Se detuvo. Sus fosas nasales se dilataron: el aire hedía al aroma del rastreador. Rápidamente, saltó, arrastrando su armadura, hasta esconderse tras una roca amarillenta, del mismo color que las paredes de piedra que delimitaban el estrecho desfiladero donde se encontraba. Jadeó, debido a las largas horas de camino bajo el torturante sol, enjaulado en su propia armadura. El sudor corría en perlas por su grasienta y verdosa piel, desde las sucias trenzas en las que confinaba sus negros cabellos, hasta la prominente barbilla, contorneando los labios gruesos y negruzcos. Éstos, resecos, agradecieron ser relamidos por la lengua pardusca, que emergía de entre los amarillos colmillos astillados. Llevaba horas corriendo, a pesar de ser una criatura de la noche y sentir el calor y la luz del sol como lastres sobre sus pies, pues el rastreador había sorprendido al pequeño regimiento en el que se encontraba, y uno a uno los había matado a todos. Ahora sólo quedaba él, olvidada ya la estúpida misión que les había arrastrado a aquellas tierras del sur, intentando sobrevivir.
Un tintineo le sobresaltó. Algo había golpeado la roca, posiblemente una pequeña flecha. El rastreador había dado con su escondite. Se incorporó un poco, para sacar su propio arco del hueco que el escudo formaba en su espalda. Era un arma noble: dos enormes colmillos de jabalí, unidos por una gruesa estructura metálica erizada de pinchos. Los colmillos estaban situados hacia fuera, para aumentar la fuerza del arco. Otro tintineo. Esta vez pudo comprobarlo: la flecha cayó cerca suya al rebotar. Era uno de esos pequeños dardos, madera blanca, punta minúscula labrada, plumas azules. Había aprendido a odiar y a temer aquellas flechas, que a pesar de la distancia apestaban a veneno. Sacó de su carcaj una de las pocas flechas que le quedaban. Era un proyectil de madera oscura, con la punta de metal oscuro y retorcido, con plumas de cuervo para estabilizarla. La colocó en su arco, tensó los enormes músculos de su espalda, y esperó. Otro tintineo, que le indicó aproximadamente dónde estaba el francotirador. Salió un poco de su escondite, y a lo lejos pudo ver el manto verde de su enemigo. Disparó contra él, y volvió a esconderse. La flecha se incrustó en la roca, y su asta vibró unos instantes, resonando contra las paredes del desfiladero. Había fallado. De nuevo su enemigo le lanzó una flecha, y por el lugar donde impactó, se podía intuir que el rastreador había cambiado su posición, y pronto le tendría a tiro. Aquel lugar ya no era seguro. Tomó el escudo de su espalda. Era un escudo redondo, de madera sujeta con aros de metal, donde se podía ver el ideograma de su Clan, dibujado en verde con la incandescente clara de huevo de serpiente alada. Se protegió con él, y se preparó. La siguiente flecha se había clavado en la tierra, unos metros cerca de él. Esa fue la señal. Con el escudo sobre el hombro izquierdo, corrió hacia otro parapeto, al que saltó seguido de una riada de flechas.
Tras la nueva protección, pensó cuál sería su próximo movimiento. Apenas tenía ya flechas, y la agilidad de su contrincante las hacía prácticamente inútiles. Un enfrentamiento directo sería distinto, pero no podría acercarse sin acabar ensartado por cien flechas envenenadas. Al maldito parecían no acabársele nunca los proyectiles. Entonces pensó en la única opción que tenía. Era peligrosa, y nunca le gustaba hacerlo, pero era lo único que podía hacer. De su zurrón sacó un paquete envuelto con mimo en piel de lobezno. Lo abrió con cuidado, y de él sacó un frasco de cristal rojizo. El frasco era informe y sucio, tapado en su boca por un trozo de corcho. En su interior había un polvo marrón, salpicado de motas amarillas y blancas. El Polvo del Fuego de los Goblins. Había visto a más de una criatura despedazada por aquella sustancia, y más de un camarada había muerto debido a su mala manipulación. Otra flecha más chocó cerca suya, apremiándole a usar aquella peligrosa sustancia. Se encomendó a sus dioses, preparó el brazo, y lanzó lo más lejos posible el frasco. Cuando éste alcanzó el cenit de su arco, despidió un pequeño brillo, y luego descendió a toda velocidad contra el suelo. Tras la piedra, se había tapado los puntiagudos y pequeños oídos con sus zarpas, pero a pesar de ello, la terrible explosión resonó en todo el desfiladero, y su eco aumentó el sonido. Pequeños fragmentos de piedra rodaron ladera abajo. Era su momento. Se levantó, desenfundó su oscura cimitarra, y cargó, protegido con el arco, hacia la nube de humo grisáceo y amarillento que había producido la explosión. Entró en aquella atmósfera sulfurosa y cenicienta. Y se sintió como en casa.
En aquellos momentos, el aroma de la explosión le recordó los yermos paisajes nevados de su hogar, las nubes de ceniza que flotaban en el ambiente, y las emisiones, venenosas para otras especies, que procedían de los pulmones de su tierra. También recordó, con dolor, la sangre de sus familiares y amigos, derramada sobre la nieve. Negro sobre blanco. Manchando las manos de aquellos pieles rosadas. Al fin recordó el motivo de la guerra, y con más furia si cabe se lanzó contra su enemigo, llenos sus ojos de amargas lágrimas de ira. Una forma borrosa se distinguía entre el polvo, allí donde su visión rojiza era, para variar, más aguda que la de su enemigo. Contra él se lanzó, pero el otro, más ágil, esquivó la estocada, y saltó contra él. Al fin se mostró la imagen de su enemigo. Pelo dorado, inmune a la suciedad y a la grasa. Piel pálida, contorno de almendrados ojos azules, respingona nariz, carnosa boca. Y aquellas orejas puntiagudas, destacando entre los mechones de oro. Vestía ropas verdes, bordadas con motivos florales, atada con correas de fino cuero. Era una hembra, y ya tenía su fina espada preparada para herir letalmente. El otro se defendió, y acabaron ambos enredados, rodando por el suelo, intentando buscar la posición más favorable.
Terminó el combate. Ella estaba encima de él, con la espada acariciando el grueso cuello. Él yacía, con los brazos extendidos, la cimitarra demasiado lejos de su zarpa. Se miraron a los ojos.
Él jadeaba por el esfuerzo, viendo ya la muerte afilar el garrote. La vio como se la representaba en el Clan, un enorme esqueleto de gruesos huesos, con las órbitas brillando rojizas, y sosteniendo en sus brazos el garrote, con el que partía la cabeza del alma, y se llevaba la vida, que más adelante convertía en pájaros. Su boca recordó los festines funerarios, en los que el cuerpo del difunto era quemado en una enorme pila, mientras la tribu compartía carne de aves, intentando devolver la vida del fallecido al interior de la tribu.
Ella observó con desprecio la figura inmóvil, sintiendo la adrenalina empujar sus manos a acabar con él. Se sintió como la muerte, la figura encapuchada vestida de verde que recogía las almas de los caídos en el campo de batalla, para llevarlos a la presencia de los dioses para que pudieran ser juzgados. Su mente se llenó del recuerdo de los ritos y los cánticos destinados a que los dioses fueran compasivos con los caídos.
Se miraron más profundamente. Y vieron algo más. Ella vio en aquellos ojos de color fuego una inteligencia y una humanidad que pocos hubieran esperado encontrar en ellos. Él vio en aquellos retazos de cielo una prepotencia y una socarrona compasión por todo aquello que ella consideraba débil, esto es, cualquier otra especie del planeta. Ambos enredados en aquella guerra sin sentido, demasiado cercanos. Ejército del Mal, ejército del Bien, ¿qué sentido tenían los nombres cuando la batalla envilece a la vez que conmueve los corazones de todas las especies por igual?
Y entonces ocurrió algo inconcebible. El orco y la elfa se besaron.
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