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27/5
Autopista a Guadalajara.
La experiencia con el híkuri fue muy satisfactoria.
El viernes 24 nos levantamos a las 6 de la mañana, preparamos las mochilas con agua y comida y salimos rumbo al ojo de agua. Caminamos por la carretera a San José durante una hora más o menos hasta encontrar una figura de Cristo, nuestro punto de referencia para doblar a la derecha (casualmente hacia donde mira la imagen). Nos metimos por ese camino de tierra y continuamos por allí otra hora más. Nuestra siguiente indicación fue encontrar el camino que va recto hacia tres álamos enormes. No doblar ni antes ni después, únicamente cuando estemos recto a los árboles. Desde allí, hacer 50 pasos derecho y 25 pasos a la derecha, hasta la orilla de un arroyo seco. Seguimos estas indicaciones al pie de la letra y allí encontramos el peyote.
Buscaba con la mirada atenta, conocía su forma, pero nunca lo había visto. Crecen bien pegados a la tierra y es fácil confundirlos con una roca. Di varias vueltas, inspeccionando el lugar indicado. Hasta que lo vi. Debajo de una planta, casi que escondiéndose estaba la planta. Encontrarlo fue una linda sensación de cumplir una meta. Como me habían dicho, "el primero que encuentres le dejas una ofrenda". Y así fue. La ofrenda que le otorgué fue una pulsera de macramé: La primera pulsera que hice yo mismo, en la isla, antes de que todo esto comenzara realmente. La dejé como un símbolo de agradecimiento por lo que estaba a punto de recibir, pero también significaba algo interno para mí. En este viaje por México, también viaje por dentro mío. Hoy el macramé es mi herramienta de trabajo, algo fundamental para continuar con esta hermosa aventura. Así que también es una muestra de mi logro, de mi crecimiento. Llegar al desierto trabajando de artesano y malabarista y encontrar mi peyote ha significado mucho. Un aprendizaje constante, vencer miedos, deshacerme de prejuicios y vergüenzas sin sentido y, sobretodo, la satisfacción de cumplir con mi objetivo.
El segundo peyote que encontrara era el que debía comer. Busqué por un rato sin tener suerte, hasta que pensé que quizás mi primer peyote, mi guía, me ayudaría. Detrás de él, al otro lado de la planta, había cuatro peyotes unidos y a menos de un metro otros cuatro más. Convidándoles agua a todos, decidí tomar para mí el de arriba a la izquierda del primer grupo que había visto. Era un peyote de seis gajos. Con respeto, con alegría y con cuidado fui cortándolo y comiéndolo. Tal proceso me llevó alrededor de una hora. Mi primer sensación, la cual me acompañó durante las horas siguientes, fue la de recibir una inmensa paz tanto corporal como mental. Al instante entré en sintonía con todo el desierto y especialmente con los insectos que me rodeaban. No me sentí como un tipo en el desierto, sino que me sentí parte de él, un complemento que convivía en perfecta armonía con bichos, plantas, rocas, tierra y todos los componentes de ese desierto, ese lugar nuestro, de todos los que en ese preciso momento estábamos disfrutándolo.
El zumbido de las moscas lo escuchaba muy intensamente, y experimenté la sensación de que una de ellas en particular quería decirme algo. Se me acercaba al oído y allí se quedaba. Me seguía a donde vaya, siempre la misma, empecinada con mis orejas y reposando sobre mi pantalón y remera. Al levantarme y echarme a andar, la paz esa tan intensa se extendía a cada sitio donde mirase. Cada paso que daba era sutil y mis movimientos estaban cargados de una gracia especial. Pensé, pensé mucho. No alucine. Sé que el abuelo se me reflejó en la manera en que yo sabía y podía recibirlo, que era mi propia racionalidad. En cada persona debe ser distinto. Yo me daba cuenta que no era uno de mis pensamientos en los que maquino mucho y muy rápido. Era un pensar ordenado, amplio, profundo, pero tranquilo. Supe que solo no puedo. Que necesito amigos y especialmente a mi familia. Que son mis maestros, que debo tenerlos y aprender de ellos. Acepté esa realidad, dejando de lado mi orgullo, sabiendo que no soy perfecto y que siempre que necesite ayuda debo pedirla.
Otro estado fuera de lo común en mí fue disfrutar del silencio. Pasé horas enteras sin pronunciar palabra. No quería ni podía hablar. Y lo primero que dije, tiempo después al encontrarme con Juanma, fue "muy linda experiencia". Nos comunicamos muy bien, admitimos que somos muy parecidos y que es por eso que podemos llevarnos tan bien y compartir tantas cosas importantes de nuestra vida.
Con la panza llena y el corazón contento continuamos la excursión al ojo de agua, atravesando una plantación de ajo. El regreso fue agotador, pero satisfactorio. Y esa noche y la noche que siguió, llovió y llovió. Cayó un diluvio como no se había visto en años en pleno desierto. Y es que claro, nos habían avisado, a Mezcalito le gusta el agua.

Texto agregado el 22-03-2016, y leído por 36 visitantes. (1 voto)


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