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Mis estudios fueron un dolor de cabeza para mis padres, no hubo un solo año en que no estuviese a punto de ser reprobado. Mi conducta nada ejemplar nunca ayudó tampoco.

Concluido el bachillerato estudié Ingeniería Electrónica por siete meses, luego hice Administración de Empresas por dos años y medio, intenté en Ingeniería de Sistemas por medio año y ya sintiéndome con demasiados años encima, me inscribí en Psicología.

El tiempo que usé para graduarme fue otra historia larga y casi trágica. Pero perseveré como nunca antes en mi vida y me titulé antes de cumplir 35 años.

Quiso el destino y las amistades familiares, que me diesen un trabajo como psicólogo de un centro de niñas y niños con capacidades diferentes. Soporté por casi un año: Cada día sufría lo indecible al mirar a los internos y dada la estructura organizacional, solo me correspondía realizar evaluaciones a requerimiento.

No era lo mío, así que convencí a una tía querida y adinerada, para que me rente con precio accesible, unos ambientes en uno de sus edificios comerciales al centro de la ciudad. Lo amoblé conforme se supone debe ser un consultorio psicológico: Amplio y sólido escritorio, muchos pero muchos libros, algunas plantas, una escultura de bronce, pinturas abstractas y muebles difíciles de alzar por su peso, con un diván que invite a usarlo e intentar relajarse.

Puse avisos en páginas amarillas, dos o tres periódicos y claro, al ingreso de la oficina, no podía costearme secretaria, por lo que debía personalmente revisar cuentas, recibir consultas de posibles clientes y atender aspectos materiales. Nada ocurrió las dos primeras semanas, yo razoné que era de esperar que tome tiempo en conseguir clientela y me dediqué a navegar por la Internet día tras día esperando consultas.

Niños y mujeres con ataques de ansiedad; los casos que atendí, eran referidos a interrogantes de padres respecto a la salud mental y aptitudes de sus descendientes y mujeres ahogadas en su miseria culturalmente prescrita. No me sentía bien, pero al menos podía pagar cuentas y no soportar las bromas de mis hermanos menores, ambos ascendentes profesionales y con mucho potencial, para quienes siempre fui el sombrío gruñón de la familia.

Todo terminó abruptamente, cierta mañana, los viandantes dejaron de ver el cartel de bronce y acrílico “Psicólogo Clínico” la oficina no se abrió y no se volvió a ver al consultor.

Yo dejé la ciudad para nunca retornar. No se volvió a hablar de mi persona en mi ciudad natal, ni para bien ni para mal, simplemente se supo que me fui.

Tampoco se volvió a escuchar de otro ataque del violador serial que tuvo por algunos meses aterrorizadas a las mujeres del centro. Nunca se supo oficialmente quien era ese miserable acosador, ni cuantas víctimas dañó.

Me habían entrenado al final de la carrera, respecto a los elementos afectivos y relacionales que entran en juego en una relación terapéutica. Es imposible hacer psicoterapia interpersonal sin que el cliente se “enamore” del terapeuta: solo cuando el niño interno se siente en confianza y bienvenido, es que suelta sus rollos.

Sabía que jamás de los jamases debía mostrar reacción, ni positiva ni negativa a los actos relatados por el cliente. No podía negarse la transferencia. Debía trabajarse y por ningún motivo involucrarse personalmente con lo dicho u obrado por el cliente.

Sabía que el tema ético y de desempeño profesional exigían privacidad absoluta de lo oído, sabía que el cliente en realidad debía vomitar ideacionalmente en los pies del terapeuta y este no debe ni apartarse, ni afectarse: para eso cobraba.

Yo hice lo mío en las dos primeras sesiones con ese paciente; ya al concluir la segunda tenía la certeza que el problema era de dimensiones sociales y no personales: que un violador compulsivo y posible asesino sienta deseos de suicidarse y necesite ayuda psicológica, es de esperarse y en teoría, un psicólogo debe asumir que sea quien sea, el cliente se beneficia de reserva absoluta y silencio total.

El problema fue que al comenzar la tercera sesión, el cliente empezó a abundar en detalles de lo que sentía y hacía a las indefensas mujeres, que ajenas a lo que podía cruzar la mente de semejante abusivo, sufrían en carne propia la presencia de la maldad humana y el oprobio del ser en sociedad. Yo alenté su catarsis y la asistí con magistral disposición, el tipo sonreía y babeaba al recordar alguna de sus salvajadas, fue cuando habló sobre lo que hizo a la niña de la vendedora de revistas de la esquina de la plaza, cuando ya no pude seguir el guión.

Estando sentado detrás del cliente, el no pudo observar como tomaba el adorno de un tigre de bronce en el escritorio y en un raptus homicida indescriptible, silenciaba para siempre la boca del criminal. Fue la última acción terapéutica acontecida en dicha consulta. Había sido pagada por adelantado y supuso una apoptosis. Sabía que los psicólogos no están habilitados para apoptosis alguna y me puse a limpiar.

Antes que salga el sol, el diván, las cortinas, “la alfombra” y cierta estatuilla de bronce, eran retiradas en un vehículo de la oficina, que quedaría cerrada por un tiempo. Al cerrar la puerta del vehículo, en la final visita a la oficina, ya amaneciendo, pasé por la plaza y por coincidencia, pude ver a la vendedora con su hijita. Todo el pesar que sentía desde los ciegos golpes hasta ese momento, desapareció y me puse a pensar en el extranjero y el mañana.
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Texto agregado el 15-03-2016, y leído por 312 visitantes. (12 votos)


Lectores Opinan
12-07-2016 Brillante . *5 autumn_cedar
17-06-2016 Un excelente relato, amigo. Este sicólogo tardío, todavía tenía corazón. Y no cualquier corazón, sino uno plagado de principios y buenos sentimientos. Aunque finalmente se haya deshecho del violador. Un abrazo. maparo55
25-03-2016 Bueno, bueno, y qué calladito que lo tenías, jajaja....Fascinante relato, me encantó!!!***** MujerDiosa
17-03-2016 Coincido con los demás. Es un texto muy interesante. Felicitaciones. 5* dfabro
15-03-2016 Una narrativa muy entretenida, con un final que hace justicia. Profesional así es que se necesita, para curar la sociedad de tanto malvados existen en el mundo. Se hizo justicia. !Excelente narrativa! Saludos. NINI
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