Lunes. Atravieso de un lado a otro la ciudad de las fronteras invisibles. Voy en un vagón de metro elevado. Adentro se escucha el silencio, suena a risas y conversaciones con poco aire. La gente es de todas las formas, de todas las edades, de todos los sexos. Los miro y me miran mirar. El silencio nos atraviesa a todos. El volumen de nuestras voces internas aumenta. Yo leo. Tengo el celular lleno de gente que no es periodista pero que da las noticias todo el tiempo. Se quejan de este político, del opuesto, de los otros, de la indiferencia, del ruido. El vagón se detiene, entra una mujer en embarazo, varias personas con caras de víctimas o victimarios se paran, ceden su puesto.

Martes. Debo esperar afuera de la estación sin vagones a que restablezcan el servicio. Una hora y media pasa, reanudan el servicio, hacemos fila. Al suicidio de alguien que se ha lanzado a los rieles le llaman problemas técnicos, no quieren generar pánico. El silencio regresa a las bocas de todos. El ruido dentro de nuestras cabezas aumenta. Todos sabemos que algo ha pasado pero los rieles se ven limpios los vagones están blancos y en los parlantes suena bossa nova. Salgo una vez más del metro, como si nada. Pienso que esos vagones rectangulares y alargados tienen forma de burbuja.