En las homilías hay mucho tiempo desperdiciado. No costaría nada que mientras se forma la inevitable cola para recibir la Eucaristía se leyeran en voz alta los países con sus respectivas capitales. Del mismo modo, mientras el sacerdote lava la loza, algún feligrés de titulación acreditada, eso sí, podría recitar desde el púlpito, por ejemplo, las tablas de multiplicar. Con las penitencias también se podrían reforzar otras disciplinas: tres padrenuestros y los afluentes del Guadiana, dos Avemarías y las partes de la célula… Y con estos insignificantes cambios conseguiríamos una provechosa relación simbiótica entre escuela e iglesia, pero, por ahora, la relación entre instituciones me temo que sólo se puede calificar de parasitaria.