Marco Antonio de Dominis, obispo católico, escribió un tratado: El Euripo, donde hablaba de mareas, flujos y reflujos, y de la Luna que, vagando por el cielo, atrae y levanta hacia ella el agua del mar.
Hecho y observación no apreciados por el Santo Oficio de Urbano VIII, porque iba en contra de la inmovilidad de la Tierra decretada por el Altísimo y las Sagradas Escrituras.
Fue llevado a la cárcel del Castillo Sant’Angelo, donde después de un año, en 1624, el agudo observador murió.
Pero este banal hecho de morirse, para nada importó a los inquisidores que siguieron adelante con el proceso, cuya conclusión fue la condena a muerte del prelado y su ejecución, contra viento y marea.
Con macabra y religiosa acción desenterraron el ataúd de Dominis y lo trasladaron a la iglesia de Santa María sobre Minerva, donde leyeron la sentencia, extrajeron los restos, los llevaron al tristemente famoso Campo de Flores -donde habían quemado vivo a Giordano Bruno el año 1600-, y los quemaron en la hoguera junto con sus libros. Y, en nombre del Señor, justicia fue hecha.
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