Como se adivina, me animé a acompañar a mi mamá a la ferretería a comprar algunos utensilios para cocina, otros para jardinería, para tuberías y otras cosas que se le ocurrieran útiles, sin contar las que no recuerdo ya. La experiencia se probó al final muy interesante. Permítanme anecdotizarla ahora.
La temperatura dentro era cómoda. El aire acondicionado evidentemente era tímido, o viejísimo, pero cumplía su función de evitar que hasta sude la zona pubocoxal con el clima horrendo que hacía esa tarde. El ambiente es fácil de imaginar. Estantes y pasillos por todos lados, la cajas registradoras a la supermercado, los tonos de pintura claros en las paredes, el piso de ajedrez, el ruido de las personas tocando y botando las cajas y los plásticos, diciéndose “mirá esto está bonito para regalarles”, o “no pero yo lo quiero más grande”, etc., los llamados por el intercomunicador, el beep beep de los lectores de código de precios, los suspiros anfibios de los viejos de pies cansados, el aburrimiento de los niños...
Cansado de perseguir a mi mamá entre los cucharones de madera; las navajas Winger, los juegos de vajillas, los procesadores de alimentos, los enchufes para pavos, los saleros y pimenteros, las barbacoas, las bandejas para pizza rectangulares y redondas, los sacacorchos, los encendedores, los escurridores, las mini estufas, las mochas, los moledores de café, los juegos de cucharas, las sogas de polietileno, las cadenas de seguridad; todo corriéndome por los ojos, los fruteros de cristal y china, los pantries de acabado fino, los rompecabezas, los paquetes de topperware, las cubiertas para lavadoras y secadoras, los tapetes de “Bienvenido” para entrada; los carteles de “Alto”, “Sólo Personal”, “Peligro”, “No Entrar. Perro Bravo”, “Alto Voltaje”, “No Estacionar. Sale Carro”, “No Parqueo”; las linternas, las engrapadoras, los marcos para fotos con la foto de una niña sosteniendo una margarita, los focos ahorradores de energía, las patas para cama, los filtros para grifo, los filtros para absorbedores de grasa, los sujetadores de servilletas, los focos regulares de 60 y 100 Watts, los ventiladores de tejado, las lámparas con pantalla, las lámparas de techo; que se veían muy bonitas, todas adornadas con cristales luz-refractantes, colocadas en grupo, hipnotizando la vista y asombrando con el extraño ambiente ceremonial; las podadoras, las tijeras para rosales y otras plantas de mantenimiento, los guantes de jardinería, los guantes de cocina, los basureros de plástico y metal anti-derrames, las escaleras de tres escalones, los alambres delgados, los juegos de mesa de plástico para jardín y azoteas; opté por sentarme en una de las sillas que estaba colocada cerca de los juegos de mesa, junto a las hieleras.
Ahí logré perderme un poco de aquella tediosa realidad. La silla era azul y se parecía algo a esas sillas que usan los directores de cine. Era sorprendentemente cómoda. Recosté el codo en una hielera que tenía junto a mí, y en esa posición logré colectar valiosísimas observaciones que me dolió no tener un papel en mano para apuntar.
Viendo a las personas ir de un lado a otro, metiéndose a pasillos y deteniéndose a verme holgazanear en la cómoda silla azul, comenzaba a relajarme; pero aquel proceso tan natural y justo se vio interrumpido por el chasqueante sonido de las sandalias de plástico de alguna niña. No la había visto aún, pero sólo las niñas usan de esas sandalias y dan esos pasitos tan pequeños, constantes y martilleantes. Al fin se aparecieron, ella y su mamá que la llevaba de la mano. Sí que era fea esa niña. Tenía una auténtica cara de retrasada mental. Me sentí mal porque seguramente era una niña enfermita, pero de verdad que daba miedo con esos ojos cruzados y boca torcida. Me pregunto qué es lo que veía con esa mirada bizca. Entonces, mientras todavía pasaba frente a mí, frenó el sandaleo y habló.
“¿Papito? ¿Por qué esa cara? ¿Qué te hiciste papito?”
Aquello era triste, era triste. Yo abrí amplio los ojos y miré hacia otro lado en vergüenza. La mamá se inclinó un poco a la vez que trataba de retomar paso y le dijo, “Papito no anda aquí. Está en el otro lado”.
Era algo que apendejaba a cualquiera. Supe que estaba frente una auténtica mina de oro y no podía dejar pasar aquel momento. Fui en búsqueda de mi mamá, hasta encontrarla en el pasillo de los candados, las bisagras, las cadenas, los borles, los picaportes, etc., para pedirle un pedazo de papel y un lapicero para tomar notas.
Regresé a mi silla azul de director de cine dispuesto a anotar aquella demencia que recién presenciaba y seguro otras más que iban a desenvolverse en aquella cotidianidad loca. Estaba tomando apuntes de la niña ésa que quizá estaba viendo a su papito en la dimensión de los muertos o algo así cuando se me acercó una empleada de la ferretería.
“Caballero, debe quitarse de esta silla; la va a gastar”.
¿Está loca esta vieja? Antes de definir explicarle que la silla porquería ésa no se iba a desgastar porque yo me sentara en ella unos minutos, poniéndole que unos veinte minutos a lo mucho, comparado con la vida útil que debe oscilar entre uno o dos años, con buen uso, no representaba un porcentaje sustancial como para considerar que iba a causarle algún daño o devaluar la silla; mejor consentí en aportar algo más al cuento que estaba hilvanando desde mi punto de observación en la ferretería. Las sandalias de la niña azotaban el piso a lo lejos.
“Estoy considerando comprar esta silla. Verá, necesito una silla de meditación. Yo soy un escritor, y paso muchas horas al día cavilando en nuevas ideas para mis obras, por lo que tengo que asegurarme que la silla que voy a comprar es capaz de proveerme de confort y tranquilidad durante mis largas horas de búsqueda de inspiración”.
La vieja me dio mirada de este loco a saber qué tiene pero mejor lo dejo en paz, se excusó, me preguntó si me podía ayudar, a lo que dije no, y se fue.
Tomé nota de todo lo acontecido. Así mismo lo hice con todas las cosas que consideré oportunas a mi futura narración, como el tipo abeja con la camisa de franjas negras y amarillas que andaba buscando alguna carambada que no logré escuchar, pero que definitivamente quería de plástico porque cuando el empleado le sugirió, “Tenemos plásticos también”, tuvo una erección facial y emocionado le preguntó, “Ahhh, ¿dónde están?”. O la mujer treintona que tampoco supe qué buscaba, sólo que era para mesas porque el empleado que la ayudaba a ella dijo, y eso sí lo escuché, “Ah, para mesa busca”. Todo era oro cotidiano; me encantaba.
Tomé nota del niño de unos cuatro años que pasó corriendo frente a mí, y ya no logré ver más. Es que yo tenía un campo de visión algo limitado. Desde mi silla podía cubrir unos cinco o seis pasillos, y el espacio que había entre ellos y la zona de los juegos de mesa. Era como un pequeño escenario donde vi pasar a ese grupo de viejas, de entre las cuales algunas se nota fueron muy bellas en su juventud, y ahora son sólo despojo de aquello que probablemente me hubiera hecho quedármeles viendo, pero pensando otras cosas. Cómo es de cruel el tiempo con la belleza. Vi desfilar a un hombre con la espalda, sin joroba, más arrojada que he visto, como si cargara un saco. “Un saco de pecados, quizá”, anoté, pero decidí no usarlo para no salir de poetón trillado. También está ese sujeto alemán; al menos tenía talle de alemán. No cuesta distinguírseles porque son cheles (güeros), pero de alguna forma distintos a los gringos o a los noruegos, como más malos y bravos. Después del alemán, los sandaleos de la niña llenaron nuevamente el espacio sonoro del lugar. Pasó otra chele, de esas de obvia ascendencia extranjera, pavoneando las tetas en su ajustada camisa de Guess Jeans. Y es que no es malo acompañar a los viejos en estas cosas; siempre habrá otros que llevan a sus hijas. Claro que me vio viéndola y tomando nota en mi trozo de papel. Quién sabe qué habrá pensado, pero me sentí interesante y cool. Así por la pasarela modelaron toda clase de humanidades, como el del bigote, el que bosteza, el que dice “muchas gracias”, el que se pica la nariz; todos marchando sobre el piso de ajedrez.
Entonces, como una ola adormecedora, salió al escenario. Era esta mujer increiblísima; a quien no logré verle el rostro por la cabellera brillante, color nuez moscada, que le corría en hilos demenciales por el rostro; pero que tenía un cuerpo que dios mío para qué me enseñas estas cosas si no puedo tenerlas. Era alta, quizá más que yo. Las curvas se le hacían botella de coca-cola de una manera que, sss, ay, ya no puedo más. Haciendo dermis a esos ajustadísimos jeans que usaba, las piernas parecían no acabársele nunca, si es que tentando al llegar a las rodillas, invitando con las pantorrillas, y dando final consuelo al llegar a los tobillos. El trasero se le elevaba orgullosísimo; esas dos carnes que bailaban en cada paso despacito que daba, con los tacones haciéndoles canción, despertaban mis instintos más primitivos de tomar una hielera y darle en la cabeza, para llevármela a mi cueva y hacer mi tarea hasta que se me caiga la hombría. Resoplé por la nariz como un toro. Tenía que verla mejor, porque se estaba alejando. Me levanté de mi silla azul y haciéndome el que estaba buscando algo en el mismo pasillo, le deslicé la mirada por toda la espalda y el trasero y las piernas y ese trasero rico otra vez y la espalda y el cabello descansándole en ella hasta que volvió el rostro y pude vérselo.
A decir verdad, fue un alivio. Estaba tan enojado con la vida por modelarme cosas con un letrero invisible que dice “ver y no tocar”, pero cuando vi esos ojos saltones, como árabes, esa boca gorda y asimétrica, y la nariz largota y con tabique prominente, como pico de pelícano, dije “al menos está fea; ya no tengo que desearla”... tanto.
De nuevo en mi silla, tomando nota de lo recién acontecido, escuchaba cómo a alguien se le caía algo pesado y electrodoméstico de las manos. Seguro que ahora lo tenía que pagar; mala suerte. Pasó frente a mí un empleado cargando dificultosamente dos hieleras junto a los hombros. Casi se le deslizan. La expresión que se le chispó en la cara, con la lengüita de fuera y los ojos petrificados, era invaluable. Me dio tanta risa que ni tomé nota de ello, pero todavía me acuerdo. Pobres empleados, quién sabe los traumas que tienen de haber roto mercancía.
En el momento en que uno de los empleados caminaba frente a mí cargando una aparente costosa vasija de cristal, mi menté echó vuelo. Mi pierna se estiró como por sí sola, metiéndole zancadilla al pobre diablo. Algo como “tway” alcanzó a pujar cuando se tropezó y la vasija le salió volando de las manos, volando y volando con colores borrosos detrás y volando y volando, en parábola, hasta fragmentarse toditita toditita toditita en el piso de ajedrez. El tipo, todavía con las manos sosteniendo una vasija invisible, me vio con mirada de perrito extraviado que pregunta por qué le quitamos el pezón del que estaba amamantándose. O eso hubiera querido ver, pero yo no le haría eso a un compañero en humanidad.
Más tarde pasó por el escenario un chero de quizá unos dos años menos que mi persona. Éste también se manejaba un su talle extranjero. Tenía la nariz grandota, el pelo rubio y los ojos celestes. A mí me parecía horrendo, pero estaba seguro que no tenía ningún problema consiguiendo niñas en este país donde así les gustan a las limitadas femeninas mentes, que son mayoría. Puedo entender cuál es la fascinación con estos rasgos físicos, siendo lo extraordinario y exótico en nuestras tierras tropicales; pero honestamente digo que no comparto la valorización. Andaba con unos sus pants del colegio Walte, y una camiseta vieja. La mamá lo alcanzó luego, con el mismo plante. Si algo no tienen a su favor estas gentes es que envejecen espectacularmente mal. Eso sí, no se engordan naturalmente como parecen hacerlo nuestras más criollas.
Finalmente mi mamá pasó frente a mí, con el carrito rojo lleno de cachivaches innecesarios, y me indicó que iba a cancelar en la caja nada más y nos íbamos.
Con el trozo de papel garabateado hasta en las esquinas, decidí que tenía suficiente material para otro cuento insulso y me levanté de mi silla azul, no sin antes tomar nota de un letrero que leía “Especial Platos y Tazones. $2.99 c/u”. No me esperaba a la vieja empleada que me salió de sorpresa preguntándome, “¿no le gustó la silla?”, con sonrisa idiota de ya sabía que sólo estaba huevoneando ahí. “No, gracias”, y continué mi marcha. Sepa Judas por qué le dije gracias, pero así me salió.
Ya en la caja registradora, junto al estante de chicles, bombones, rasuradoras y revistas de cocina, hice mi penúltima observación: otra chera. Esta sí se veía local; piel algo clara, ojos oscuros, cabello negro y mechudo, labios generosos, delgada; no se veía mal, dentro de lo que cabe. Estaba hablando por su teléfono celular, riéndose, tragándose los mocos, enseñando los frenos... frenos. Siempre tuve algún fetiche por los frenos, por lo que me llamó la atención y quedé viéndomele.
“¿Ahh? ¡Jurámelo que eso te dijo! ¡Nooo!”
Mona fresa, me sobraron deseos de quitarle el celular y encestárselo en toda la trompa metálica. Parece que tenía gripe porque tosía meneando la flema burbujeante. Asco. El papá andaba por ahí también. Era un desastre de viejo; calvo, oxidado, con sombra de barba, pelos en las orejas, rollos en el cuello, panza rimbombante, ombligo tercer pezón, piernas cortas, ingle altísima con pantalón elevado; un desastre. La chera seguía chambreando en el celular con alguna su amiga idiota como ella.
“Jajajaja, ya le voy a contar mañana”
Hablá en tu casa, imbécil. No leo el pensamiento ni nada, pero me puedo imaginar que no estás diciendo que vas a informarle el día de mañana al presidente que nos van a bombardear los de ETA o Al Qaeda, seguro que no es tan importante como que le vas a informar a alguien que le han dejado una herencia millonaria. No, no creo; no te reirías tan imberbe, así que tiene que ser, energúmeno, alguna trivialidad adolescente retrasada que te morís por transmitir en un intento triste de llenar el vacío de tu vida. Eso me lleva a concluir que nada de lo que estás hablando pasa del nanómetro en el termómetro de la importancia de las cosas, así que, ¿por qué no podés esperar a llegar a tu casa para hablar de estas pendejadas con tu brillante amiga? ¿Por qué someternos a todos a esta vergüenza de escucharte tragar flema y reírte como castor golpeado, evidenciando lo patético y degradante de tu existir?
Ya casi habían registrado todos los productos que íbamos a llevar. En la caja de al lado, una pareja de novios se amontonaba mientras les registraban los suyos. Se veían jóvenes, como de unos veintitanto. Ella se veía particularmente joven y me recordó a mi novia. Claro que era más gorda y fea que la mía; no tenía nada que envidiarle al tipo con el que estaba. Yo puedo conseguirme una mejor y ha quedado demostrado. Además que me parece incorrecto estarse amontonando así en un lugar familiar como es una ferretería. Sí, cogen, todos lo sabemos y estamos muy, pero muy, muy impresionados.
Al fin todo estaba cancelado y embolsado. Marché frente a la caja registradora cuando algo me congeló. Era el lector de precios. Una serie grande de pequeños lasers bailaban rapidísimamente como de discoteca detrás del vitral del lector. Era hermoso. Me hipnotizaron tanto, tanto tanto. Todo ese trozo de vida invertido en esa visita a la ferretería había repentinamente cobrado sentido y valor irremplazable. Bello, geométrico, ordenado, constante movimiento, me invitaba a acercarme, a dejarme quemar por el vivo rojo luminoso. Cuando me acerqué lo suficiente, el lector hizo beep y un precio apareció en la registradora: $2.98
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