Amanece, que no es poco, y yo estoy aquí, sentado, escribiendo, luego de haberme levantado a las cinco de la mañana, tomar café, revisar el correo y leer los diarios.
Estoy solo.
La casa es un inmenso cubículo vacío que me absorbe y me expulsa a la vez.
Hoy tengo el día planeado, a las ocho, me daré una ducha con agua bien caliente, me afeitaré, sufriré la humillación de sentir el frió del desodorante, elegiré alguna ropa sport para ponerme y tomaré mi segundo café viendo noticias en la televisión.
Sobre las diez saldré, el programa del día incluye esperar quince minutos o veinte minutos, tal vez mas, que ella pase a buscarme, subir a su auto, saludarnos con un beso y emprender nuestro viaje hacia doce horas de alejarnos del mundo y adentrarnos recíprocamente.
Cosa rara, como la soledad de la casa, esto también me expulsa y me absorbe. ¿Será igual para ella?
En hora y media, a más tardar, ya estaremos los dos tendidos en el lecho, tal vez antes almorcemos, liviano, para no arruinar la prometida tarde de siesta, malgastando las horas durmiendo.
A las siete de la tarde, tal vez un poco más, emprenderemos el regreso, me dejará en la consabida esquina, (esto de ser peatón me está matando) y se volverá a su casa.
Yo ingresaré a la mía, el silencio que la cuidó durante todo el día me recibirá sin decirme nada, tal vez encuentre algunas facturas que pagar en el piso, esta suele ser la fecha en que llegan.
Bajaré hasta el supermercado, me compraré un vino o tal vez una cerveza, veré que comida preparada y lista para llevar hay (el pollo al spiedo ya me tiene harto) y volveré para encender el televisor y cenar no viendo nada, pero acompañado por las voces que salen de la caja mágica.
Luego me desnudaré y me meteré en la cama a saborear el último cigarrillo antes de dormirme.
A las cinco me levantaré, miraré por la ventana y veré que amanece, que no es poco. |