DEBER CUMPLIDO
Cuarenta y tres años, nueve meses y catorce días, estuvo Everaldo Campiño viviendo como indocumentado en los Estados Unidos de Norteamérica. Una nueva Ley antinmigrante recién impuesta en el Estado de Arizona de aquel país donde vivía con el miedo siempre de ser descubierto y deportado, lo obligó a volver al pueblo donde nació. Pero no regresó con las manos vacías, había logrado ganar honestamente una respetable cantidad de dinero que le permitió comprarse un taxi ostentándose —mediante un letrero bastante visible en un costado del vehículo— como: “CONDUCTOR BILINGÜE”.
Everaldo volvió a su país solo, la mujer con la cual había vivido más de veinticinco años, madre de sus tres hijos y una hija, se negó a acompañarlo argumentado el no ser de su agrado la idea de vivir en un país desconocido. Los hijos estaban casados y tenían su propia familia para atender. Everaldo se conformó con su destino. Cuando llegó al pueblo donde nació y vivió hasta su juventud, se encontró con una ciudad de mediana importancia, sólo reconocida por ser un punto de referencia en el trasiego de marihuana y cocaína hacía el país del norte.
Con mucha pena enfrentó la noticia de la muerte de sus padres, víctimas de la tristeza —según le dijeron— esperando siempre alguna noticia suya. De sus hermanos, Alfredo, Leonel y Ernestina supo que el primero estaba preso en un penal de máxima seguridad purgando una condena de muchos años, seguramente no alcanzaría a cubrirla ni naciendo tres veces más. Se enteró también de la tragedia de su hermano Leonel, éste había muerto en el completo abandono, donde caen quienes hacen de la bebida su panacea. “Leo el Teporocho” fue sepultado en una fosa común porque no hubo quien reclamara el cadáver. Antes de morir, durante los periodos de alucinaciones etílicas tan frecuentes en el alcohólico, se le escuchaba el reclamo iracundo al hermano mayor, porque éste no había cumplido su promesa de llevarlo con él. De su hermana Ernestina le dijeron estaba viviendo en algún lugar de la selva Lacandona cuidando los ocho hijos paridos a un misionero mormón quien predicaba en aquel lugar.
Sobrepuesto de la avalancha de nefastas noticias Everaldo trató de vivir de la mejor manera posible de acuerdo a las circunstancias. Hizo las reparaciones necesarias a la casa paterna para vivir con su soledad. De la escasa fuerza interior que aún le quedaba tomó una resolución, se prometió a sí mismo dedicarse solamente a su trabajo, esperando pasar sus últimos años en paz espiritual.
Todos los días, sin faltar ninguno, Everaldo conducía su taxi por las calles de la ciudad, era afectuoso con los pasajeros, de trato amable aun con los más hoscos, no alteraba los precios ni abusaba de ninguno de ellos. Sin embargo en ocasiones se sentía vigilado, perseguido, —paranoia senil pensó, para darse ánimo— y continuó con su vida rutinaria. Hasta aquella noche lluviosa cuando la luna llena se ocultó tras de los negros nubarrones quienes no cesaban de enviar grandes cantidades de lluvia sobre la ciudad y sus pobladores.
Apenas pasada la media noche, Everaldo conducía con desgano su vehículo, el siguiente pasajero sería el último de aquel día, lo tenía bien decidido, fuera a donde fuera, sería el último servicio de la jornada. Un apagón generalizado lo hizo ir con más cautela, por momentos el aguacero arreciaba, a punto de dirigirse a su casa, por la radio del taxi le avisaron había un cliente esperando el servicio a unas cuantas calles de donde se encontraba. ¡El último... y a dormir! pensó.
Efectivamente, en la dirección indicada ya lo esperaba una mujer vestida con una larga gabardina color negro y cubierta el rostro con unos grandes lentes oscuros a pesar de la lobreguez del ambiente y el largo fleco de su pelo le daban un toque de misterio e inducía a la desconfianza. Esto incomodó a Everaldo. Con voz llena de seguridad la mujer le indicó la llevara a varios lugares, en cada uno de ellos la esperaría unos minutos y al final le pagaría el precio justo por el servicio prestado. Él, pensando en lo jugoso del pago aceptó de inmediato las condiciones de la mujer.
¡Lléveme primero a la iglesia del Carmen! Le dijo la mujer con dejo autoritario. Cuando llegaron al lugar indicado por la pasajera ella bajó del vehículo y caminó hasta las puertas del mismo (que permanecían cerradas por la hora avanzada de la noche) él la vio caminar decidida, la negra silueta a la luz del resplandor de los relámpagos le recordó a alguien de su pasado lejano, no precisó a quien, pero empezó a escarbar en su memoria tratando de ubicar el parecido. La mujer permaneció escasos minutos como rezando frente al edificio sacro a oscuras.
De vuelta en el interior del vehículo, la enigmática mujer siempre detrás de sus lentes oscuros le indicó la llevara a la iglesia de San Antonio de Padua, le dio la dirección y se encerró en un agorero mutismo. En aquel lugar la mujer repitió su rutina iniciada en el sitio anterior. Abandonó el taxi, caminó hasta la puerta del templo, rezó y volvió al vehículo. Mientras hacía todo aquello, Everaldo se esforzaba en identificar el parecido de la dama con alguien de su vida anterior. Imposible indagar con la mujer misma, no daba pie a ningún tipo de conversación. Tres iglesias más fueron visitadas por la pasajera, en cada una se repitió aquello que parecía un ritual.
Fastidiado, con un fuerte dolor de cabeza de tanto pensar y tratar de recordar, Everaldo optó por no esforzarse más. Total, qué importancia pudiera tener, el recordar con quién se parecía la tenebrosa mujer. La voz imperiosa surgida de la parte del asiento trasero lo sacó de su marasmo:
— ¡Ahora lléveme al recodo del río conocido como “De los enamorados” —
— ¿Sabe dónde es?
¡Un escalofrío y un leve mareo! sacudieron al hombre, como si le hubieran dado un terrible golpe en la cabeza con un mazo, ahora los recuerdos llegaron en tropel a su mente.
¡Marianita Escandón!, su noviecita de juventud. ¡Sí, la pasajera tenía un gran parecido corporal con aquella muchachita de cuerpo bien formado, caminar altivo, devota del rezo y de la asistencia cotidiana a escuchar misa. Era tal la formación moral y cristiana de Marianita, que se vio obligado a recurrir a todo su ingenio para convencerla le entregara sus primicias sexuales.
Ahora recordó con toda nitidez aquel día nublado cuando le prometió casarse con ella, para darle mayor credibilidad a su decir la llevó en un recorrido por varias iglesias del lugar y así ella escogiera dónde deseaba se realizara la boda. Everaldo le prometió por la memoria de sus padres regresar para pedirla en matrimonio y llevarla con él a vivir en los Estados Unidos de Norteamérica.
El candor de ella y las caricias del muchacho aplicadas en sus lugares más sensibles, obligaron a Marianita aflojar sus ya de por si precarias defensas y, con las primeras gotas de lluvia cayendo sobre su rostro en el lapso entre un leve quejido y un suspiro de placer, Marianita perdió la dignidad y la virginidad en aras de una promesa solemne.
Cuando llegaron al lugar indicado por la mujer, como en las otras ocasiones, ella abandonó el automóvil, se dirigió al pie de un sauce y se postró de rodillas, inclinó la cabeza y balbuceó algo que Everaldo, desde el interior del vehículo donde se encontraba, no alcanzó a escuchar.
Luego la mujer se puso de pie y se encamino hacia el taxi, con un movimiento estudiado se quitó lentamente las gafas oscuras, un resplandor desde el cielo, permitió al hombre aterrorizado creer ver el mismo rostro de la mujer mancillada muchos años atrás. Todo el miedo acumulado en su cuerpo se concentró en su vejiga y no pudo contener el orín que escapó impetuoso entre sus temblorosas piernas.
Al estar próxima al auto, la mujer encaminó sus pasos hacia la puerta del conductor, al llegar cerca de él, con voz pausada y sin matices le dijo:
—Aquí me quedaré, ahora le doy a usted el pago que se merece—
Everaldo con ojos desorbitados la miraba fijamente mientras ella llevaba con lentitud su mano derecha a la bolsa de la gabardina, con la otra mano retiraba el pelo de la cara. El hombre chilló aterrorizado, esperaba ver el rostro descarnado de Marianita muerta. ¡No fue eso! sino un brillo metálico e inmediatamente sintió el frío del acero hundiéndose en su garganta.
Mientras la vida se le escapaba entre borbotones de sangre, Everaldo alcanzó a escuchar a la mujer quien le decía como entre susurros:
—Camino del infierno, donde seguramente vas padre mío, si encuentras a mi madre Marianita Escandón, dile que supe cumplir la promesa repetida todos los días de su existencia—
— ¡Que si regresabas, te cobraría con la vida tú promesa de amor!—
Cuando Everaldo exhalaba su último suspiro, la mujer sonreía satisfecha. Por fin se había librado de una gran carga llevada a cuestas por años.
¡Porque cumplir una promesa nos libera de una obligación y nos da la satisfacción del deber cumplido!
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