Te besé por primera vez enojado, en medio de la calle, apretado contra el vidrio de un negocio, empujado por la gente intolerante que pasaba a nuestro lado y no me entendía. Te besé también en ese rincón del hotel, y en la escalera de noche. Y te besé también en esa misma escalera pero de día. Te besé en el Tigre, frente al río y a esa flor tan roja y absurda en tu mano. Te besé en otra escalera otro día, dos veces en esa escalera, una al principio y otra al final, para no tener que seguir bajando me dijiste. Te besé frente a la puerta del departamento, antes de que abrieras, ¿te acordas? Y te besé también en la cama de él, después de hablar, después de escribir el cuento de tu boca y de pasar mis dedos por tus labios. Y después de no tener ninguna otra excusa para hacerlo, pero lo hice. Te besé en el café con sabor a medialunas y lágrimas en los ojos. Te besé en un beso de disculpas. Te besé después de que me preguntaras si ese beso era por lo que me habías dicho. Te besé después de decirte que era un beso por que sí. Porque quería besarte y punto.
No te besé cuando te vi por primera vez, ni en el taxi, ni debajo del obelisco, ni acostado en la plaza mirando las estrellas, ni en el subte, ni en el bar de España, ni en la costanera ni en Puerto Madero ni cuando manejaste. No te besé agitada ni en la ducha. Ni mientras dormías ni de madrugada. Ni siquiera después de que no me desfilaras. Tampoco te besé en el barquito ni en la tribuna del carnaval ni te besé todas las veces que hubiera deseado hacerlo.
En cuanto a vos, yo creo que me besaste por primera vez la última noche. Cuando comprendiste que me perdías. Y yo, volví a mi realidad con todo el sabor de tu boca y de tu cuerpo tatuado en mis labios. Si. Malditamente tatuado como para no olvidarme nunca de esa última noche ni aún mil noches y una vida después. |