EN LA TERMINAL
Se encontraron después de muchos años, fue en la terminal de autobuses donde el destino los volvió a reunir. Ella conservaba la belleza de los tiempos idos, solamente matizada por los efectos naturales de la edad. Él no podía decir lo mismo, estomago prominente, calvicie senil, gafas propias de quienes padecen glaucoma y dentadura postiza.
Sin decirlo, ambos recordaron la razón de su ruptura. Él se casaba con otra movido por la ambición, pues su prometida era muy rica y él un pobre diablo que había abandonado su país huyendo de la justicia. Se había refugiado en aquella nación para estudiar medicina. Era un mitómano consumado, a tal grado que se engañaba a sí mismo. El hambre lo obligó a aprender varios oficios, fue aprendiz de tantas cosas que terminó creyendo ser el mejor en todo.
Al verla aquella tarde, el mitómano tuvo un acceso de ambición, después de todo, la que ahora era su esposa estaba demasiado lejos, seguramente ebria como solía estarlo a esas horas de la tarde. Con un brillo malicioso en los desgastados ojos, le preguntó:
— ¿Cómo estás, qué ha sido de tu vida? —
Ella retrocedió unos pasos, como cuando alguien se aleja de un reptil y le dio una lacónica respuesta: — Estoy bien, gracias.
El hombre anciano intentó hacer plática: — ¡Que feliz coincidencia! —
—Yo voy a una región de África a hacer labor social—
La mujer apenas esbozó una sonrisa.
Él quiso enredarla en su verborrea como antaño e insistió en su palabrería insulsa. La señora solo hizo un gesto de despedida con la mano y se alejó a toda prisa. El hombre quedó boquiabierto, pero al final sonrió con desgano. Probablemente —pensó el mitómano— era tanta su pena que lo más seguro terminaría por confesarle a la mujer no ser verdad lo de su visita a África. Pues en realidad él iba a sesión más de quimioterapia para mitigar el mal que lo consumía por dentro.
Así pues, en aquella terminal de autobuses esa tarde quedó como lección de vida que a su tiempo la podredumbre y pobredumbre del alma tiene sus consecuencias.
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