Como todas las mañanas desde hace un par de años, recogía las persianas de su oficina con la ilusión que la luz entrante le trajera de vuelta la esperanza, esa dama esquiva que la perdió dos veces en la vida: la una cuando apenas rozando los 16 se marchó envuelta en un par de maletas en el viaje sin regreso de una preciosa chiquilla, y la otra a los 36 en que, de la mano de un adiós pronunciado entre risas y besos, lo que parecía un hasta luego se transformó en un punto final.

Y así, como al Coronel retirado que a diario acudía a la oficina postal, si, como a aquel triste veterano a quien más pronto le llegó la muerte que la carta esperada, a nuestro amigo Xavi le llegaban los años sin sentir los abrazos que lo abandonaron hace tres.

Nunca le faltó un obsequio, una piñata, un agasajo; pero esas muestras de afecto no eran sino simples gotas de rocío, que regadas en su desértica alma se evaporaban con el primer recuerdo. No había oración, plegaria o santo que le devuelva el calor perdido; abandonó la iglesia, olvidó los rezos, maldijo vírgenes. No sabía dónde hallarla, como llamarla, a quién preguntar sobre su paradero y su suerte.

La recordaba en el parque del lago, en el bosque de los altos árboles encalados, siempre altiva, siempre bella, siempre buena. Su sonrisa, tan radiante y bellamente pincelada competía sin esfuerzo con aquellas lunas raramente vistas, que, de cuando en cuando se ven dibujadas en el día. Era única, era inigualable, era suya.

Tanto soñándola mientras insomne dibujaba su nombre en la almohada del cuarto del hotel de las floreadas cortinas, como acompañándola al bar de las escaleras de madera y gigantes hamburguesas, abrazándola a escondidas de sus miedos y sus jefes en la oficina antigua o besándola en el parqueadero ajardinado del restaurante del precipicio, su imagen era tan recurrente como recurrente era su deseo de volver a verla.

Si así, Dios lo quiere.