Debajo, la ciudad caía en una red de desamparos, que se fugaban con lo eterno de las calles. Fui suya latiendo como una marioneta ejecutada por su rostro, atada a la crueldad de los sentidos en un ir y venir de voluntades truncas. Como una sombra, sus retinas se impregnaron en el laberinto de mi piel, que yacía amorfa y temerosa ante sus garras, para mezclarse ambivalente de sudores. Sentí las huellas de sus dedos en la deformidad de los tejidos, la oscuridad latiendo entre sus labios, como un hilo detractor hurgando mis debilidades. Y la sangre se estancaba bajo su mirada impune, entrando y saliendo de mi cuerpo, fundido bajo el recorrido de una falda. A veces, su aliento se internaba dentro de mi boca como una brisa de metal que entumecía más el alma, otras, sólo lo denso de sus manos traficaba con mi carne, en una rítmica secuencia. Bajo el reflejo de la piel, su espectro se internó en el ocaso de mi vientre, que alternaba entre la náusea y el espanto, mientras mi boca enmudecía a sus requerimientos. Después, la noche se detuvo en esas paredes solitarias que comulgaban con el luto, para arrojarme al acilo de una acera; mientras, la vida reptaba en el umbral de lo difuso, como una máscara certera de lo deplorable.

Ana Cecilia.