No había pasado más de un mes desde el quiebre de una larga relación cuando Guillermo decidió que era hora de comenzar una aventura con una guapa compañera de oficina. La elegida era al menos diez años menor que él y era poseedora de una piel apegada al cuerpo y una permanente sonrisa que se mantenía aún en los momentos de mayor estrés en el trabajo. Era de estatura media, pelo largo y negro con unos ojos achinados que ella sabía acentuar muy bien haciendo uso de una delicada pintura de ojos que aplicaba cuidadosamente en los párpados y que, dibujada a pulso con una técnica exacta aprendida de su madre, le daba a su mirada un aspecto faraónico y femenino que la hacía irresistible a la vista de cualquier hombre que reparase por un momento en su frágil fisionomía.
Guillermo se había fijado en Ángela mucho tiempo antes de acabar con su relación. La observaba escondido a la hora de las comidas. Le gustaba ver de qué manera tragaba el pan, cómo, con la mano, cortaba pequeños pedazos para llevárselos a la boca de una manera parsimoniosa y elegante tan disímil en un contexto como es el de una oficina, en donde las personas, con el pasar del tiempo, según él, se vuelven tan toscas, groseras y poco atractivas. Es que una oficina es como una segunda casa y las caretas y las formas falsas de comportamiento siempre terminan cediendo a la verdad reveladora de la costumbre.
Nunca se olvidaría del día en que, al llegar a casa, se encontró con su mujer –la mujer a la que había amado durante tanto tiempo- apoyada en el pretil del balcón con las dos manos tapándose la cara, diciéndole, entre balbuceos y frases inentendibles, cuánto lo sentía pero que ya era hora de empezar a conocer, de dar el paso, de desprenderse y de crecer. Ese mismo día supo que no habría vuelta y, contrario a lo que se podría esperar, no sintió otra cosa más que una leve alegría entremezclada con una excitante y secreta sensación de futura libertad. Abrazó a la mujer que se despedía, fingió dolor y se apresuró a llevarle las cosas, las pocas cosas que portaba, al paradero de micros. En silencio la besó por última vez emulando patéticamente una escena de quiebre vista tantas veces en telenovelas de recursividad romántica y, una vez arriba, terminó su actuación con un deleznable movimiento de manos que, con una lentitud absolutamente calculada, buscaban, a los ojos de un mundo que jamás reparó en ellos, un cierre casi fotográfico.
A paso lento regresó a la casa en donde ambos arrendaban. No pensaba en nada. Buscaba entre sus sentimientos algo parecido a la pena, pero apenas logró encontrar un sucedáneo forzado proyectado en un recuerdo cursi de aquellas primeras veces en que se besaron. Se sintió feliz cuando sin querer notó que un par de lágrimas se le asomaban por los ojos, a la vez que, presuroso, buscaba en los bolsillos de su pantalón algo de dinero para comprar un par de botellas de cerveza y así cerrar la noche de la manera en que, según su imaginación, debía cerrarse. Se secó la cara y partió a la botillería que estaba camino a casa. Compró y corrió por entre los pasajes del barrio para luego abrir la puerta de su hogar y lanzarse con una botella al sillón. Se sentía contento, infinitamente contento, pero se reprimía este sentimiento buscando incesantemente recuerdos tristes que lo hicieran llorar durante toda la noche. No los encontró. Encendió un cigarrillo y miró por la ventana. Los vecinos pasaban con sus respectivas bolsas de pan para la once. Comenzaba a oscurecer y comenzó a sentir unos deseos enormes de masturbarse.
Guillermo no era de los que acostumbraban a pajearse con alcohol en el cuerpo. En realidad jamás pensó en esto hasta aquel día, en donde, sin él buscarlo, comenzaban de pronto a desfilar en su cabeza una decena de mujeres a las que había conocido y con las cuales podría sin problemas, en este incipiente estado de libertad de hombre soltero, mantener una relación amorosa y carnal. Sintió que toda su fisionomía se recogía cuando el curso incontrolable de su pensamiento se detuvo en su joven compañera de oficina, la chica que cortaba el pan con las manos, la que usaba un delineador faraónico, la del culito breve, la de pechos firmes. Sintió que desfallecía al imaginar esas suaves manos rodeando su pene, meneándolo delicadamente, para finalmente engullírselo en la boca sin mayores aspavientos. Ay, Ángela, pensó, sé que tú también has pensado lo mismo, sé que te gusto por la forma esa que tienes de despedirte dejando quieta la cara más del tiempo convencionalmente establecido. Te gusto también desde hace tiempo, sentenció, y bebió un largo trago de cerveza.
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