Como me gustaba que me lo echaran dentro, a veces me lo echaban, otras me la echaban, me gustaba el roce de sus manos, la delicadeza. Y otras veces la rudeza de sostenerme para llevarme a sus labios y vaciarme por completo, o despacio, muy despacio, para ver cómo me quedaba vacío.
Me hacían sudar de frío, de ese frío que sólo se siente cuando estás lleno, cuando afuera el sol quema más de la cuenta y luego, tras dar un sorbo comenzaban a reír. Me llenaban de dulzura o insipidez, de sentimientos encontrados y secretos que otros podrían conocer.
Y luego apenas te han llenado y luego vaciado, es tiempo de darse un baño.
Nunca me gustó andar choquillento pero no faltaba quién, con la prisa, no te daba el baño completo, la persona que no tocaba con el estropajo cada parte hasta el fondo, si hasta el fondo, que quede limpio, limpiecito el fondo, donde llega todo después de haber pasado por las frías paredes.
Eso era mejor que estarse quieto, con el humo del cigarro encima, humo que se convertía en distintas formas, que ensuciaba la cara de tizne y que de paso un chicle terminara cerca.
Yo prefería estar ahí, cerca de la boca, que me ensuciaran con su labial, que bonito era la huella de los labios en rojo carmín colocado sobre la frente.
Una vez que te dejan vacío una y otra vez, seguramente llegará el momento, en que en pleno baño te desechen no sin antes haberte roto todito, todito… O bien vengan unas manos torpes que en lugar de besarte y con el ansia de tomarte entre sus manos te dejen caer.
Pero si algo he de decirles, es que no les den de beber a los niños pequeños en vasos de vidrio…
Dijo lo que había quedado del elegante vaso de vidrio cortado, que desde el basurero trataba de aconsejar a los pepenadores para que cuidaran de sus cristales, aunque este no supiera que ellos no usaban vasos de vidrio y mucho menos de cristal cortado.
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