LA INMANENCIA DEL CERDO
Entre el lodazal donde ha pasado su vida el cerdo lerdo “piensa”, producto de su pesimismo congénito o de su realismo lúcido, en las grandes antiutopías literarias del siglo XX, Nosotros, de Yevgeni Zamiatin, Un Mundo Feliz, de Aldous Huxley, y Fahrenheit 451, de Ray Bradbury.
El pobre marrano hubiera querido ser psicólogo capaz de desentrañar lo más negativo de la condición humana y explicar por qué el humano es proclive a practicar la corrupción del lenguaje. Le hubiera gustado, a pesar de su condición porcina, poseer el ingenio de Georges Orwell para escribir una novela como Oceanía donde se inventó una neolengua que produce un neodecir donde los significantes cínicos y vacíos no se corresponden con los significados de la realidad existente.
Porque al ser cuino no alcanzaba a dilucidar la razón de aquel maridaje siniestro donde algunos y algunas conocen el proceso de fingimiento y manipulación de ciertos humanos y sin embargo se someten a esos manipuladores en oprobiosa condición de vasallaje. Aquellos seres enfermos de egolatría logran imponer a ciertos estratos sociales una especie de neolengua, una simplificación aberrante, una enajenante reducción del lenguaje, descuidado, intencionalmente inexacto y deliberadamente empobrecido que inhibe el pensamiento crítico y convierte a la gente, a sus lectores, en victimas inermes de su poder ególatra. Su fraseología no trasmite ningún contenido sino meras abstracciones sin más valía que el de ser extraviados sofismas, eufemismos rebuscados cuyo “valor” radica en nombrar cosas sin evocar imágenes mentales de ellas.
De ese neodecir surge un doblepensar que consiste en saber y no saber a la vez, como en la verborrea de los políticos, el manipulador mientras esgrime sus mentiras cuidadosamente elaboradas está consciente de la verdad, en su lenguaje funesto es capaz de sostener dos opiniones contrarias entre sí, pero creyendo en ambas. Se atreven, en su enfermiza egolatría en emplear la lógica contra la lógica, inducen a sus lectores vasallos a la inconsciencia, a actuar en su ofuscación con la instintiva reacción de la adulación lisonjera para autosugestionarse que han entendido el supuesto mensaje.
El chancho que se creía psicólogo dejó de “pensar”, se acomodó en el lodo y se dispuso a dormir, para soñarse en aquella abstracción onírica donde se veía con una manzana en el hocico en una charola de plata y rodeado de patatas horneadas. Esa era su inmanencia que finalmente para el paladar… si tiene trascendencia.
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