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Como todos los días, al caer la tarde, el
Anilfo acostumbraba a ir al almacén de
Chachel a tomar una copita de ginebra. Era
como una recompensa ganada a fuerza de
coraje y destreza como acostumbra ser
la dura jornada rural del peón de campo. Esa
tarde llego un poco más tarde de lo
acostumbrado por culpa de un toro mañero
que decidió romper un alambrado y escaparse
campo adentro. Media hora le demando al
Anilfo recapturarlo y encerrarlo en el corral
como había ordenado el patrón. No podía
dejar de cumplir la orden de don Basilio, por
dos motivos, el primero su admiración y
cariño por su patrón que desde chico le
enseno el arte de la doma, el manejo del lazo,
que como nadie dominaba, y por otro lado,
venían de Buenos Aires a examinar al brioso
pampa con ánimos de comprarlo. Se apeó y
dando dos vueltas con sus riendas en el
pulido palenque, lentamente se dirigió a la
puerta doble del almacén de ramos generales.
Los almacenes de campo, tienen de todo,
desde charque, galletas marineras, y
comestibles en general, hasta lazos, aperos,
rebenques y polainas de uso cotidiano del
paisano rural. El Anilfo era un hombre de
unos treinta y pico, casi un metro ochenta,
sin rastros de grasa en su cuerpo, melena
negra azabache tusada con cuchillo, su rostro
curtido por el sol y por las heladas de la
mañana dejaban ver unas blancas líneas al
costado de sus negros ojos medio achinados.
Una importante rastra de cuero marrón
plagada de monedas de plata se ajustaba
sobre una faja multicolor ya bastante ajada.
En otros tiempos solía coronar su cintura con
enorme facón de doble filo de cuarenta
centímetros de largo, con empuñadura de
hueso y guarda en “ese” dentro de su vaina de
cuero crudo. Ya no portaba arma alguna.
Bombacha de campo de medio paño, color
marrón, con el botón desprendido según se
podía ver a pesar de las coloridas polainas a
rayas de lona fuerte.
-Bueeenas tardes. Saludo a la concurrencia
al tiempo que se sacaba su sombrero negro de
ala diez, dejando ver en su frente el marcado
contraste donde el sol no pegaba.
-Buenas tarde Anilfo, le contesto pronto
Chachel. Lo de siempre?
-Si don Chachel, pero antes le acepto un
vaso de agua fresca.
Miro a la concurrencia. Con un chamamé
bien rastrero como música de fondo, algunos
paisanos jugaban al truco. Otros contaban
sus faenas del día. Y en la tercera mesa, la
más importante, estaba el comisario y el jefe
de la estafeta postal. En esta última mesa por
lo que Anilfo pudo oír, estaban apostando
sobre las hazañas más temerarias que los
protagonistas se atreverían a realizar.
Interesado en el tema, Anilfo pidió otra copita
y se dirigió a la mesa, pidiendo permiso
arrimo una silla de madera con asiento de
totora.
Anilfo era un paisano muy habilidoso para el
facón. Hacia un par de años había tenido una
muerte por una pelea justa por cuestiones de
pollera en el baile de San Salvador. Tuvo la
suerte de presenciar esa riña el comisario allí
presente, que la caratulo como en “defensa
propia” ya que el Hilario, con su fama de
engreído y camorrero lo había ofendido y
atacado primero. Sin embargo, esa muerte le
pego muy fuerte al Anilfo, nunca más volvió a
portar su temible daga, tampoco fue el
mismo.
-Me interesa la apuesta paisanos. Dijo sin
tapujos.
-Bueno amigo Anilfo, como entro casi tarde a
la apuesta, tendrá el honor de comenzar
primero.
-Qué propone? Le espeto el comisario.
-Este viernes, en plena luna llena entrare al
cementerio y me comprometo ir hasta la
tumba del paisano Hilario a rezarle un padre
nuestro y un ave María.
-Ah valiente el amigo! .Pero, como esta
mucha plata en juego, como sabremos que
justamente estuvo en esa tumba? Le pregunto
el comisario.
-Muy sencillo che comisario. Clavare mi daga
en el tronco del paraíso que se encuentra al
lado de la tumba del Hilario, ustedes podrán
luego comprobarlo.
Los apostadores se miraron entre ellos y sin
mediar palabra asintieron con sus gestos.
El viernes llegó. La noche estaba con luna,
densas nubes cubrían de rato los plateados
rayos que acariciaban las ladeadas cruces del
cementerio. Un viento del sur hacia llorar a
las casuarinas cuando el Anilfo se cubrió con
su poncho de lana de oveja marrón, calzo su
facón a la cintura como en los viejos tiempos
y sin dudar se dirigió al cementerio.
Se apeó de su nervioso alazán, medio ato las
riendas en el alambrado de entrada y con
movimientos suaves, como no queriendo
molestar, abrió la tranquera del cementerio.
Unos sesenta metros lo separaba de la tumba
del Hilario, comenzó a caminar. Hace rato el
Anilfo se había arrepentido por esa muerte,
tal vez no era necesario matarlo, darle un
buen escarmiento hubiera sido suficiente se
decía.
Llego a la tumba. Unas flores secas se
desojaban en un florerito improvisado con
una gruesa cana tacuara. Se arrodillo ante la
cruz. Sintió en su espinazo el lengüetazo
helado del viento que había arreciado.
Intranquilo, se acomodó el poncho y comenzó
su rezo.
Padre nuestro que estas…
Hágase tu voluntad así en la tierra…
Nunca le pareció tan largo el padre nuestro,
una densa nube de pronto oculto la luna al
tiempo que el viento castigaba con furia el
agreste cementerio. Se le nublo la razón, paro
el rezo, se levantó y manoteo su daga. Separo
frente al árbol y con todas sus fuerzas hundió
su daga en el tronco del paraíso.
-Hecho! Se dijo, suspirando satisfecho.
Giro raudamente para salir, en ese mismo
instante sintió como si una mano colosal le
sujetaba el poncho. Su corazón le salía del
pecho, sus piernas flaquearon y cayo de
rodillas. No atino a darse vuelta. Hombre
valiente al fin, se levantó y con toda la fuerza
que disponía salió disparado hacia la puerta
del cementerio. Sintió como se desgarraba el
viejo poncho. No le importo. Salto sobre su
alazán y salió como el rayo enfilando hacia su
rancho.
El sábado a la mañana estaba la paisanada
comentando lo del cementerio.
-Este Anilfo es bravo che! Solo tenía que
dejar clavado su facón no un pedazo de su
poncho también. Comentaba jocosamente el
comisario.
Las risas se vieron interrumpidas. La silueta
del Anilfo se recortaba en la puerta de la
pulpería.
-Venga amigo, tómese una ginebrita y
cuéntenos su experiencia. Le soltaron desde
la mesa.
Anilfo se acercó lentamente. El horror se
dibujo en el rostro de los presentes. La otrora
cabellera azabache del Anilfo se había
tornado completamente blanca en una sola
noche.


Alfred King
III-2016

Texto agregado el 29-03-2016, y leído por 53 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
25-07-2016 Muy bueno y sobre todo mucho misteriooooo. elpinero
30-03-2016 Me gustó. MarceloArrizabalaga
29-03-2016 Ahiiiijuuuna con la lobunaaa !!! Que me dio un frío por la espalda a mi también. Tómese un amargo mi amigo. Y siga contando. DonBeltran
 
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