GOLONDRINAS DE OCTUBRE
Un año antes de morir, mi padre estuvo ingresado por quince días en el llamado “Hospital Viejo” de cierta ciudad del interior.
En correspondencia con su nombre, casi todo en aquella institución era viejo, sucio y feo. La sala en que lo alojaron, contaba con veinte camas, ocupadas por pacientes -sin distinción de sexos- con disímiles padecimientos. Alguna que otra noche, uno de ellos fallecía, y tras los gritos de los familiares insultando a los galenos, porque a su juicio no habían hecho lo suficiente, la cama quedaba temporalmente vacía. Pero a la siguiente mañana era otra vez ocupada por un nuevo enfermo.
El baño carecía de lavamanos. Y de agua corriente. El preciado líquido se almacenaba en un tanque de metal, ubicado en el sitio donde usualmente uno debía bañarse. Y de hecho, allí mismo los familiares bañábamos a los pacientes. Con mucho trabajo, porque el espacio era mínimo. Para todo –excepto para tomar, claro-, usábamos aquella agua estancada, a donde irremediablemente iban a parar, entre otras cosas, salpicaduras de jabón y la suciedad de quienes de forma irresponsable lavaban sus manos directamente en ella.
Tanto para asear a los pacientes, como para utilizar los retretes -siempre atestados de heces y de orine-, hacíamos cola. Apenas amanecía, la sala se volvía un hormiguero. Era una verdadera agonía aquel intento de querer bañarlos antes de que en la mañana, llegara la inspección de los doctores, siempre acompañados de todo un séquito de estudiantes -en su mayoría paquistaníes-, que iban cama por cama tomando nota y escrutando con avidez la evolución de cada enfermo.
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Mi padre necesitaba atención a toda hora. Incluso en las madrugadas, se despertaba con frecuencia pidiendo orinar. A veces no le daba tiempo, y entonces comenzaba mi pesadilla. En medio de la oscuridad, debía levantarlo, sentarlo en la silla que yo ocupaba como cuidador, y hacer el cambio de ropa correspondiente. Los trabajadores de la lavandería ya conocían mi rostro, y me atendían de mala gana cuando iba a entregarles las sábanas y el pijama orinado. El sueño, el cansancio y el estrés no me daban tregua.
Sin embargo, también en las madrugadas, aprovechando que mi padre de cuando en cuando conseguía conciliar un sueño momentáneo, salía unos minutos fuera de la sala para estirar las piernas. Recorría los largos pasillos de los pabellones, desiertos a esa hora, y separados unos de otros por patios interiores, donde no paraba de caer la lluvia. Eran los días finales de octubre, y un temporal de lloviznas azotaba el centro del país. Por delante del mal tiempo, huyendo ya del cercano invierno, siempre muy crudo al norte del continente, muchas golondrinas habían llegado. Se adueñaron de los cables eléctricos que recorrían la parte superior de las paredes de los pasillos, y en medio de un constante alboroto, se peleaban entre ellas, y construían nidos, tal vez para empollar a una generación nueva.
Estas colonias de golondrinas, al menos para mí, eran lo único bello en aquel sitio. Mirarlas me distraía. Me hacía recordar que afuera seguía habiendo vida. Me llenaba de energías para volver a la sala, esperar el amanecer, y continuar con mi tarea.
En la mañana del día anterior a mi salida definitiva del hospital –no porque mi padre estuviese curado, sino porque ya los médicos no podían hacer más por su cuerpo tan deteriorado-, fue anunciada una inspección de no sé qué sitio, y según decían, hasta las cámaras de televisión vendrían para hacer filmaciones.
El ajetreo fue tremendo. Apareció pintura para embellecer las paredes, milagrosamente llegó el agua por vez primera hasta los baños, y decenas de trabajadores se movilizaron para sacarle brillo al piso de los pasillos. En aquella fiebre de limpieza, los nidos de golondrinas fueron destruidos sin misericordia a base de golpes de agua salidos de una manguera. Las aves sobrevivientes se vieron obligadas a buscar sitios más tranquilos para reiniciar a toda prisa su interrumpida rutina de incubación.
Sentí pena por ellas. Y también por el familiar del nuevo enfermo que vendría ahora a ocupar la cama dejada por mi padre. Para él ya no habría golondrinas. Ni ruidos de vida en las madrugadas de los pasillos. Tendría que aprender a encontrar otra cosa bella a la que aferrarse, para que tanta fealdad no le rompiera el alma.
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