero. Siempre igual; ella, que bien podría ser maestra de oratoria y de dialéctica, exigiendo verga a gritos con maneras de plebeya. Siempre la misma escena; ella, por cuya sola presencia muchos hombres y mujeres cederían sus riquezas, acompañándose de esclavas para así poder mostrarles cómo grita cuando él la está embistiendo. Siempre fue lo mismo a fin de cuentas –cogidas más, sestercios menos-, siempre fue placer a cambio de dinero. Hasta que una tarde apareció con Galea.
Era una niña; era morena.
Para el africano, que encajado entre los muslos blancos se aprestaba a introducir su parte en el acuerdo, reparar en la muchacha fue un asunto fulminante. Tanto, que por más que quiso concentrarse en galopar a su clienta, no encontró manera –ni herramienta- para hacerlo. La señora, que era sabia, lo entendió en el acto, nada más notó que se aflojaba la presión en su entrepierna. El africano no dejaba de mirar a la morena y Julia Tertia, que era sabia, simplemente suspiró profundo y decidió complacerlo, pero a su manera. ¿Así que le agrada esa perra? Pues bien, que entonces la tenga.
Convencida de que para el africano no era más que una perversión o un juego, decidió jugar también, y en ese juego la niña, ataviada con sus prendas, sería su instrumento. Debía convertirla en ella, y ella, a su vez, debía convertirse en la morena, para que el guerrero así entendiera en quién debía pensar cada vez que estaba en su presencia.
Galea era educada y asumía su condición estoicamente; pero, al ver caer al suelo cada uno de sus rizos azabaches, fue incapaz de controlar el lamento. Su dueña, sorprendida, la golpeó con fuerza pedagógica, pero cuidándose de no dañarle el rostro, porque no sería conveniente. Le encajó como sombrero la peluca rubia hecha con pelo de prisioneros germánicos y se quedó observándola concentrada y en silencio. La niña se veía bien, pero le faltaba algo, porque todavía era morena.
Lo primero que dispuso para corregir aquel defecto fue privarla de alimento, pero la muchacha sólo perdía peso y fuerza en lugar de sus pigmentos. Luego vio que lo mejor era encerrarla, para estar así segura de que no rompiera el tratamiento, y porque en las mazmorras evitaba el contacto con la luz del sol, tan perjudicial para su empresa. Finalmente decidió sangrarla con sanguijuelas, tres veces al día al comenzar, pero más de veinte al ver que sólo palidecía, pero no quedaba blanca, como ella.
Tras algunos días, y resuelta ya a dejarla morir de hambre, por inservible, decidió intentar con la muchacha un último recurso, que bien pudo haber sido el primero.
Comenzó a maquillarla con mascarillas de bilis de buey acompañadas por batidos de huevos de avestruz con sal marina, pero, además de dejarla casi ciega, no lograron operar aquellos cambios esperados por su dueña. Tampoco fueron de mucha ayuda las bases de estiércol de gacela albina, ni las vulvas de ternera. Afortunadamente –o de manera desgraciada, si se quiere- los polvos de arroz sí consiguieron dotar a ese rostro de una apariencia lo bastante fantasmal como para complacer a su señora, que se miraba en ella embelesada, ansiosa, caliente. La muchacha ya era blanca y le restaba solamente oscurecerse a ella.
Recogió su pelo rubio con algunas pinzas, para dar así el espacio necesario a la peluca negra, que ordenó le hiciera la muchacha con los restos del que fuera su cabello. Se dio baños de sal y aceite, para luego maquillarse con aplicaciones de sangre de cuervo sobre el rostro y sobre el cuerpo, naturalmente sin éxito.
Contrariada, llegó a pensar en una máscara con la piel de alguna esclava negra, pero finalmente desechó esa idea, al ver que con carbón también podía ennegrecerse. Y se sintió satisfecha.
Julia Tertia, orgullosa de su obra, llegó a casa de Heptágonus apenas conteniendo la ansiedad. Este, al abrir la puerta y ver a esa mujer –descalza, desastrada y con la cara llena de hollín- sólo atinó a buscarse entre la ropa unas monedas, aunque no era su costumbre alimentar a pordioseros. Fue entonces cuando Julia abrió la boca, y fue recién entonces cuando logró reconocerla. Soltó una carcajada que bien pudo durar horas; sin embargo, al reparar en Galea, su expresión cambió por completo.
Julia Tertia, perpleja, debió soportar que el africano no sólo la ignorase, sino que además la hiciera a un lado para abrazar a la muchacha y decirle que ya no se preocupara, que estaría bien, que él podía protegerla, liberarla, que pagaría lo que fuera, porque ella no era sólo carne, sino que una mujer joven, cándida, dulce, perfecta. Julia, ofendida, decidió sencillamente retirarse, arrastrando la dignidad y con su esclava a cuestas, y pensó que mal no le vendría un paseo por el mercado de esclavos para olvidarse de este mal momento. De todas maneras, encontraría ya el momento para limpiar aquel desaire, pensaba, mientras emprendía el camino de regreso a casa con Galea. Así que dulce –se decía-, dulce, y golpeaba a la muchacha con la mano abierta. Así que dulce –repetía, pensando en cómo desquitarse-, dulce… Ya hallaría la manera.
Cuando Manius, el esclavo eunuco de Julia Tertia le rogó que lo siguiera hasta la casa de Aequitas (Diosa de las buenas transacciones), tuvo un mal presentimiento, pero la promesa de que allí podría saber de la morena terminó por convencerlo.
En la calle llovía y sólo el par de transeúntes se animaba a recorrerla. Al llegar al templo, Manius se negó a cruzar la puerta, porque un esclavo no debía hacerlo. El africano, solo entonces, cogió una antorcha y, sin siquiera descalzarse, comenzó a subir las escaleras de mármol negro de Turquía, con el pulso zumbándole en las sienes. A medida que avanzaba, el aire iba volviéndose más denso y terminó subiendo casi a ciegas, palpando las murallas para no caerse, mientras sus sandalias aplastaban piedras a las que no prestó atención hasta que, ya casi frente al altar, tropezó y las vio de cerca. Eran cristales de azúcar esparcidos por toda la escalera. Vio también algunas cucarachas y a la sacerdotisa, que miraba ansiosa cómo los insectos ceremoniales se atropellaban para dar cuenta de la ofrenda.
Intentando dominar la repulsión, alcanzó el último escalón y sintió en sus piernas un extraño movimiento. Bajó entonces la vista y apoyó una rodilla en el suelo, mientras arrimaba la antorcha hasta ese bulto que parecía respirar sobre las baldosas de granito, cubierto de larvas hinchadas de materia descompuesta. Una arcada le hizo perder el pulso y también el fuego que, al caer sobre esa masa nauseabunda y calentarla, despidió un extraño aroma a caramelo.
Al momento de caer, derrotado finalmente junto a su morena, o a lo que quedaba de ella, creyó escuchar los gritos con que lo recibía el Coliseo; creyó escuchar también el hervidor de agua y los vidrios al romperse, mientras los insectos se esmeraban en terminar con su tarea, porque, para las cucarachas, como para los paganos, la vida siempre ha de nutrirse con la muerte.
La sacerdotisa le observó los brazos, firmes y recios, justo antes de que las larvas los cubrieran por completo. Sonrió satisfecha y, al descender las escaleras, se felicitó por la calidad de ambas ofrendas. Era bueno contar con devotas como Julia Tertia, pensó, aún sorprendida por el efecto del azúcar sobre los insectos.
Sus colegas, recién al cuarto día de no llegar a clases, se animaron a ir a verlo. Sobre su cama hallaron las pruebas, sin corregir; en la cocina su cuerpo y el de su mujer, cubiertos por insectos; un par de contactos en la pantalla y, de fondo, algo de música, instrumental, ligera.

Texto agregado el 31-03-2016, y leído por 203 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
02-04-2016 Veo que lo puliste. Recuerdo todavía (en esencia) los calificativos que utilizó Owen para ponderarlo. Muy bueno. Pato-Guacalas
01-04-2016 Coincido con la apreciación de Barimperio. Texto lleno de contrastes, de una belleza oscura pero no menos atractiva. -ZEPOL
31-03-2016 Muy buena historia del gladiador y sus damas. Noto que ha sido impresionante la elaboración. Este tipo de prosa densa y artesanal no es para cualquiera. Es oscura, es vital y es brutal. Me gustó mucho 5* BarImperio
 
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